La película Lobezno inmortal se estrenó en miles de salas de cine de alrededor del mundo hace siete años. Más allá de las contradicciones inherentes a encajar a un héroe violentísimo en los corsés de la narrativa superheroica para todos los públicos, el filme de James Mangold incorporaba una secuencia inesperada. Su protagonista era testigo en primera persona de la explosión de una bomba atómica en Nagasaki.
La situación no iba mucho más allá de la viñeta histórica que propulsaba una narración de protecciones, redenciones y apego a la vida. La escena no tenía un gran contacto con la realidad ni las llamas digitales dimensionaban el infinito sufrimiento humano derivado de la explosión. El ataque nuclear incluso se elaboraba en clave de pensamiento positivo: la resilencia japonesa demostraba que “el ser humano puede recuperarse de cualquier cosa”. Aún así, la simple presencia de la secuencia podía incitar a plantearse algunas cuestiones. ¿Cuántas veces hemos visto imágenes de la destrucción de Hiroshima o Nagasaki en audiovisuales de gran difusión?
Podemos encontrar algunos ejemplos de ficciones comerciales que han tratado esta realidad. El telefilme Hiroshima: más allá de las cenizas, difundido en 1990, incluyó algunas imágenes muy perturbadoras recubiertas de una cierta autocomplacencia supuestamente sanadora. Pero el cine comercial parece haber ejercitado el olvido. Un olvido que resulta conveniente para preservar la noción de unos Estados Unidos que usaban su fuerza de manera proporcionada y justa antes de los más controvertidos conflictos de Vietnam o de Irak. El autorretrato de los Estados Unidos como potencia libertadora, y la imagen del bando aliado en la II Guerra Mundial, podría oscurecerse si se ejercita demasiado el recuerdo de los centenares de miles de víctimas civiles derivados de los ataques a Hiroshima y Nagasaki, o de los bombardeos incendiarios sobre Dresde, Hamburgo o Tokio.
La amenaza hipotética que es historia real
Hubo una época en la que los ataques a Hiroshima y Nagasaki estaban demasiado cercanos como para pretender borrarlos, aunque hubiese que ayudar a encauzar su recuerdo. La película ¿Principio o fin? difundió, con las consiguientes libertades creativas y preservaciones de secretos oficiales, los preparativos del armamento atómico apenas un año y medio después de los bombardeos. En la parte final del docudrama, la tripulación que atacaba Hiroshima se mostraba abatida por la brutal destrucción de la ciudad, aunque la visión desde los cielos restaba intensidad al horror: personajes y espectadores podían ver el hongo y el fuego, pero no los cuerpos que sufrían y morían. La tristeza se reservaba para el compañero caído previamente, que legaba una larga misiva de persuasión propagandístico-lacrimógena sobre las bondades de la era atómica.
El punto de vista infinita e insensiblemente egocéntrico de Hollywood quedaría todavía más patente unos pocos años después. El filme El gran secreto, estrenado en 1952 y en plena caza de brujas macarthista, fue un biopic sobre el militar que pilotó el bombardero Enola Gay para la destrucción de Hiroshima. El núcleo dramático del relato no era la muerte de millares de ciudadanos japoneses y las enfermedades de otros tantos, o los problemas de conciencia de los militares estadounidenses, sino los problemas matrimoniales que sufría el protagonista a causa del exceso de trabajo.
Poco a poco, Hollywood comenzó a olvidar. En plena Guerra Fría, las explosiones atómicas sobre zonas habitadas eran amenazas posibles de futuro que raramente incitaban a recordar que algo parecido ya había tenido lugar en la realidad. En Punto límite, el presidente interpretado por Henry Fonda se esforzaba por evitar una conflagración que puede estallar a causa de un error informático. ¿Teléfono rojo?, volamos hacia Moscú satirizaba la sinrazón militar a través de un ataque ordenado por un general excesivamente apasionado. Y las historias más o menos agonísticas sobre supervivientes de detonaciones nucleares alcanzaron la serie A (La hora final) y sobre todo la serie B (Cinco, El mundo, la carne y el diablo, La última mujer sobre la Tierra, Pánico infinito, Esto no es un simulacro…).
A diferencia de lo que acontecía en el cine japonés, el verdadero horror que desató el armamento atómico apenas se entreveía en esas obras. El realizador francés Alain Resnais sí consiguió un impacto en los flujos del audiovisual mundial mediante la coproducción franco-japonesa Hiroshima, mon amour, cuyos primeros minutos incluían imágenes reales de la tragedia… mezcladas con extractos del largometraje de ficción Hiroshima, de Hideo Sekigawa. La polémica alrededor del falso documental británico The war game evidenció que había la voluntad política, también en el Reino Unido, de ocultar los efectos terribles de una detonación nuclear. Esta vibrante y contundente pieza de Peter Watkins fue emitida por la BBC con casi veinte años de retraso.
Mientras tanto, diversas generaciones de espectadores aprendimos a temer la bomba sobre todo a través de la ficción con fuertes elementos fantásticos. Aunque el telefilme razonablemente verosímil El día después sacudiese muchas consciencias (entre ellas, la del entonces presidente Ronald Reagan), quizá permanecen más integrados en la memoria cinéfila las explosiones del vibrante anime Akira, la ígnea pesadilla de extinción humana de Terminator 2… o la mucho más ligera escenificación de un ensayo nuclear en Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal. Una vez ha quedado atrás la Guerra Fría, aun con pequeños repuntes durante el auge de miedo al terrorismo de principios de siglo XXI, el cine estadounidense parece haberle vuelto a perder el respeto a la amenaza atómica.
En la periferia de la historia global(izada)
75 años después de los horrores reales, las explosiones de Hiroshima y Nagasaki parecen ausentes de las pantallas globales. Y esa ausencia persistente nos sugiere, una vez más, que la historia y la cultura que nos explica el audiovisual del mundo globalizado no es la historia y la cultura de todo el planeta, sino un acompañamiento parcialísimo, recorrido por fuertes sesgos, de un proceso económico y político infinitamente desigual. Ni siquiera dos momentos cruciales de la historia de Japón, una gran potencia en el ámbito financiero y en su capacidad para exportar cultura pop, parecen merecer presencia dentro de ese relato.
El fantasma apenas mentado de Hiroshima también nos recuerda una vez más que Hollywood nos ha contado una II Guerra Mundial alternativa, distorsionada por inercias egocéntricas y acríticas. La Unión Soviética juega un papel muy secundario en la lucha contra el III Reich. Y los crímenes de guerra de los Estados Unidos resultan casi invisibles, a diferencia de las atrocidades genocidas cometidas por la industria de la muerte hitleriana. Mientras Hiroshima apenas existe, el nazismo como villanía pop por defecto es recordado incansablemente en ficciones con cierto rigor histórico y también se emplea de manera pintoresca dentro de la cultura friki (desde el terror low cost Zombis nazis hasta la producción de gran estudio y temática similar Overlord).
Incluso la existencia de obras como Hiroshima: más allá de las cenizas puede leerse en clave interna. Al fin y al cabo, se estrenó a rebufo de todo un ciclo de ficciones de advertencia antinuclear como El día después, 70 minutos para morir y tantos otros filmes concebidos en unos años ochenta de joviales Goonies pero también de pánico al holocausto atómico. En pleno auge del interés por un Japón que se estaba convirtiendo en un gigante económico potencialmente temible, el recuerdo de Hiroshima apenas salpicaba un diálogo del thriller Black rain: Eso sí, la referencia se abrió paso hasta el mismo título de la obra, que aludía a la lluvia negra posterior a las detonaciones.
A falta de nuevas piezas audiovisuales que recuerden sus historias más allá de conmemoraciones puntuales, Hiroshima y Nagasaki han sido explicadas principalmente por cineastas japoneses. Varios realizadores ilustres han tratado las explosiones atómicas o sus consecuencias humanas, no solo en las formas metafóricas de Godzilla y mil y una historias pop. Además del mencionado Sekigawa, lo han hecho Kaneto Shindo (Hijos de Hiroshima), Keisuke Kinoshita (Children of Nagasaki) o, más recientemente, Yoji Yamada en Nagasaki: recuerdos de mi hijo, que llegó a ser estrenada en las pantallas españolas. Un veteranísimo Akira Kurosawa también trató de las cicatrices históricas consiguientes mediante Rapsodia en agosto. Esta obra proyectaba una visión muy acrítica de las conductas terribles del imperio japonés durante la guerra. Porque no solo Hollywood ejercita el olvido conveniente.