La portada de mañana
Acceder
Feijóo confía en que los jueces tumben a Sánchez tras asumir "los números"
Una visión errónea de la situación económica lleva a un freno del consumo
OPINIÓN | La jeta y chulería de Ábalos la paga la izquierda, por Antonio Maestre

Jennifer Clement, la mujer que encontró las horquillas de Frida Kahlo una vez muerta y así contó el arte del siglo XX

Caio Ruvenal

20 de noviembre de 2024 22:31 h

0

Jennifer Clement (Connectitut, 1960) es una destacada escritora y expresidenta de Pen Internacional, pero también una valiosa testigo de la agitación cultural de Ciudad de México y Nueva York en la segunda mitad del siglo XX. Primero, en su infancia y adolescencia en la capital azteca, conoció a Juan Rulfo, vivió al lado de la casa-estudio de Frida Kahlo y Diego de Rivera y se enteró de los vaivenes entre Octavio Paz y Elena Garro. Después, durante el cenit de su juventud, experimentó la salvaje rebeldía y efervescencia artística de La Gran Manzana de los fines de la década del 70 y 80, con el grafiti, el hip-hop o el breakdance. Años en los que conoció el lado mundano de Andy Warhol, Keith Haring o Jean-Michel Basquiat.

“Me siento privilegiada porque todo fue azaroso. No lo busqué, nada más llego a mí”, explica Clement por teléfono desde Nueva York, donde está de visita, ya que vive en Ciudad de México. La autora retrata el viaje que fue su vida en La fiesta prometida. Kahlo, Basquiat y yo (Lumen). Allí cuenta que, cuando tenía un año, sus padres llegaron a Ciudad de México porque a su padre lo destinaron en una planta de tratamiento de aguas. La familia se instaló en el barrio de San Ángel, en la calle Palmas (ahora llamada casa Diego Rivera), a lado del hogar-estudio de Kahlo y Rivera. A pesar de que los pintores mexicanos habían muerto pocos años antes de su arribo, la residencia “estaba totalmente llena de ellos”, escribe en el libro.

Una de las nietas de Rivera, Ruth María, fue la primera amiga de Clement. Gracias a esta relación, recorría regularmente la casa-estudio que “olía a la trementina de los pintores, a pintura de aceite y cigarros”, escribe. También revela en sus memorias que encontró la bolsita de horquillas para el cabello de Kahlo; la célebre artista se astilló los dientes frontales por abrir tantas veces con su boca los prendedores y tuvo que arreglárselos con oro. Nunca se autorretrató sonriendo. A través de los objetos que dejaron en su propiedad, conoció espiritualmente a los artistas. A otros, como a Juan Rulfo, los llegó a conocer en persona por las relaciones que tenía su madre pintora.

México, asilo de refugiados

En La fiesta prometida, la autora de novelas como Ladydi (Lumen, 2014) o Amor armado (Lumen, 2019) narra que el encuentro entre la entonces niña escritora y el creador de Pedro Páramo fue incómodo. Rulfo, en su manera introvertida y huraña, le preguntó con ironía si era una extranjera ilegal, porque durante 10 años el mexicano había sido agente de inmigración y “nunca había atrapado a un solo extranjero ilegal y permaneció en un estado de frustración”. Además de los intelectuales nacionales, Clement convivió, mediante las amistades de su padre, con los exilados que llegaban a la capital mexicana. Refugiados que huían de la caza de comunistas en Estados Unidos, de los gobiernos militares de Sudamérica o de los restos de la guerra en Europa. Ahí, en tierra mexica, estaba el guionista perseguido Dalton Trumbo o los hijos de García Márquez.

“México era un lugar increíble que recibía a todo el mundo. Tuvo tanto fervor creativo e intelectual. Se volvió muy emocionante con tantas influencias, como la del surrealismo de André Bretón, quien llegó en 1941 en el barco Capitaine Paul Lemerle, con más de 300 refugiados a bordo. Entre ellos, Wifredo Lam, Andre Masson y Claude Levi-Strauss”, explica Clement. Entre todo ese popurrí de celebridades, están los colores y olores de México y, por tanto, de Latinoamérica: los cables eléctricos y de tranvía entrecruzados que enmarcan las nubes, los muros de las casas coronados con fragmentos de vidrio roto o el centinela nocturno que hace sonar su silbato cada hora durante la noche.

“Siempre aposté por México. El libro es una odisea, pero regreso. Como escritora mi decisión sobre mi destino fue México”, asegura en español durante la entrevista. Para llegar a esa certeza, antes vivió muy de cerca el glamur, arte y bohemia de Nueva York pero también su violencia, drogadicción y la caída de sus amigos por el sida. En 1978, con 18 años, dejó América Latina y se embarcó en la ciudad que nunca duerme para exprimir la década de los ochenta. Bajo los rascacielos de Manhattan, bailó “música de revuelta” en la sede del Sindicato de Maquinistas, vio nacer el grafiti con mensajes de subversión en el metro y se sintió alentada con las protestas de las Guerrilla Girls, quienes, con máscaras de gorila, entraban en los museos exigiendo mujeres artistas. Había una regla efímera entre todos: “Siempre compartir drogas, cigarros y lápiz labial”.

Basquiat, Warhol y el sida

En el camino, aparecieron Jean-Michael Basquiat, Warhol, Keith Haring, el grafitero Dondi o el artista conceptual Peter McGough. El más cercano a ella fue el primero, calificado como el último gran pintor estadounidense o el artista afroamericano más exitoso de la historia, con cuadros que se subastan en la actualidad por más de 100 millones de euros. A Basquiat y su tormentosa relación con Suzanne Mallouk, Clement ya les dedicó su libro de mayor éxito: La viuda de Basquiat. “En ese libro ya había abordado a ese Nueva York, pero a través de otros ojos. No eran mis historias y hubo un momento donde me di cuenta de que tenía que escribir estos momentos. Mis amistades, el mundo de los grafiteros nacidos en el Bronx y el East Village y cómo viví lo del sida. Porque siento que ese momento de rebeldía, de revolución, de gran libertad se acaba con el sida, nunca nada volvió a ser igual”, asegura la autora.

Es llamativa la imagen que le mostró Warhol cuando se lo presentaron, a través de su amigo Hal Ludacer. Escribe: “Conocí a Warhol una noche en el Studio 54. Saludó a Hal y deslizó la mano por el frente de los pantalones y lo toqueteó, lo cual era algo que hacía cuando quería (…) Realmente acosaba a Hal, como si su fama y fortuna le dieran el derecho de hacerlo. Nos manteníamos alejados de Andy tanto como podíamos”. Estos excéntricos artistas tienen tanto peso en La fiesta prometida como los no famosos, los otros que marcaron la vida de Clement, entre ellos su nana Chona. “Yo era su alfabeto ya que no sabía leer ni escribir. Le decía ese bus va al centro o esos limones cuestan tanto. Empezó a conocer el mundo conmigo”, apunta en el libro.

Chona es una de las varias mujeres anónimas que desfilan entre las páginas del texto. Personas que sufrieron en silencio un contexto particularmente opresivo. Sin recurrir a una denuncia explícita, Clement cuenta la opresión que vivieron las mujeres de su época, cercanas o famosas. A su amiga Suzanne le daba vergüenza decir que era pintora por miedo a las críticas de sus compañeros hombres; las muertes de Nancy Spungen y Joan Vollmer tuvieron como sospechosos a sus parejas, Sid Vicious y William Burroughs, respectivamente; y el acoso callejero que ella misma sufría lo había normalizado por su frecuencia e impunidad. “En lugares concurridos, como mercados o plazas, los hombres se acercaban demasiado y me susurraban palabras desagradables al oído. Los constantes toqueteos, como si yo me perteneciera y mi cuerpo fuera para los demás, era algo normal”, escribe en La fiesta prometida.