Esta cita de un anarquista soviético ejecutado por el estalinismo en 1942 encabeza el catálogo de El curso natural de las cosas, la exposición que presenta La Casa Encendida en Madrid hasta el 8 de enero. Es un texto tremendo y el hecho de que figure de forma tan destacada, debe indicar que la muestra le rinde homenaje o reconocimiento.
En realidad lo hace, pero de forma algo oblicua. El verdadero guión que ha seguido Tania Pardo, comisaria y jefa de exposiciones de La casa Encendida es un antiguo texto de Miró, publicado en la revista francesa XXe Siècle en 1959 y traducido al castellano solo en 1983 para Cuadernos del Norte. Su título era Miró, je travaille comme un jardinier traducido como Miró. Yo trabajo como un hortelano.
En un momento algo desabrido de Miró, donde él se ve a sí mismo como un pesimista profundo y a casi todo el resto de la humanidad como idiotas, va hablando de la arena, de las playas, de las piedras, de las telas, de las cerámicas. Hasta dibujar un mundo estético muy de Teresa de Ávila, el de las pequeñas cosas que, como diría Andy Warhol unos siglos después, “son lo verdaderamente importante en la vida”. Casi todo eso está aquí.
Un arte en minúsculas
La reacción a la grandilocuencia, material o conceptual, de bastante arte contemporáneo o no, ha tenido muchas respuestas, empezando quizá con el arte povera italiano de finales de los sesenta o el teatro pobre del polaco Jerzy Grotowsky a mediados de esa década. El arte povera acabó siendo nada pobre, pero ahí quedaba la idea. A lo largo del tiempo se ha retomado ese principio varias veces y no solo en artes visuales. El artista y también músico americano Steve Roden desarrolló a principios de los 2000 la idea de una música en minúsculas que no exige atención, sino que espera ser descubierta. Lo contrario a la música estentórea que trata de monopolizar la atención.
Un arte en minúsculas debería ser, no solo poco espectacular, sino también sencillo. Dicho de otra forma, no plantear grandes problemas teórico- formales. Se trata de que cualquiera puede reaccionar ante él sin necesitar de grandes mediaciones/análisis estético-conceptuales. En principio se puede sentir, entender, imaginar, reflexionar, sentir curiosidad, sorprender… Esas cosas que nos suceden a las personas. Y, por supuesto, los antónimos de todo ello, que habrá a quien arte tan discreto le parezca fatal e incluso cursi.
Así planteadas las cosas y con explicaciones en sala bastante claras para cada artista, la exposición, si acaso, sufriría de su propia coherencia. No grita nada y en este sistema, el que no grita no mama. La mayoría de las obras no son muy de jardinero, sino más bien de recolector, que es lo que emana también del texto de Miró. Aunque un diario de Soledad Gutiérrez sobre horticultura practicada, que parece directamente llegado de los setenta, forme parte de la exposición.
Mover montañas, trazar el mundo
El nombre más conocido de El curso natural de las cosas es el belga, ahora residente en México, Francis Alÿs. El vídeo Cuando la fe mueve montañas muestra una acción muy simple y en apariencia inútil. Unos 400 voluntarios movieron diez centímetros una duna cerca de Lima. Aparte de que la coreografía, como en todos los vídeos de Alÿs resulta tan funcional como efectiva, el mensaje es como agua clara: si solo 400 personas puede mover una colina arenosa, ¿qué no podrían mover millones? Esa era la opinión de Mao Zedong en los sesenta, por otra parte.
Esto es política, como política es el mapamundi orgánico de Federico Guzmán. Pero otros trabajos parecen simplemente poéticos, como los pequeños montones de pigmento fotografiados en el suelo del bosque por Irene Grau. O las telas azules pintadas por el mar de Fernando García. En este contexto una obra como la de Fernando Buenache, que realiza formas de animales o plantas utilizando unas cuantas piedras encontradas, halla mejor acogida que en otros entornos donde su carencia de discurso teórico relegaría sus piezas a lo no argumentado.
Hay cosas muy curiosas, como las piezas del americano Mathew Ronay, cuya deuda con el pintor y arquitecto austriaco Hundertwasser es tal que parece una traducción a lo escultórico del ya desaparecido maestro del organicismo. Hay más obra, pero acabar con una de otro austriaco aunque cuente como artistas español. El cielo sobre la tierra de Adolfo Schlosser es la sencilla disposición en círculos concéntricos de secciones circulares más o menos gruesas, anchas y altas de un pino quemado. Ahí está, tranquila en su equilibrio y su discreción. Esperando ser descubierta.