Desde la Edad Media hacia adelante fue la iglesia. Bajo el yugo de la modernidad se pasó de la fábrica al rascacielos corporativo, más tarde y sujetas a las progresivas escalas de cambio, las tecnologías digitales se fueron convirtiendo en una prótesis esencial para una idea sobre la creación de formas. La virtualidad trajo la computación y donde antes tuvimos la biblioteca de Alejandría e imaginamos la Torre de Babel, ahora tenemos el centro de datos. Entremedias quedaron los litigios de la posmodernidad, la intercambiabilidad entre signos y dinero, y la poca atención prestada a las inquietudes de una contracultura que suspicaz, empezaba a divisar el agotamiento de las reservas energéticas.
Cada época tiene sus propias tipologías arquitectónicas definidas por los medios de producción predominantes. Cada época es capaz de explicarse a sí misma a través de su imaginería, y cada arquitectura se hace efectiva en nuestra mente en función de si somos capaces de imaginarnos en ella. Pero ¿cómo imaginar una arquitectura tan etérea e inmaterial como 'la nube', más cuando es producto de algo tan abstracto como los datos?
Contra lo que su vaporoso nombre sugiere, 'la nube' no es ni ingrávida ni invisible, es el resultado de la cooperación entre un vasto número de satélites, fibra óptica, cables tendidos sobre el lecho marino y centros de datos repletos de servidores que consumen ingentes cantidades de agua y electricidad. Los minerales âel silicio y los metales pesadosâ, son su columna vertebral, pero su savia sigue siendo la energía. Se alimenta de todo lo que pilla, su cuerpo es insaciable: consume el 20% de toda la electricidad que el mundo utiliza, crece más rápido que las fuentes de energía sostenibles y bebe más agua que toda la población mundial junta, según el estudio de la investigadora principal del Microsoft Research Lab y directora del AI Now Kate Crawford, en colaboración con la Universidad de Sídney. Eso, por no hablar de que las gigantescas infraestructuras que sustentan la dermis computacional del mundo no paran de crecer: la construcción de centros de datos ha aumentado un 30% desde los años pandémicos, según el mismo estudio.
Con todo, su expansión abre una oportunidad y un reto impostergable para abordar desde lo arquitectónico la interacción entre estas instalaciones y los entornos en los que se asientan.
A este cometido se consagra el trabajo de la arquitecta Marina Otero Verzier (A Coruña, 1981) quien lleva años investigando sobre la infraestructura física de Internet, no solo como una serie de objetos arquitectónicos a observar, sino como vehículo para analizar los urbanismos que despliega, la materialidad de su poder distribuido, el capital que moviliza, el trabajo que requiere, la energía que necesita y disipa, pero, sobre todo, los entornos que construye y la sociedad que imagina. En consecuencia, en el año 2022 fue galardonada con el prestigioso Premio Wheelwright de la Universidad de Harvard.
Para Otero, doctora arquitecta formada en la Escuela de Arquitectura de Madrid (ETSAM), en la Delft University of Technology (TU Delft) y en la Columbia University de Nueva York, (donde ahora también enseña), la obra de los arquitectos ha implicado, históricamente, el trazo de líneas abstractas y asertivas que, con demasiada frecuencia, han suscrito la lógica de la eficacia económica a expensas de la conciencia ética y ecológica. Su visión de la arquitectura, no obstante, está atravesada por la responsabilidad de aportar nuevas nociones ante los desafíos a los que se enfrenta la práctica arquitectónica para desmantelar las fronteras que actualmente definen, encierran y explotan el mundo en detrimento del interés común y la justicia social. De ahí su interés por temas relacionados con la migración, la seguridad, el acceso a la vivienda y el cambio climático. Y de ahí, también, por supuesto, su disposición a enfrentar el imperativo de repensar las infraestructuras digitales o, por lo menos, el modo en que se pueden reutilizar sus excreciones para que otras arquitecturas puedan beneficiarse de sus excedentes térmicos y así abastecer sus propias demandas energéticas.
En este sentido, su trabajo no solo apunta hacia todas esas iniciativas desarrolladas en los últimos tiempos que, con intención de perdurar, se centran en la gestión térmica de sus sobrantes para climatizar grandes lotes de vivienda y otros equipamientos urbanos, como tampoco indaga exclusivamente en los proyectos que reutilizan este calor residual para abastecer procesos agrarios e industriales de escala aún modesta.
“Estos anuncios son muy positivos, pero hay que observarlos no sin cierto escepticismo. No hay que obviar que, en ocasiones, para materializar estas acciones y para movilizar el calor de un sitio a otro, hay que añadir un capital energético extra. Para que todo esto tenga sentido en términos de eficiencia energética, ubicar estratégicamente los centros de datos cerca de los enclaves que vayan a hacer uso de sus remanentes térmicos es fundamental. La idea es que se reduzcan las pérdidas, no que se añadan más costes al traslado de la energía” agrega Otero.
Para esta arquitecta, es fundamental entender, primero, que los centros de datos son la prueba fehaciente de que hemos pasado de un urbanismo de usos permanentes y sistemas de control físicos a otro más mutable, líquido y digital. Segundo, que este desplazamiento abre un campo de posibilidades en cuanto al planeamiento de estas espacialidades, al tiempo que abre un debate muy importante sobre los derechos y mecanismos de poder que entrañan. Y, tercero, que estas infraestructuras llevan consigo unas implicaciones críticas para la actual crisis climática y requieren de un profundo cambio cultural en términos de diseño, pero también en lo que se refiere a nuestra manera de aproximarnos y convivir con ellas.
Es paradójico pensar que estas alejandrías digitales son tipologías arquitectónicas herederas de las centrales telefónicas que se empezaron implantar en los núcleos urbanos a finales de los sesenta y que respondían a la necesidad de comunicación de una sociedad que comenzaba a interconectarse.
Si edificios como las centrales telefónicas de Torrejón de Ardoz o la central de comunicaciones vía satélite en Buitrago de Lozoya (ambas obras admirables del arquitecto madrileño Julio Cano Lasso), tuvieron la doble misión de ser, al mismo tiempo, enclaves técnicos y estandartes de la compañía que los levantó, ahora la representatividad de la arquitectura de los centros de datos ha sido relegada a la ignominia. No se trata de visibilizar su arquitectura como un reclamo de vanguardia tecnológica, más bien de ocultarla y erigir un paisaje de patio trasero. No hay más que atender a los ejemplos: su diseño prioriza los criterios de seguridad y privacidad frente a la representatividad, mientras que su construcción raras veces recae sobre los arquitectos, sino que es acometida, principalmente, por grandes consultoras en colaboración con los conglomerados corporativos que las promueven.
“Pese a que los centros de datos son nodos fundamentales en nuestro panorama social, geopolítico, cultural y financiero, su presencia, bajo el umbral de la detectabilidad, sigue siendo banal y anónima. El oscurantismo que los rodea refleja muy bien las relaciones asimétricas y abusivas entre las corporaciones tecnológicas y los usuarios finales. Por un lado, estas empresas se atrincheran en sedes transparentes, permeables y accesibles, mientras que, por el otro, la maquinaria real con la que opera su software está ubicada tras los cierres biométricos de arquitecturas anodinas, impermeables e impenetrables. En tanto que poco, o muy poco se sabe acerca de estos espacios omnipresentes, ya se han consolidado como tipologías urbanas o periurbanas de pleno derecho”, señala Otero.
Ubicar los centros de datos dentro del tejido social es esencial para transformar su sobrecalentamiento en un recurso valioso para los urbanismos en los que participan y también, para las comunidades que se ven afectadas con su mera presencia. El trabajo de los arquitectos puede y debe tener en su agenda esta cuestión.
En ese sentido, Otero pone como ejemplo a la empresa Qarnot, que se inclina por la progresiva descentralización de sus instalaciones en Francia: en lugar de apostar por la adquisición de grandes superficies de terreno y por el diseño de edificios de grandes dimensiones, sin ventanas y alejados de los núcleos de población, sugieren que se instalen servidores en los mismos edificios donde la gente vive. A tal efecto, desarrollan dispositivos de almacenamiento de datos que se pueden instalar en los domicilios de cada cual, aportando sus saldos caloríficos a la propia vecindad. Bajo esta premisa, existe toda una línea de investigación que sugiere el diseño de edificios mixtos que aprovechen los espacios bajo rasante, con mejores condiciones higrotérmicas (ausencia de malestar térmico), para la ubicación de los centros de datos, siendo las plantas superiores destinadas a otro tipo de usos, tanto privados como comunitarios, las que se beneficien de la disipación resultante de los procesos computacionales.
“Este modelo, no exento de externalidades, atiende a otras formas de gobernanza de los datos. Eso es positivo y algo a tener muy cuenta porque nos aleja de la concepción del centro de datos como una gran caja negra por abrir, sino que lo sitúa en el centro de nuestras domesticidades como un elemento crítico que media en la creación, el almacenamiento y la transmisión de nuestros registros digitales a través de las redes físicas tangibles: la nube deja de ser invisible para ser palpable. Esto es esencial puesto que debería existir una creciente conciencia individual y colectiva respecto a las ecologías que se derivan de nuestra vida en línea, sobre todo, para poder mitigar sus efectos y empezar a pensar futuros computacionales más deseables, más sostenibles, más equitativos e igualitarios”, sentencia.
El centro de datos empieza a tomar una posición relevante en los debates sobre la producción arquitectónica contemporánea, y, a trancas y a barrancas, se empieza a activar una mirada mucho más exhaustiva sobre los mismos. Queda mucho camino por recorrer, muchas cuestiones sin resolver y muchas preguntar por plantear: ¿Deberíamos pensar que nos encontramos frente a nuestros archivos contemporáneos, la tipología más importante de nuestro siglo? ¿Debería representar su diseño una tarea de relevancia similar a la que tuvieron las catedrales en el gótico o los museos durante la Ilustración? Y, si es así: ¿Qué ocurriría si lo concibiéramos como una verdadera infraestructura pública de código abierto para acudir a conocer cómo funcionan datos y algoritmos? ¿Estaríamos ante un lugar para el conocimiento y la participación política: el espacio público de la era digital?