Daniel Canogar (Madrid, 1964) habla de arqueologías digitales y de la piel de datos que envuelve el planeta. Su recién inaugurada Fluctuaciones en Alcalá 31 (disponible hasta el 28 de enero del 2018) viene a representar lo provisional que parece todo en nuestro tiempo. Y lo hace de forma espectacular en un alarde de virtuosismo intermediático. Hay contenidos, incluso moralejas, pero lo primero que encontrará el público son obras de muy diverso formato que responden a criterios tan antiguos como discutidos que incluyen el asombro.
Daniel Canogar, hijo del muy conocido pintor de la abstracción de El Paso, Rafael Canogar (Toledo, 1935), dio sus primeros pasos como fotógrafo en 1985, siendo elegido casi de inmediato para diversas colectivas sobre el tema Nueva fotografía española. Esa etapa ha seguido influyendo en su trabajo y se recuerda hoy porque aquellas imágenes se siguen exponiendo, como ocurrió este mismo año en el Niemeyer de Avilés.
Pero ya desde primeros de los años 90 comenzó una evolución que le ha conducido al tipo de obra que presenta en Fluctuaciones. Directamente ligada a las nuevas tecnologías, sobre todo las digitales. Cosas así no se ven todos los días y paradójicamente cada vez menos, si nos fiamos del texto en el catálogo de Erkki Huhtamo, quien escribe tras visitar las grandes exposiciones europeas de este año (Münster, Documenta, Bienal de Venecia y Ars Electrónica).
El visitante es recibido por Pneuma, una pequeña obra originada en 2009 que, embutida en un nicho del tabique de entrada, se compone de finos cables iluminados mediante video mapping. Una filigrana sobre lo abandonado que, seguramente por el nombre, parece recordar a una circulación pulmonar especialmente colorida.
Un trayecto normal conduce de esta miniatura a la pieza de mayor tamaño de la exposición, Sikka Ingentium. Esta es una obra, derivada de otras del 2013, donde conocer el proceso tiene su importancia. Lo que se ve son 2.400 DVD dispuestos en una pared, sobre los cuales se proyectan colores compuestos de formas concretas que a su vez avanzan sobre esos discos plateados. La pared enfrentada recibe el reflejo de forma casi fantasmagórica.
El sonido es casi un murmullo amorfo del cual, como en los colores, se entienden palabras casi inaprensibles. Es muy imponente de por sí, pero aún más si se mira el otro lado del tabique, donde reposan las carpetas de todos los DVD utilizados. Tanto las proyecciones como el sonido se originan a partir del contenido de esos cientos de películas de todo tipo y condición y que, o bien han sido encontrados, o han sido directamente comprados a cineclubs que van deshaciéndose de unas existencias desplazadas por plataformas como Netflix.
La obsolescencia de lo digital
Sikka Ingentium marca el tono general y habla de la obsolescencia, no ya del objeto analógico, sino incluso del digital. De este último ya se sabía que no contiene más que datos transferibles a otros soportes y que ahora están en una sedicente nube. En realidad estos megasoportes, que ya no son nuestros y probablemente estén situados en regiones árticas, forman esa red accesible desde cualquier lugar donde haya comunicación telefónica.
Por un lado está esa obsolescencia del objeto personal que trae consigo una sensación de inseguridad y de rapto de cualquier intimidad, pero que por otro abre nuevas posibilidades sobre un acceso extensivo y más igualitario a esos datos. Al menos teóricamente.
Esta relación entre el objeto físico y el contenido invisible de la Red es el tema general de la exposición y se manifiesta en el resto de las piezas. Cannula, de 2016 se presenta en varias formas, una de ellas una proyección de 4 metros de altura y 8 de longitud. Es un recuerdo algo irónico a la action painting de los 50, pero digitalmente fluida y teniendo como materia prima vídeos aleatorios pescados en YouTube.
Echo (2017) son pantallas LED curvadas que muestran en su parte posterior el aparato electrónico que normalmente permanece invisible. Estas pantallas reciben nombres individuales dependiendo del ámbito del que recogen los datos, que una vez procesados se transforman en figuras abstractas que parecen estar dotadas de viva propia.
Por ejemplo, la apodada como Magma reacciona cada 12 horas a la media de los estados de 1.627 volcanes repartidos por todo el planeta. Basin, lo hace en tiempo real a la precipitación en las 195 ciudades que la ONU reconoce como capitales. Mientras, Troposphere actúa a los datos de contaminación atmosférica de Madrid y Ember a la cantidad de incendios activos en todo el planeta. Todo esto hay que leerlo, porque no resulta evidente. Pero una vez sabido, está claro que las pantallas no representan nada o, al menos, no ofrecen la representación de algo que podamos decodificar, sino que se limitan a reaccionar.
Draft aparece como un díptico escultórico con una pantalla que va distorsionando frases tomadas de textos fundacionales del sistema democrático, incluyendo la Carta Magna, la Declaración Universal de los Derechos Humanos o la Constitución americana. Xilem puede recordar a muchas cosas, desde a una cortina tradicional contra insectos a una instalación de metros de sastre del brasileño Cildo Meireles. Pero también da la impresión de tiras de celuloide colgadas. Los datos que la hacen funcionar provienen de las cotizaciones en cada momento de los 383 principales fondos financieros mundiales.
Por otro lado, Plexus es una proyección que forma una especie de tejido movedizo compuesto por las manos del mismo Canogar, con lo que busca ser una reflexión sobre el trabajo manual del artista en la era de lo inmaterial.
Móviles e impresoras: nuestros restos electrónicos
Queda la galería superior de Alcalá 31, que está ocupada por las llamadas Small Pieces y que, frente a lo imponente de Sikka Ingentium o Cannula, son una menudencia. Al mismo tiempo, probablemente sean las piezas más poéticas y delicadas en lo que ha sido un trayecto lleno de rotundidades, por muy líquidas que parezcan.
Lo que hizo Canogar en estas piezas es recoger restos de nuestra cotidianeidad electrónica, una arqueología del presente. Los objetos pueden ser discos duros, móviles, impresoras, teclados, anuncios luminosos o videoconsolas. No está todo el objeto desechado, sino partes del mismo dispuestas sobre una balda. Y sobre ellas, se proyecta un video maping perfecto donde todo parece volver a la vida. Se proyectan letras luminosas sobre las teclas de los objetos, los discos duros parecen seguir girando o los móviles se comunican mediante líneas de luz.
Igual es el contraste, pero estas pequeñas piezas, que solo se pueden ver de forma casi individual, son las más conmovedoras. Además, desde su pequeña singularidad se dirigen más directamente a cada persona. Al fin y al cabo, ese móvil, ese display, esa Game Boy encontrados en la basura podrían haber sido los nuestros y parecen cristalizar nuestra obsolescencia acelerada.
Fluctuaciones es una exposición espectacular para todos los públicos, pero eso no significa que se limite a lo decorativo. Cada una de las piezas se refiere a cuestiones que afectan al conjunto de la humanidad. Únicamente Plexus es autorreferencial.
El flanco por el que puede ser cuestionado el trabajo de Canogar es la estetización de lo que más bien es terrible. Aquí no sucede tanto como en su exposición Vortices de 2011 en la Fundación Canal Isabel II, donde ponía de manifiesto la contaminación de las aguas (en semejante lugar) con fotos e instalación con botellas de plástico. Era tan bello era que casi apetecía que hubiera aún más botellas para hacer más obras como esas.
A esto puede oponerse que presentar siempre lo terrible o preocupante solo a través de imágenes terribles acaba desgastando estas últimas, las hace menos efectivas. Por ello, un tratamiento como el de Daniel Canogar merece la pena ser explorado. No todo van a ser golpes al hígado. Existen otras vías.