La victoria del neoliberal Ronald Reagan en las elecciones presidenciales estadounidenses de 1980 fue leída por sus partidarios como una victoria del optimismo. En ocasiones, ese optimismo pasaba por la revancha respecto a los fantasmas del pasado (véanse títulos revisionistas de la derrota en Vietnam como Rambo II o la saga Desaparecido en combate) y el recrudecimiento de los conflictos del presente. La Guerra Fría se recalentó. Y eso, en momentos de enorme proliferación de armas atómicas, implicó un miedo al holocausto nuclear.
El Hollywood de los años 80 no solo fue el Hollywood de Los Goonies, sino el de la acción geoestratégica agresiva llevada a cabo a tiro limpio (incluso los jóvenes tomaban las armas en Amanecer rojo, Evasión del norte o Águila de acero). También fue un momento de eclosión de ficciones que desconfiaban de esa doctrina de la destrucción mutua asegurada que hacía que el mundo dividido en dos bloques caminase por la cuerda floja de la extinción. Juegos de guerra o 70 minutos para huir eran un ejemplo de ello. Ambas planteaban un cierto tabú: los Estados Unidos podían ser los primeros en lanzar un ataque nuclear sin provocación previa.
El cine soviético del momento también se empapó de aquel periodo de incertidumbre. Si la exitosa Kin-dza-dza! era una comedia que podía recordar a los tiempos más ingenuos de la ciencia ficción que especulaba con utopías socialistas, la poderosísima Cartas de un hombre muerto escenificaba el fin de la civilización humana. Este último filme supuso el reverso comunista de El día después, el telefilme sobre los efectos de la radiación que concienció a Reagan de las consecuencias de una explosión nuclear. Al parecer, un presidente estadounidense necesitaba un recordatorio audiovisual y protagonizado por compatriotas de los horrores vividos por los habitantes de Hiroshima y Ngasaki.
Entre 1985 y 1990, las relaciones entre EEUU y la URSS se fueron reconduciendo a un clima de mayor concordia. Y aún así, las ficciones sobre finales del mundo o finales de época parecían más que justificadas. Títulos como Días de eclipse y El visitante del museo son representativos de una ciencia ficción que no especulaba con un abrupto fin del ser humano, pero sí reflejaba un clima de expectativas de cambio profundo. La destrucción del muro de Berlín el 9 de noviembre de 1989 fue un símbolo y una constatación del debilitamiento del bloque comunista que concluiría con la disolución de la Unión Soviética a finales de 1991.
Kin-dza-dza! (1986)
Kin-dza-dza!Esta historia de viajes galácticos en forma de comedia puede recordar a la ciencia ficción de principios de siglo XX, a los viajes instantáneos en el espacio o en el tiempo que permiten descubrir sociedades utópicas. A diferencia de la novela Estrella roja, de Alexander Bogdánov, los encuentros culturales entre humanos y extraterrestres no son muy fluidos ni enriquecedores. Porque el planeta Plyuk dista de ser un remanso de paz como los que idearon el mencionado Bogdánov o el socialista estadounidense Edward Bellamy (El año 2000).
Kin-dza-dza! se inicia en clave cotidiana. Después de que un trabajador de la construcción, Vladmir, llegue a casa, su esposa le pide que vaya a comprar pan y fideos. Por el camino, este se encuentra con un vagabundo medio desnudo que le solicita la dirección de la Tierra en un dispositivo de viaje interplanetario. Tomándolo por loco, Vladimir toca el aparato: inmediatamente, se encuentra en un mundo desértico junto con otro transeúnte.
Los protagonistas descubren una sociedad muy basada en la escasez de agua y de combustible. Se examina este nuevo mundo en clave cómica, más cercana a la linea satírica de Jonathan Swift (Los viajes de Gulliver) que a la ciencia ficción dura y circunspecta. Se plantea una crítica del capitalismo, porque en el planeta Plyuk no hay lazos personales que valgan sino que solo prima el interés material. Por otra parte, unos protocolos sociales desaforadamente clasistas sacan de quicio al orgulloso Vladimir. El aspecto medievalizante y el gusto por el humor absurdo puede remitir a las ficciones de Monty Phyton (Los caballeros de la mesa cuadrada), aunque los diálogos suelen ser menos elaborado que en estas, y a los intereses de su antiguo miembro Terry Gilliam (La bestia del reino, Los héroes del tiempo).
Si fantasías apocalípticas como Cartas de un hombre muerto o El visitante del museo cuestionaron el carácter y la manera de vivir de los seres humanos, Kin-dza-dza! es una fantasía más bien complaciente. Aunque algunos dardos pueden estar dirigidos a la burocracia comunista y no solo al capitalismo, el resultado remite a la tranquilizadora novela de aventuras coloniales. Los viajeros parten de una sociedad de la que se sienten satisfechos y buscan regresar el alivio del regreso al hogar, que entienden como el mejor de los lugares posibles (o, al menos, accesibles): un país de presunta igualdad entre todos los individuos.
Cartas de un hombre muerto (1986)
Cartas de un hombre muertoUn veterano trabajador de un museo se ha refugiado en este después del estallido de una guerra nuclear, acompañado de otros compañeros y de su esposa enferma de radiación. Desconociendo el paradero de su hijo, le escribe cartas a la espera de un reencuentro probablemente imposible. Entre las ruinas del viejo mundo, el veterano protagonista intenta rehuir la crueldad de unas instituciones que gestionan la escasez de recursos centrándose en preservar la salud de los más sanos.
Este filme de Konstantin Lopushansky escenifica las semejanzas y similitudes entre los apocalipsis cinematográficos producidos en la URSS y los que llegaban desde los Estados Unidos. El día después o Testamento final ya habían ofrecido miradas desoladoras a la vida después de la explosión de una bomba atómica, pero la propuesta de Lopushansky es mucho más extrema en el apartado estético.
Los diálogos de pesadumbre y abatimiento se combinan con estallidos de intensidad y horror que pueden recordar a la escenificación del caos que planteaba el falso documental The war game, de Peter Watkins (La comuna, Punishment Park), largamente censurado por la BBC. El realizador soviético añadió a este verismo una capa esteticista heredera de Andréi Tarkovski (Stalker) y, a la vez, del expresionismo: filmó las escenas situadas fuera de los búnkeres como podría haberlo hecho Fritz Lang (Metrópolis) si hubiese abandonado los estudios cinematográficos y hubiese pisado las trincheras de gases letales, barro y sangre de la I Guerra Mundial.
En la historia de estos supervivientes refugiados en un museo late una preocupación por la cultura y por el legado que dejan a un mundo que languidece. Emerge el miedo a que las nuevas generaciones no se preocupen de preservar la memoria de lo acontecido. “Sois los últimos humanistas, como mamuts”, les espeta el hijo de uno de los refugiados. La cultura, la religión y la ciencia se mezclan sincréticamente en este duro monumento audiovisual a los horrores de la guerra y la capacidad exterminadora de las armas de destrucción masiva.
Días de eclipse (1988)
Días de eclipseEl escritor Boris Strugatski había participado en el guión de Cartas de un hombre muerto. Pero Boris y su hermano Arkadi eran un brillante dúo de escritores de literatura fantástica cuyas obras ya habían sido llevados a la gran pantalla en anteriores ocasiones. Grigori Kromanov había convertido la novela El hotel del alpinista muerto en una joyita de la intriga desconcertante. Tarkovski había adaptado muy libremente la novela Picnic extraterrestre, origen de Stalker.
Señalado en sus inicios como un posible heredero de Tarkovski, Aleksandr Sokurov (El arca rusa, Fausto) llevó a la gran pantalla otro libro de los Strugatski: Mil millones de años hasta el fin del mundo. Su trabajo de adaptación también fue muy libre: lo que podría haber sido un thriller kafkiano se transformó en un drama de autor recorrido por soterradas corrientes de misterio sobrenatural. Malyanov, un médico destacado en el Turkmenistán, está llevando a cabo una investigación a la que parece incapaz de dedicarse a causa de constantes interrupciones.
Días de eclipse es una apropiación todavía más radical que la que llevó a cabo el autor de Solaris o Andrei Rublev. La capacidad de Sokurov para crear planos de gran belleza y de tensiones sutiles, alternados con tomas de apariencia documental y etnográfica, se impone a los elementos de ciencia ficción. La historia original trata de secretos que no deben ser desvelados y acaba revelando qué fuerzas los quieren preservar. En manos de Sokurov, la trama se difumina y se convierte en algo insinuado y abstracto.
Días de eclipse incluye pocas pero perturbadoras trazas de material explícitamente fantástico, unidas a algunos enigmas y un cierto aire de final de época. Con perspectiva histórica, podemos asociar esta atmósfera al proceso de debilitamiento que estaba sufriendo la Unión Soviética y su vínculo con los países de su entorno.
El visitante del museo (1989)
El visitante del museoEl mismo Lopushansky que rodó Cartas de un hombre muerto filmó otra opresiva fantasía postapocalíptica, El visitante del museo. En ella, nos presenta un mundo que ha sobrevivido un gran desastre ecológico en forma de subida masiva del nivel del mar que ha generado contaminaciones incontroladas. El protagonista es un turista empeñado en llevar a cabo una acción peligrosa, a pesar de que varias personas han perdido la vida en el intento: visitar un museo que ha quedado sumergido y al que solo se puede acceder durante breves periodos de marea baja. A lo largo de su viaje, alterna los paisajes de color rojizo repletos de basura y ruinas con pequeños oasis de (aparente) normalidad como una casa de huéspedes.
A diferencia de muchas pesadillas de hundimiento institucional abrupto y completo, el filme describe un mundo donde la humanidad ha recuperado muchas de sus dinámicas previas. Curiosamente, muchos filmes postapocalípticos producidos en países capitalistas fantaseaban con la desaparición del dinero. En esta ficción realizada desde el capitalismo de Estado soviético, en cambio, la moneda ha sobrevivido... y también la burocracia. La ficción proyecta una mayor confianza en la resistencia del estado de las cosas. Aunque los personajes anticipan nuevos desastres ecológicos que, esta vez, sí pueden ser definitivos. Porque la tragedia no ha hecho cambiar a la humanidad: según dice un hostelero, no se pueden parar las factorías.
El gran cambio que presenta Lopushansky es el nacimiento masivo de niños con anomalías genéticas y deformidades que son internados en campos de concentración. Desesperados, se rinden en masa a un culto contrario a la vida, de simple escape de un mundo en que se les convierte en prisioneros: “Dejadnos irnos de aquí, dejadme irme de aquí”, exclaman. Vuelven a emerger la duda religiosa que tamizaba las decadentes imágenes de Cartas de un hombre muerto, esta vez convertida en uno de los principales tema de la narración.
La existencia de lo que los personajes denominan “degenerados” puede recordar a producciones de Hollywood como El último hombre vivo, en la que el héroe interpretado por Charlton Heston lucha contra una nueva humanidad mutada y sectaria, sin reparar en el trasfondo crítico de la novela que la originó (Soy leyenda, de Richard Matheson). En El visitante del museo, eso sí, se prioriza la contemplación y la reflexión a una acción espectacular que jamás llega.
La manera de mirar de Lopushansky, unida a la actitud de un protagonista interesado por esta religión que le rodea, se separa de los heroísmos bélicos para cuestionar la segregación de los denominados degenerados y los malos tratos que estos reciben. Si el dinero sobrevivió al apocalipsis, también lo hicieron los prejuicios y la tendencia a la exclusión de quien es diferente.