Sánchez Castillo, las historias de la Historia

La Historia es la historia que, ya se sabe, va siendo reescrita por sucesivos vencedores. Quizá por ello resultan mucho más reveladoras las historias de la Historia. Tras la fachada de las grandes fechas, de los grandes iconos, de los grandes monumentos, se encuentran peripecias de apariencia más prosaica y a veces casi desconocidas, pero de lo más significativas.

Ese es en gran medida el campo de acción de Fernando Sánchez Castillo (Madrid, 1970), uno de esos artistas españoles en lo que se llama media carrera, aquellos que ya tienen tras de sí una trayectoria sólida -que en su caso se remonta una primera exposición madrileña en 1992-, que ya están en disposición de presentar ese trabajo como una obra coherente pero que aún no se han convertido en clásicos indiscutibles. Indiscutibles para el establishment cultural de cada momento, si se prefiere.

Lo de Sánchez Castillo es conceptual. No hay gesto artístico ni expresión subjetiva. Una posible belleza es cosa cuestionable. Pero es muy entretenido, visualmente interesante y da mucho para reflexionar. En eso se parece a otros artistas de su brillante generación, que han renunciado a lucubraciones autorreferenciales, solo interesantes para interesados, y se abren al ancho mundo. Sánchez Castillo se ha ido a fijar en algo que a todos atañe, los Monumentos, la Memoria Oficial. Y sus tan ocultas como reveladoras anécdotas.

Una de sus obras más justamente celebradas no tiene que ver con una estatua, sino con un yate. En Síndrome de Guernica, Azor (2012) se trata del ya casi mítico Azor, símbolo de poder estival del Caudillo por la gracia de Dios. Aquel barco, que se paseaba en verano por la cornisa cantábrica y las rías gallegas durante los 50 y los 60, pescando atunes, arponeando cachalotes, navegaba siempre envuelto en ese halo de distanciado misterio que rodeaba al personaje. El Azor era un símbolo de lo marino en el régimen, aunque nunca se adentrara en alta mar.

El buque fue vendido para chatarra en 1992. Pero fue reconstruido cerca de Burgos con la disparatada idea de convertirlo en una especie de hotel temático. Hasta que lo descubrió Sánchez Castillo y lo transformó en obra de arte en forma de un vídeo y de trozos de chapa prensados como en los desguaces. La enloquecida peripecia de esa insignia franquista deja patente la mistificación originaria de algo como el Azor.

¿Y qué decir de la radiografía del 2 de Mayo de Goya, dañado durante un transporte chapucero durante la Guerra Civil (a Ginebra en 1936) y que ese mismo franquismo se negó a restaurar como era debido para que quedara como testimonio de la barbarie republicana? Solo fue restaurado en 2008. La incompetencia, la estupidez para-ideológica y la negligencia arrojadas sobre otro símbolo, esta vez ya no de un régimen cualquiera, ¡sino del aclamado espíritu de la nación!

Cómo explica Ferran Barenblit, hasta ahora director del CA2M (ha cambiado a Barcelona como director del MACBA) y comisario de la exposición, uno de sus aspectos es el de la Iconoclastia. Y aquí están el león y la leona del congreso, testículo más, testículo menos, propaganda pura de una guerra africana absurda e injusta (1859-60), cuyos despojos metálicos aún flanquean la entrada de nuestra democracia.

En el 2009, el ya clásico y reconocido Antoni Muntadas daba una conferencia en el Instituto Europeo de Diseño de Madrid llamada On Translation: la ciudad. En realidad era un tratado comprimido sobre los monumentos tipo siglo XIX, arrastrados al XXI en formas progresivamente más delirantes (piénsese en el monumento a Carlos Fabra en su aeropuerto de Castellón).

Entre muchas conclusiones, dos: los monumentos son, junto a las tumbas, las únicas construcciones con vocación de permanencia, de eternidad. Y que, una vez olvidadas las orígenes de esa estatua (el heroísmo de un sargento escocés durante una pequeña refriega en un pueblecito de Bengala), quedan simplemente como acentos y recordatorios del poder, del orden que esas anécdotas ayudaron a construir.

La única forma de enfrentarse a este legado es derribar las estatuas, cosa que se ha hecho con frecuencia o indicar su falsedad esencial señalando lo pedestre de sus circunstancias. Es lo que sucede con el impacto, aun conservado como agujero aquí reproducido en 3D, del ya físicamente asombroso atentado contra Carrero Blanco. El socavón en Claudio Coello se tapó tan apresuradamente para enterrar la memoria del magnicidio que el firme de la calle no ha parado de ceder y de ser sometido a reparaciones superficiales. Aquí está Grieta (2015) la copia gráfica de lo que lleva sucediendo más de cuarenta años.

Todo esto tiene relación directa con la Reliquia, como el par de pelos de Franco que parece contener un sobre transparente en Baraka (2007). De los cuales, por cierto, podría extraerse un análisis del ADN del dictador. El mundo de la reliquia, lo sabemos, es otro mundo de lo falso. Y en eso no se distinguen tanto estos restos pilosos de Franco, aquel hombre, de la pluma del arcángel san Gabriel que se conserva en el monasterio italiano de La Santa Casa.

Si la Reliquia es el segundo, el Cuestionamiento del Poder sería, según Barenblit, el tercero de los principios rectores. Resulta casi obvio. El poder siempre busca su propia legitimación y ante la frecuente ausencia de esta, se inventa ancestros en Troya, como Roma o explica como razón patriótica lo que en realidad son unos cuantos poderosos escupiéndose como en Spitting Leaders (2008).

Todo esto encuentra sus límites en los límites de la institución. No es lo mismo que algo llamado Barricada (2014) se cruce en un camino, aunque sea el de un parque, a que yazca en una sala de museo donde no interrumpe ningún paso. Nunca está mal recordarlo, no existe la situación ideal. También es notable que casi todas las piezas pertenezcan al mismo Sánchez Castillo, muestra de que su estrategia no pasa necesariamente por el sistema comercial habitual.

En medio de tanta farsa elevada a categoría superior y trascendente, hay en Más Allá algo inmediatamente humano, conmovedor. Los mármoles de unos zaguanes de las Ramblas barcelonesas que las prostitutas horadaron con los tacones de sus zapatos, para llamar la atención o para engañar al frío. Por lo general están en un nuevo restaurante cuyo dueño las rescató del escombro. Es casi lo único aquí que no resulta trágicamente cómico.