La última adaptación de Los tres mosqueteros, dividida en dos películas con los títulos D’Artagnan y Milady, asaltó la taquilla francesa a lo largo de 2023 dispuesta a reparar una injusticia histórica: en los últimos 62 años, la famosísima novela de Alejandro Dumas no había impulsado ninguna producción de la misma nacionalidad que su autor. La historia de Los tres mosqueteros se había convertido en feudo de la cultura pop globalizada —particularmente anglosajona— con lo que el díptico de Martin Bourboulon, gracias a su celebración de crítica y público, devolvía los personajes al imaginario al que pertenecían. Y preparaba el terreno para que ocurriera algo parecido con la otra gran novela de Dumas, si bien esta nunca había llegado a alejarse tanto de la patria gala.
Con la salvedad de alguna versión tardía como La venganza del Conde de Montecristo —filme muy disfrutable en su descaro hollywoodiense, que Jim Caviezel protagonizó en 2002—, la adaptación más cercana con la que ha de medirse este nuevo y afrancesado Montecristo es con una miniserie que encabezó Gerard Depardieu a finales de los 90. No es un referente intimidante, de forma que El conde de Montecristo pueda cumplir su propósito de alargar esta nueva fiebre por Alejandro Dumas cuando en España, por ejemplo, apenas ha transcurrido medio año desde que se estrenó Milady. Este brevísimo margen comunica con la propia publicación original de Montecristo —apenas un año después de Los tres mosqueteros, entre 1845 y 1846— y con un determinado plan de producción, ya que las manos de El conde de Montecristo son en buena parte las mismas que adaptaron Los tres mosqueteros. Los guionistas de aquel díptico, Alexandre de la Patellière y Mathieu Delaporte, vuelven a escribir El conde de Montecristo. Y reemplazan a Bourboulon como directores.
Ocurre, además, que El conde de Montecristo suscribe el actual empeño de las productoras Pathé y Chapter 2 por construir una suerte de universo cinematográfico a partir de la obra de Dumas. Ya hay en marcha una tercera entrega de Los tres mosqueteros —basada en esta ocasión en la novela Veinte años después—, y dos series derivadas con los títulos provisionales de Milady Origins y Black Musketeer. El sino de los tiempos, aunque De la Patellière se resiste a pensar que El conde de Montecristo pueda dar pie a spin-offs similares. “Dumas sí concibió Los tres mosqueteros con un claro espíritu de serial y su trama se presta a este tipo de cosas, pero El conde de Montecristo no. Para esta película era importante mantener una sensación unitaria, de una sola obra”.
Hablando con elDiario.es, el director y guionista aclara otra gran diferencia entre El conde de Montecristo y el proyecto de Los tres mosqueteros, como es su resolución de adaptar a Dumas en un único largometraje. “Aquí era mejor concentrar la historia en una única película, por un motivo muy claro y es que Montecristo fue concebida como una ópera, en tres actos. Es la historia de una caída y del renacimiento de un personaje a través de la venganza. Nos parecía muy complicado plantar una división en este proceso”, cuenta sobre el proceso creativo en que se embarcaron él y Delaporte. “Hubiera sido como tensar la flecha en un arco sin lanzarla del todo. El público lo habría sentido injusto, así que quisimos limitarnos a una película para recrear esta venganza en su totalidad”.
El discreto encanto de la venganza
Puesto que la novela de Dumas supera holgadamente las 1.400 páginas, a De la Patellière y Delaporte les convenía contar con una película igualmente larga para recrear la historia. Y así ha sido: el metraje de El conde de Montecristo se extiende a las tres horas, y da tiempo a que el drama de Edmundo Dantés sea contado en detalle. Lo que conduce a una nueva y significativa diferencia frente al proyecto de Los tres mosqueteros, que adaptaba la prosa original con numerosas licencias. “Para El conde de Montecristo hemos mantenido una estructura más fiel a Dumas que en Los tres mosqueteros. Había unas directrices muy potentes que debíamos mantener”, concuerda el guionista.
“En Los tres mosqueteros teníamos algo así como dos historias distintas y nos tomamos libertades sobre todo en la segunda parte, para que pudieran convivir los puntos de vista de Milady y D’Artagnan”, recuerda De la Patellière sobre los personajes de Eva Green y François Civil. “En Montecristo, sin embargo, decidimos desde el principio ceñirnos al punto de vista del protagonista y conservar así el espíritu del libro”. De modo que Edmundo Dantés, interpretado por Pierre Niney (Yves Saint Laurent), es el absoluto centro gravitatorio de El conde de Montecristo, contándose con sumo detalle la traición que sufre, su cautiverio en el castillo de If y la posterior venganza que acomete contra quienes le agraviaron, posibilitada por las enseñanzas de su antiguo compañero de celda el abate Faria (Pierfrancesco Favino) y el tesoro que halla en la isla de Montecristo.
El guionista destaca aún así que “quisieron reinventar ciertas partes”. “No tanto sobre la ejecución de la venganza, como sobre la juventud de Dantés. Su familia, su relación con Mercedes”, apunta De la Patellière. Los primeros minutos de El conde de Montecristo plantean de forma efectivamente novedosa las circunstancias de la traición a Dantés, sobre todo en cuanto a su vínculo con la conspiración para traer de vuelta a Napoleón de la isla de Elba. Como en la novela original, son estos compases los que mejor evidencian la fijación de Dumas por la ficción histórica, para que posteriormente esta sea dejado de lado e impere una absorbente descripción de los planes vengativos de Dantés. De la Patellière y Delaporte liman ligeramente la complejidad de dichos planes, pero en general saben mantener la sorpresa y, sobre todo, el atractivo trágico del protagonista.
La película, así las cosas, mantiene el ímpetu narrativo de Dumas —y de Auguste Maquet, ese eterno colaborador que nunca recibió el crédito que merecía—, beneficiándose de la capacidad omnímoda de la historia para seguir seduciendo por mucho que hayan transcurrido casi dos siglos de su publicación original. “Así como Los tres mosqueteros era una oda a un mundo ya desaparecido, Montecristo inauguraba la novela moderna en los albores de la era industrial. También el ideal individualista a través de ese hombre solitario que buscaba venganza, en una historia con la fuerza atemporal de Hamlet. Es una mitología adaptable a cualquier época”.
Hamlet y Montecristo son ambas obras legendarias cuyo motor argumental es la venganza. Y De La Patellière es consciente de su potencia infalible para apelar al público. “La venganza tiene una gran capacidad para que nos identifiquemos con los personajes. A lo largo de nuestra vida nos vamos topando inevitablemente con el resentimiento y con algún tipo de sed de venganza: es un instinto muy animal que puede hacer que nos cuestionemos la moralidad del ser humano”, explica el guionista y director. “En Dantés encontramos un reflejo bastante oscuro del hombre, pues es alguien que se aparta de esta sed de venganza no porque obtenga la capacidad de perdonar, sino porque logra desvincularse del mundo en el que vive. La venganza explota nuestras pulsiones más primarias, y reaparece una y otra vez porque formula preguntas eternas sobre el ser humano”.
De Edmundo Dantés a Batman
El conde de Montecristo es una propuesta bastante continuista con respecto a las dos entregas de Los tres mosqueteros. Algo que se explica por la permanencia de De la Patellière y Delaporte, pero también de la fotografía de Nicolas Bolduc, el montaje de Célia Lafitedupont, el vestuario de Thierry Delettre o la producción de Dimitri Rassam y Ardavan Safaee, principales ideólogos de un evidente intento por insertar la obra de Alejandro Dumas en las ligas del blockbuster. Tanto Los tres mosqueteros como El conde de Montecristo quieren ser, por tanto, espectáculos lujosos y sofisticados, beneficiándose del entusiasmo de sus responsables ante la fuente.
“Todos hemos trabajado en estas películas porque nos devolvían a nuestros recuerdos de la infancia”, admite De La Patellière, afirmando que “Dumas es muy cinematográfico”. Teniendo el mismo ADN que el díptico de Los tres mosqueteros, sin embargo, esta adaptación se las apaña para ser un filme bastante superior, en parte por su desinterés en que la historia se expanda o serialice. El conde de Montecristo puede ser un intento de importar en Francia la actual fiebre de Hollywood por la propiedad intelectual, pero afortunadamente no cae ni en la autorreferencialidad ni en la huida hacia adelante que, por ejemplo, marcarían Marvel Studios y el reciente estreno de Deadpool y Lobezno. El propio De la Patellière es muy crítico con este tipo de cine: “Como gran amante del cine norteamericano creo que hay un exceso de superhéroes y franquicias”.
Montecristo es una película sólida, igualmente carente de las inercias de Los tres mosqueteros con respecto a emular una impronta hollywoodiense en las escenas de acción: frente a los problemáticos planos secuencia que pergeñó Bourboulon, De la Patellière y Delaporte recurren como directores a un enfoque más clásico. Todo desde una fértil disciplina que da sus mejores frutos en cuanto a una gran comprensión del personaje, y los motivos por los que sigue siendo capaz de seducir. En ese sentido, De la Patellière tampoco se va muy lejos de los superhéroes. “Podemos decir que en el siglo XVIII Dumas inventó al héroe enmascarado, sobre todo si pensamos en la figura de Batman: este huérfano que vive en un castillo con su Batcueva y sus traumas”.
“Ni Batman ni Dantés tienen superpoderes, pero sí los medios para ser un vengador. Batman sería una especie de hijo del conde de Montecristo, y nos pareció muy interesante ver los orígenes de esta mitología”, reflexiona De la Patellière. “Solo que, más que superhéroe, yo diría que Montecristo es un superhombre tipo Nietzsche. Los superhéroes buscan hacer justicia, pero aquí hablamos de un vengador con todas las de la ley que solo quiere aliviar el daño que le han hecho… aunque también tenga un lado romántico por ese amor que ha perdido y sigue buscando”. El conde de Montecristo remite, en definitiva, a un tiempo donde los Vengadores podían ser adultos y desafiantes, y a golpe de profesionalidad pura y dura —sin desterrar la fascinación— intenta que vuelvan a serlo.