Era uno de los líderes de la renovación del lenguaje cinematográfico de una Europa que comenzaba a mirar de lejos la II Guerra Mundial. Jean-Luc Godard había estado en la cresta de la ola con Al final de la escapada, su primer largometraje. En la segunda mitad de la década siguiente, sus experimentaciones sobre la forma cinematográfica comenzaban a desbordar los corsés del mundo audiovisual comercial.
Estrenada en el Festival de Aviñón el 3 de agosto de 1967, La chinoise no fue exactamente el inicio del fin del Godard que podía ser, a la vez, un vanguardista y un fenómeno pop. Sí fue, en todo caso, parte de ese proceso. Y supuso el inicio de sus años de mayor experimentación sobre lo que debería ser el cine político, o el cine realizado políticamente.
Para ello, el cineasta franco-suizo no rompió con su pasado. Al fin y al cabo, ya había lanzado algunos dardos políticos a través de El pequeño soldado, una película que aludía a la lucha argelina por la independencia (su mismo autor acabaría considerándola una obra desafortunada e incluso “fascista”). El franco-suizo también había recogido críticas a la sociedad de consumo en Dos o tres cosas que sé de ella. Además, Godard basó su película en un grupo de jóvenes en la periferia del sistema, en una especie de giro ideológico de su anterior producción Banda aparte.
Para La chinoise, se inspiró libremente en una novela de Fiodor Dostoievski, Los demonios. En el filme, cinco chicos y chicas debaten sobre los desafíos políticos de su presente, sobre la guerra en Vietnam o las tensiones entre la Rusia soviética y la China de la Revolución Cultural. Hablan de deseos de cambio radical, de una juventud que rechaza la formación universitaria convencional y el capitalismo. La apuesta por la lucha armada les acaba dividiendo.
Revolución de colores pop y discursos airados
Godard nos presenta a los personajes haciendo suyo un apartamento lleno de recortes de periódicos, murales, pintadas... Es habitual oír a los personajes declamando, con tono variablemente airado, discursos extraídos del Libro rojo de Mao o de publicaciones izquierdistas de la época. La propuesta combina el montaje dinámico y el tiempo muerto de una manera muy particular.
Estéticamente, La chinoise conservó el atractivo colorismo de los filmes del realizador en esa época. La cultura pop, las viñetas de cómics Marvel, se yuxtapusieron a las proclamas marxistas, la música clásica y un despliegue de recursos siempre ajenos a los peajes del thriller: caben tanto escenas de falso documental, con los personajes interrogados por un reportero invisible, como performances sobre el conflicto en Vietnam. E incluso una canción de melodía ligera y letra revolucionaria: Mao, Mao.
En muchos de sus filmes, Godard insiste en la idea de la búsqueda. En esa época, el cineasta ensayaba maneras de abordar la política desde sus películas. Sin una ruptura absoluta, pero haciendo las cosas “de otra manera”, “en medio de una confusión”, según explicó. En el posterior cortometraje Cámara-ojo, un monólogo en primera persona realizado para el filme grupal Lejos de Vietnam, el realizador se mostraría humilde: no podía entender la realidad de una guerra en el sudeste Asiático desde París, así que su aportación debía ser artística. “Mi lucha personal es una lucha contra el cine americano, contra el imperialismo económico y estético del cine americano”, afirmaría.
En paralelo a los discursos políticos de La chinoise, encontramos algunos guiños personales. Por ejemplo, a la relación de Godard con la actriz protagonista, Anne Wiazemsky, que luego fue su esposa y acabaría reconvirtiéndose en escritora. En otro momento del filme, el joven militante que esta siendo denostado por ser demasiado pactista defiende Johnny Guitar, un western admirado por el cineasta. ¿Godard se burlaba de un posible aburguesamiento cinéfilo, de la inflexibilidad de los entornos militantes, o de ambas cosas a la vez?
Una recepción discutida
Las diatribas del personaje de Guillaume, un intenso actor teatral interpretado por Jean-Pierre Leaud, hablan de ruptura con un comunismo domésticado representado por el gobierno soviético y el Partido Comunista Francés. Su compañero Henri, en cambio, optaba por volver al PCF. El mismo Godard declaró simpatizar con Guillaume, y se sorprendió al constatar que la posición de Henri acabó resultando más convincente de lo previsto. Si el cineasta quería respaldar a sus jóvenes radicales, el resultado permitió lecturas muy diversas. Los círculos maoístas del momento lo consideraron un ataque. En cambio, Wheeler Winston Dixon (autor del ensayo The films of Jean-Luc Godard) afirmó que la película abraza las enseñanzas de Mao de manera “alarmantemente naif”.
La mirada a la violencia política también ha suscitado comentarios enfrentados. La representación fuera de plano de todas las muertes que tienen lugar en el filme puede interpretarse en clave apologética: invisibilizar los efectos humanos de los atentados puede facilitar su aceptación. Por otra parte, Godard filma con distancia irónica que los jóvenes se equivocan de objetivo en su primera acción armada. Como era de esperar, algunos maoístas se sintieron ridiculizados.
El cineasta ofrece elementos para el debate en una conversación entre una de las revolucionarias de ficción y François Jeanson, un filósofo real que fue condenado a prisión por su apoyo al Frente de Liberación Nacional argelino. Jeanson defendía que la lucha armada solo tenía sentido con un fuerte apoyo popular. Quizá él cae en un cierto paternalismo y en una cierta parálisis (el crítico Román Gubern escribió que Janson da una imagen “triste, impotente y penosa”), pero ella habla de la violencia sin preocuparse de las posibles víctimas de su bombas ni de la opinión de las masas por las que lucha. De nuevo, la propuesta desbordaba los renglones de la propaganda, la exhibición de certezas.
La explosión de malestar que Janson veía lejana se hizo real unos meses después del estreno del filme. El aumento del desempleo fue resquebrajando un cierto pacto implícito de paz social a cambio de trabajo. Y esos estudiantes descontentos que asomaron en La chinoise acabaron siendo protagonistas del conato de insurrección de mayo del 68.
Godard filmaría cortometrajes militantes denominados Ciné-tracts, junto con otros cineastas, a pie de huelgas y manifestaciones. Posteriormente, se diluiría en el colectivo Dziga Vertov. Desencantado por la limitada circulación del cine explícitamente militante, acabaría ensayando una variante posibilista junto con Jean-Pierre Gorin: Todo va bien, un filme de amor y huelgas con Jane Fonda.