Maïwenn Le Besco es una mujer de historial delicado, de los que se quiera o no fortalecen. Maltratada por un padre cernícalo y una madre frustrada que quiso hacer de ella una estrella a toda costa, vivió una primera etapa como actriz infantil que a los 12 años le llevó a conocer a Luc Besson, quien contaba veinte más que ella. Con él se casaría siendo adolescente y tendría una hija durante una relación de cinco años que se truncó cuando en 1996 Milla Jovovich le tomó el relevó. Maïwenn cayó entonces en una depresión profunda agravada por la bulimia, se mantuvo dando tumbos y renació hacia una nueva plenitud cuando se sacudió el apellido paterno, se ciñó al nombre de guerra y decidió buscar su sitio tras la cámara. Su tercer largometraje, Polisse, en torno a la brigada policial de protección de menores, se alzaría con el premio del jurado del festival de Cannes de 2011 y se convertiría en un fenómeno en las salas francesas.
El anuncio de una nueva película suya sobre el tormentoso idilio entre una mujer corriente y un seductor profesional, que a decir de la directora debería haber sido la primera de su filmografía si hubiera sabido cómo resolverla entonces, podría despertar pronósticos de revanchismo o, en el peor de los supuestos, afectación victoriana, pero frisando los 40 Maïwenn ya se ha forjado un carácter de pilares sólidos donde al victimismo lo ha sucedido la justa medida.
No eres tú, soy yo
Con un título en castellano que le escamotea matices y precisión al Rey mío original, Mi amor es una película eminentemente femenina desde el momento en que se narra desde el personaje de Emmanuelle Bercot en un trabajo minucioso y espectacular. Y es justamente esa óptica lo que promueve una narración esforzada por comprender al hombre, en este caso un narciso histriónico que compone un Vincent Cassel más atractivo que todas las cosas.
Mi amor pone en juego pasiones intensas y simas emocionales pero no sucumbe al abismo sentimental, elude la tragedia y prescinde de violines para estimular lagrimales. La película empieza con la euforia del hechizo, prosigue en el uso y fatiga del romance y cuando se presagia el rosario de la aurora Maïwenn y su coguionista, Etienne Comar, se emplean en mantener la consideración por el espectador para seguir dando una película sobre lo contrario del amor sin olvidar que muy a menudo lo contrario es el amor mismo. Se trata de cine francés, lo que implica personajes burgueses, pijos perdidos, y al ser francesa es también cine de hablar pero en este caso de hablar por hablar, ya que nada de lo que en ella se dice va a cambiar nada en la vida de estos personajes que armonizan como el azul y el verde, muy difícilmente, aunque cuando lo hacen pueden llegar a lograr la epifanía romántica.
Maïwenn, modulada en su propia experiencia pero también en sus deseos, se define en este trabajo como creyente y practicante de la enfermedad mental transitoria que es el jaleo amoroso, exculpa las penas que le son inherentes, parte y reparte y, como es lógico, procura quedarse con la mejor parte, pero de ninguna manera se deja vencer por sermones que de tan repetidos han acabado por arrastrar no solo a la opinión pública sino también a un gran número de presuntos artistas e intelectuales.
La condición humana
En la presentación de Mi amor durante el pasado festival de Cannes, cuando se le preguntó por la intención feminista de su película, al parecer muy obvia para algunos periodistas que la entendieron como el retrato de una mujer adicta a lo que hoy se llama –con un término que se diría sacado de los quirófanos empresariales donde no cabe relación humana sin provecho o sentido- “relación tóxica”, Maïwenn dejó muy claro que la suya era una película sobre individuos. Dos. Un hombre y una mujer. En todo caso ambos víctimas y cada uno de sí mismo, y se molestó en detallar que sus personajes sienten de manera similar y acaso tienen la particularidad de que lo expresan de maneras distintas.
Es cierto que Mi amor se presta a miradas tendenciosas y oportunistas, pero una vez vista hay que ser muy obtuso para someter la película a los memes en boga que tanto daño están haciendo al verdadero feminismo. En la misma rueda de prensa, por abundar, un periodista sacaba a colación la evangelización constante de sus colegas sobre la importancia de que hubiera películas dirigidas por mujeres en la sección oficial del festival. Maïwenn se pronunciaba asqueada sobre el sinsentido de la paridad: “Es un asunto que se ha puesto de moda desde hace unos años, es insoportable. Las mujeres, las mujeres, las mujeres… ¿Qué será lo próximo? No sé, ¿los marroquíes? Lo único importante es la película. Ni el sexo, ni la nacionalidad, ni nada, lo único es la película”.
Desde aquel primer título suyo como directora, el seudo documental Pardonnez-moi (2006), donde ponía sobre el tapete un buen montón de trapos sucios familiares, Maïwenn lleva diez años poniéndose en riesgo en su obra, entregándonos una parte importante de sí misma en una sucesión de películas imperfectas en la gramática, caprichosas y de una autoindulgencia que la crítica tolera muy mal. Mi amor se mantiene en esa línea. Contiene llamaradas de inverosimilitud y la recorre una metáfora de perogrullo acerca de la reconstrucción. No es de ningún modo una gran película pero exuda energía, y ni siquiera es redonda porque además, sin prescindir de un corte clásico con vetas de frivolidad, elige conducirnos en una estructura de montaña rusa a sabiendas de que en las cosas del querer siempre van a venir curvas. Hay que agarrarse.
Mi amor, que en su título en castellano nos lo está poniendo muy difícil para construir una frase a salvo de guasas, viene a recordarnos que el amor es ciego como un gato de yeso envuelto en un trapo, que es a veces inadecuado e incluso revuelve el estómago, pero que no deja de ser un asunto pertinente y vigorizante que, como los melones, para saberlo hay que abrirlo y que sea lo que dios quiera, nunca los hombres ni las mujeres.