El western es un género que a lo largo de la historia ha sabido reinventarse a sí mismo, ya fuera con Río Bravo (1959) o con la mítica Trilogía del dólar de Sergio Leone. Su época dorada, la de la década de los 50 o 60, ya quedó atrás. Sin embargo, todavía hoy continúa ingeniándoselas para explotar nuevas formas narrativas. De hecho, en La balada de Buster Scruggs no solo hay una película de vaqueros, sino seis.
Los hermanos Joel Coen y Ethan Coen se estrenan en Netflix con una obra que en principio iba a ser una serie, pero que ha acabado transformándose en un largometraje de más de dos horas. Su formato evidencia la intencionalidad del contenido: es en realidad un compendio de seis historias, cada una con sus personajes y su estilo particular. Entonces, ¿por qué no recurrir a la narración episódica? Probablemente, para que compita en la categoría de mejor largometraje en los diferentes festivales.
Aun así, todas tienen un nexo común: la obsesión con la muerte en el lejano Oeste. Esta puede llegar en la horca, con un disparo por la espalda o con un clásico duelo de pistoleros. No es la primera vez que los Coen se adentran en las películas de vaqueros. Ya exploraron el terreno con No es país para viejos (2005), una especie de western contemporáneo, o la adaptación de la novela Valor de ley (2010).
El resultado es lo que podría ser un libro de cuentos de vaqueros adaptado al séptimo arte. Literalmente, porque cada vez que termina una historieta aparece en escena un libro y unas manos que deslizan sus páginas hasta el siguiente escenario. Está muy lejos de ser una película uniforme, pero es justo eso lo que pretendían sus creadores. “No es el fruto de un plan preestablecido. Fuimos escribiendo los diferentes capítulos a lo largo de los años”, explicó Joel Coen a la revista Fotogramas. Continúa diciendo que, debido a los relatos tan variopintos, “el rodaje fue un poco esquizofrénico”.
Y, como refleja el producto final, irregular parece ser el adjetivo más apropiado para definirlo: están desde los Coen de Fargo hasta los de El gran Lebowski. La balada de Buster Scruggs es una especie de Black Mirror del oeste escrito por los dos hermanos que, aunque tiene momentos de genialidad, especialmente en los cuatro primeros capítulos, acaba deshinchándose en el último tramo.
Del humor absurdo hacia la oscuridad
El comienzo de esta balada es ejemplar. Tim Blake Nelson, que repite con los Coen tras O Brother!, encarna al Buster Scruggs que da nombre al título del filme. Se trata de un pistolero que todas las mañanas tiene como costumbre pasear por las montañas de Monument Valley a lomos de su caballo mientras canta y toca la guitarra. No obstante, lo que parece un trovador benigno de sonrisa perpetua y traje blanco impecable, en realidad esconde a un forajido perseguido por la ley al que ningún rival puede hacer frente.
Aquellos que hayan disfrutado con las surrealistas aventuras de El Nota encontrarán en este arranque la mejor de las premisas. Tampoco baja el nivel de surrealismo y entretenimiento con la siguiente, protagonizada por un James Franco transformado en atracador de bancos al que la suerte no sonríe demasiado. La horca le persigue, y estar con la soga al cuello hasta se convierte en algo habitual para el personaje. “Es tu primera vez, ¿verdad?”, pregunta con sorna a otro forajido a punto de ser ajusticiado.
Tras unas dos entregas con la sátira por bandera, el tono cambia por completo. Llega el que quizá es el relato más crudo e inhumano, uno que casi parece sacado de la serie Carnivàle de HBO. El actor Liam Neeson interpreta a un empresario ambulante que va de pueblo en pueblo mostrando su particular teatro de los horrores. Solo cuenta con un integrante: un artista sin extremidades que recita pasajes de Shakespeare y la Biblia. Si la trama de James Franco puede ser ¡Ave, César!, en esta ocasión se da un volantazo narrativo hacia A propósito de Llewyn Davis.
También notable es el papel de Tom Waits como un metódico e incansable buscador de oro. Su cuento devuelve un poco de luz a la oscuridad, ya que mezcla ternura y amor por los animales por partes iguales. Principalmente entrañable es el momento en el que este roba huevos del nido de un búho y, ante la atenta mirada del ave, comienza a devolver todos menos uno. Por momentos, el largometraje se convierte en un monólogo de Waits donde apenas hay guion más allá del visual. Y, lo mejor, es que no necesita más líneas para que el espectador logre empatizar con lo que ve.
Un epílogo que empaña el resto
A falta de dos capítulos todavía resta una hora de película, y es en este punto donde comienzan los problemas. Zoe Kazan es responsable de la única historia que gira en torno a una mujer. Es la más duradera, pero también la menos atrevida y, como consecuencia, la que menos sorprende.
Se aprecia la intención de fabricar un relato cocinado al mismo ritmo que en Valor de ley o Slow West (a pesar de que este no sea de los Coen), pero el conflicto de Kazan no se desarrolla lo suficiente como para generar una gran conexión. Y no porque esté carente de contenido, sino por todo lo contrario. Es un capítulo con aires de largometraje que bien merecería una obra por sí solo, con todos los matices que ello conlleva. En cambio, lo que se ofrece parece ser la sinopsis apresurada de una aventura completa.
Y, cuando el espectador piensa que quizá puede remontar con una última bala en la recámara, el epílogo termina por enterrar las buenas intenciones con las que comenzaba esta balada. Además, la premisa (que no el contenido) parece casi calcada de otra película: Los odiosos 8. El relato comienza con varias personas a bordo de una diligencia que discuten acaloradamente sobre sus evidentes diferencias, tanto de clase social como de temperamento.
Quizá sea por el contraste con respecto a los compases iniciales, o quizá por la extraña sensación de estar viendo una serie en forma de maratón, pero más que un cuento acaba siendo una enciclopedia de conceptos sin alma.