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'2001: una odisea en el espacio', así nació la película que cambió la historia de la ciencia ficción

El dr. Dave Bowman se enfrenta a HAL 9000 en '2001: una odisea en el espacio'

Francesc Miró

De Kubrick se han dicho y escrito muchas cosas. Demasiadas, tal vez. Se ha dicho que era insoportable en los rodajes, que maltrataba psicológicamente a los actores y a los colaboradores de sus films. Que repetía tomas hasta exasperar a quienes trabajaban con él, bien lo sabe Shelley Duvall, que sufrió una crisis nerviosa en el rodaje de El resplandor tras repetir 127 veces la misma toma.

También se ha dicho que sostenía la teoría de que le iban a asesinar en cualquier momento, que le espiaban. Le aterraba volar y nunca, jamás, se subía a un coche que fuese a más de 40 kilómetros por hora. Escapaba constantemente del objetivo de una cámara de fotos aunque la fotografía fue una de sus primeras pasiones. 'Perfeccionista' y 'misántropo' son adjetivos que se suelen leer acompañando a su nombre.

No hay más que pasear la mirada por la estantería de cine de cualquier librería para comprobar los árboles que se han destruido en su nombre. John Baxter escribió una fascinante biografía reeditada en varias ocasiones, J. Abrams descifró su filosofía, Michael Herr -coguionista de La chaqueta metálica- reunió vivencias y artículos en una crónica de una forma de entender el cine hoy desaparecida, Paul Duncan desgranó su obra película por película...

De todas ellas, El resplandor y 2001: una odisea en el espacio son, posiblemente, sus dos films más crípticos y por tanto los que más gente se ha aventurado a descifrar. No es el objetivo de este artículo. De la primera se estrenó un entretenido documental hace escasos años, tras el cual la editorial Alpha Decay publicó un ensayo brillante. La segunda cumple ahora medio siglo de existencia y sigue perdurando más como una experiencia audiovisual en sí misma, que como film narrativo al uso. Eso no significa que no tenga un discurso, una lectura textual de su trama, pero como él mismo decía: “Una de las cosas que me resultan más difíciles al terminar una película es que los periodistas y los críticos me pregunten qué he querido decir. Me gusta recordar lo que T.S. Eliot dijo cuando le preguntaron qué quería decir con su poema La tierra baldía 'Quería decir lo que he dicho y si hubiera podido decirlo de otra manera, lo habría hecho'”. Nada más.

Por eso y porque creemos que cada uno la entenderá a su manera -es parte de su magia -, vale la pena dejar de lado la relectura del trabajo de Kubrick y rescatar la historia del nacimiento de un film que lo cambió todo. Era el 17 de mayo de 1964…

2001: una comedia con OVNI incluído

2001La idea de hacer una película de ciencia ficción rondaba la cabeza de Kubrick antes de hacer 2001: una odisea en el espacio. Acababa de pasarse ocho meses encerrado montando Télefono rojo. ¿Volamos hacia Moscú?, y veía como el film andaba recaudando tres millones de dólares más de lo que había costado y era recibida con alabanzas por la crítica -Robert Brustein dijo que era una sátira digna de Juvenal en un famoso artículo llamado Out of this World-.

Sin embargo, aquella comedia antibelicista no había resultado ser exactamente lo que pensaba: él la imaginó, desde el principio, como un documental rodado por extraterrestres. Así, como suena. La idea fue desestimada por todos los productores a los que se la planteó pero se le había quedado dentro. Entonces empezó a reciclarla y a buscar referentes que le pudiesen ayudar.

En febrero de 1964 descubrió a un autor llamado Arthur C. Clarke, cuya obra El fin de la infancia -historia sobre una raza superior alienígena que hacía evolucionar a la humanidad- le había dejado profundamente trastocado. Durante dos meses intercambiaron una intensa correspondencia que les llevó a resolver que tenían que trabajar juntos.

El 17 de mayo del mismo año, Clarke y Kubrick celebraban su feliz encuentro en el ático neoyorquino del primero cuando, tal como cuenta Piers Bizony en su libro sobre el making of de la película, avistaron un OVNI. Brindaron por aquella casualidad. Según la NASA, lo que debieron ver fue el satélite Echo 2 que por entonces pasaba por encima de la Gran Manzana, pero ambos lo interpretaron como una señal: iban a crear una historia de ciencia ficción que no quedaría obsoleta por la ciencia, esa carrera espacial que llevaría al Apolo 11 hasta la luna en 1969. Había que darse prisa.

Internet y un 'Tesla' del pasado

Poco después, Clarke se encerró en el Chelsea Hotel, hogar habitual de autores de la generación beatnik, para escribir la versión novelada de la obra mientras intercambiaba constantemente ideas con Kubrick. En un principio, el director de Espartaco insistió en su fijación con El fin de la infancia, hasta que se rindió a la evidencia de que los derechos de esta ya estaban vendidos. Los de El centinela, en cambio, estaban libres: era un relato corto que Clarke había escrito unos años atrás y que el autor y científico creía que podía servir como punto de partida.

Narraba el hallazgo de un tetraedro que, al ser descubierto por la humanidad, alertaba a los extraterrestres emitiendo una señal. Kubrick unificó el argumento de su obra fetiche entorno a seres superiores, con el asunto del hallazgo del artefacto… que se reformuló como un monolito.

Otras ideas, en cambio, fueron desapareciendo en los borradores previos al que terminó rodando. Michael Benson cuenta en Space Odyssey: Stanley Kubrick, Arthur C. Clarke and the Making of a Masterpiece que para Kubrick era muy importante la presencia de una tecnología que implicase cambios en los hábitos humanos. Describía actividades mundanas que en película ya no se realizarían ni se entenderían como las hacían ellos en 1964.

La primera vez que el personaje del Doctor Dave Bowman aparecía en pantalla -interpretado por el Keir Dullea que terminaría apagando a HAL 9000-, conducía un Rolls Royce pilotado por un ordenador y sin necesidad de mantener las manos en el volante.

Además, a bordo de la nave Discovery, el realizador había imaginado que la gente leía el periódico en una pantalla de televisión táctil en la que podía uno pasar páginas tranquilamente. Según Benson, “los astronautas leían cosas de la actualidad en tablets muy parecidas a los iPad. Si Kubrick hubiera mantenido aquella idea, no cabe duda de que su película sería recordada hoy como un presagio de Internet”. Lo que sobrevivió, y sí podemos apreciar en el film, fue la videollamada que el Doctor Haywood -interpretado por William Sylvester- realizaba para felicitar el cumpleaños a su hija.

Hal 9000, una fábrica de sujetadores y un infarto

En verano de 1964, ambos se encontraban trabajando simultáneamente en las dos versiones de 2001: una odisea en el espacio, cuando asistieron al estreno de La conquista del Oeste. Fue entonces cuando Clarke decidió titular su proyecto como La conquista del universo. Aunque no fue el único nombre que se barajaron: entre la correspondencia de ambos se pueden encontrar títulos como Star Gate, Jupiter Window o Universe: Tunnel to the Stars.

Por entonces, uno de los debates fundamentales que afrontaban era el del tratamiento de la parte central de la obra: la que planteaba el nacimiento de Inteligencia Artificial y su rebelión contra su creador, el ser humano.

En un primer borrador, HAL 9000 se llamaba Sócrates y era una especie de asistente robótico de la nave Discovery. Pero con el debate, aquello pasó a ser Athena y luego las siglas que conocemos. Cada vez que reescribían, la inteligencia y el poder de HAL 9000 se incrementaba con creces hasta que llegó a convertirse en ese amenazante y educado punto rojo que cantaba Daisy.

El tiempo pasaba pero la idea de crear la novela y la película al mismo tiempo hacía que el guion fuese un eterno work in progress. Debate tras debate, Kubrick tomó la delantera de su compañero de correrías y empezó a filmar sin tener la obra terminada, aludiendo que así dotaría de mayor profundidad a una historia en ciernes.

Aquello levantó sospechas entre los ejecutivos de la Metro Goldwyn Meyer, que barajaron nombres como el de David Lean o Billy Wilder a sus espaldas por si estimaban que no era capaz de realizar el film. Demostró lo contrario y, ajeno a las habladurías, un buen día el director de Senderos de Gloria montó un set en una fábrica de sujetadores abandonada de Nueva York para rodar lo que serían los primeros planos de 2001: una odisea en el espacio.

Durante cuatro años, Kubrick se obsesionaría con un film que, según él, iba a cambiarlo todo. Por el camino también embarcó a la Metro en sobrecostes y se enemistó con gran parte de su equipo de producción que había contratado tras verles en los créditos del documental Universe, una de las principales inspiraciones del film. El narrador de este, de hecho, se convirtió en la voz de HAL 9000, que por entonces ya tenía ese nombre.

En diciembre de 1965, el realizador trasladó el rodaje a los estudios de la MGM en Londres y empezó de nuevo rodando el descubrimiento del monolito en la luna. A mediados de 1967, si le preguntaban, contestaba que estaba metido en una durísima postproducción. Se callaba que en ella sometió a sus subordinados a maratonianas jornadas de 24 horas sin relevos y que a punto estuvo de acabar con la vida del compositor Alex North, que sufrió un infarto por la presión del realizador. North, al final, ni siquiera podría escuchar su melodía en el cine, pues Kubrick la sustituyó por Richard y Johann Strauss.

Cincuenta años, un OVNI, un brindis, una fábrica de sujetadores y cientos de versiones del guion después, Kubrick sigue dejando boquiabiertos a generaciones de nuevos cinéfilos. 2001: una odisea en el espacio demostró que la ciencia ficción era capaz de elevar el arte cinematográfico a niveles expresivos e intelectuales. Cambió las reglas del juego porque, como decía el crítico del The New Yorker David Denby, él fue el auténtico monolito: una “fuerza de inteligencia sobrenatural que aparece a grandes intervalos en medio de agudos chillidos y que propina al mundo una buena patada en el trasero para forzarle a subir un peldaño más en la escala evolutiva”.

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