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Contra los 'placeres culpables': por qué no debes sentirte mal si eres progresista y te gusta el cine hollywoodiense

Hace escasos años, el investigador Faustino Sánchez programó un bot a la que bautizó como Mecanocrítica. Se trataba de una máquina generadora de críticas de cine en la que el usuario apuntaba el nombre de la película y las estrellas con las que valoraba un filme, y la Mecanocrítica elaboraba un artículo perfectamente legible. Sin más intervención humana.

La Mecanocrítica no era más que un juguete, una broma dirigida a la prensa cinematográfica. Pero también era una llamada de atención: si la crítica cultural se acomoda en frases hechas y recicla lecturas ajenas, el discurso se empobrece. Hasta el punto de que un bot, adoptando frases hechas y datos de portales como IMDB o Filmaffinity, puede elaborar una crítica de cine sin que intervenga persona alguna.

En la crítica cultural existen infinidad de lugares comunes. Desde expresiones que de tan manidas se vacían de significado -¿Cuántas veces hemos leído en una crítica cosas como 'Cine con mayúsculas'?-, a conceptos que de tan repetidos se asumen como verdad -Goebbels estaría orgulloso de aquello de 'el mejor cine se hace en televisión'-.

Y justo contra estos se propone batallar Pedro Vallín en ¡Me cago en Godard!. Un ensayo publicado por Arpa editores, de tono distendido y prosa ágil, que reflexiona sobre la naturaleza política del cine, el origen popular de la industria norteamericana y la tendencia narrativa del protagonismo burgués en el relato europeo, así como el sentido último del concepto de 'placer culpable'. ¿Es el cine hollywoodiense por naturaleza más conservador que el europeo?

De placeres culpables y otros falsos mitos

“Este libro es, ante todo, una reivindicación del gusto popular”, confiesa el periodista y escritor Pedro Vallín a eldiario.es. Su ¡Me cago en Godard! no es -como se podría pensar- una impugnación del cine de autor europeo. Tampoco es que su autor tenga algo personal con el director de La Chinoise, contra quien profiere la imprecación altisonante del título. De hecho, ni siquiera reniega de la Nouvelle Vague : le gustan Truffaut, Varda y Demy. Hasta dice disfrutar de los cuentos de Rohmer.

El título es una falsa blasfemia para llamar la atención. Una estrategia, un anzuelo para cinéfilos de todo tipo. Porque su autor está harto de sentirse culpable, tras haberse dedicado durante años al periodismo cinematográfico y haber reflexionado largo y tendido sobre él. De sentirse mal por disfrutar de los apocalipsis de Roland Emmerich, la épica cotidiana de Ron Howard -convertido en parodia por Los Simpson- , y de los blockbuster superheroicos, ya fueren de Marvel o DC.

El ensayo de Vallín es un tratado contra la solemnidad en la crítica cultural. Su estilo abunda en el humor y no se toma especialmente en serio. Pero también apunta hacia un estado de la cuestión que sostiene que el carácter marxista de la crítica contemporánea tiende a menoscabar el alcance progresista de las películas norteamericanas. Según Vallín, es un lugar común como cualquier otro pensar que el cine hollywoodiense es por norma más conservador y de derechas que el europeo.

“La crítica, aquí, no ha desterrado el mito judeocristiano del placer culpable”, explica. Se refiere a aquella expresión que utilizamos para afirmar que algo nos gusta pero con la boca pequeña. Algo que disfrutamos pero cuyo goce nos da vergüenza reconocer en público.

Es un mecanismo de aceptación social: se otorga más prestigio el afirmar que te gusta la última de Woody Allen que la última de Adam Sandler. Así que si en realidad te deleitas más con la del segundo, es probable que recurras al silencio o a disculpar tus gustos como un 'placer culpable'.

“Eso tiene mucho que ver con la herencia religiosa de que la redención se alcanza a través del dolor. Ese autoinflingirse sufrimiento para sentirse salvado”. Él, por contra, “quería reivindicar la ligereza como una forma de comprender y habitar el mundo que no tiene porque ser desinformada ni banal”.

Adiós al 'autor'

Para empezar su revindicación del cine norteamericano y la concepción comercial e industrial que este configura, ¡Me cago en Godard! reflexiona sobre el concepto de autoría que asimilamos como espectadores. Y enfrenta la naturaleza individualista de un genio creador, a la sensibilidad colectiva y de carácter más bien proletario de los protagonistas del cine primigenio, cuando el cine mudo era el principal motor de una industria cuando esta empezaba a caminar.

“Planteo un combate contra el artisteo, digamos, contra querer convertir el cine en la expresión de la voluntad y el ingenio de una sola persona: ese director-autor intocable”, explica. Hay, según él, una forma de hacer esencialmente democrática y horizontal en el cine de entretenimiento que el prestigio de la marca 'autor' contraviene. Francis Ford Coppola, que hace escasos días afirmaba que el cine de superhéroes era algo “despreciable”, también sostenía que era director de cine porque era el único lugar dónde podía ser un dictador.

“Toda la idea de autoría viene, como explica el filósofo Javier Gomá, de un constructo del romanticismo que establece que la expresión última del ser humano es el genio, el artista”, argumenta Pedro Vallín. “Esta idea del autor encuentra un vehículo perfecto en las sociedades modernas por el componente individualista que tiene la democracia liberal. Y en ese sentido se da una paradoja alucinante: el cine de autor es una expresión paradigmática del individualismo liberal. En cambio, ¡el cine industrial es una fórmula más republicana y horizontal de trabajo!”.

Esto sucede porque, según el periodista, “cuando endiosas al 'autor' y construyes toda una estructura que depende de la voluntad de una sola persona, se crean las variables de jerarquía y poder óptimas para que ocurran los abusos”.

Clichés del viejo oeste

Para armar su reivindicación del alcance político de carácter progresista del cine norteamericano mainstream, Pedro Vallín propone un repaso sui géneris a la historia del cine reciente. O más concretamente a los arquetipos narrativos que el séptimo arte viene reutilizando desde su mismo nacimiento.

Y si hay dos géneros realmente influyentes en la construcción de los arquetipos del cine comercial norteamericano esos serían el western y, en la actualidad, el cine de superhéroes. El primero, por nacer casi al unísono del medio y adaptarse tan irremediablemente a la construcción del mito de la identidad política de un Estados Unidos en conquista de lo desconocido. Y el segundo, por galvanizar debates políticos absolutamente actuales y hacerlos digeribles en tanto su condición de cultura pop.

“Sospecho que el western es un género tan del gusto del público conservador y de derechas porque reivindica una realidad histórica en la que hay libertad para practicar la violencia”, afirma Vallín.

Pero más allá de su capacidad para alentar la fantasía de poder viril, “la historia del western es en esencia la de cómo se civilizó el oeste”, explica. Y su esencia política se resume en una idea: “¿quiénes han sido siempre los villanos en el western? No es cierto que hayan sido los indios, pues su presencia es realmente limitada. Esta figura narrativa está reservada siempre para el millonario: el terrateniente que se puede pagar pistoleros, el del ferrocarril, el empresario de la minería del oro... es el poder económico quien siempre acogota a la precaria ley”.

Mientras que, por norma, “el bien a proteger siempre es el pionero menesteroso que intenta ganarse la vida. El western está del lado del débil y del lado del que necesita de la ley. Y aparece entonces un deus ex machina, normalmente, que es un pistolero que llega a poner orden”. Ese Clint Eastwood que todos tenemos en la cabeza. “En un espacio donde campa la violencia, la ley del más fuerte es la ley del más rico y el pistolero anónimo existe para poner freno a eso”.

Hoy, sin embargo, Clint Eastwood tiene 89 años y, aunque sigue empeñado en empuñar el revólver, ya no goza de la misma capacidad de epatar al público. Es posible que él mismo firmase la acta de defunción de esta cuando interpretó al Bill Munny en Sin Perdón. Hoy quien defiende la ley y protege a la clase obrera suele vestir capa y mallas.

Working Class Superheroes

Working Class Superheroes“El imperio del arquetipo del superhéroe en el cine tiene que ver con las posibilidades tecnológicas y la necesidad de crear productos incomparables con lo que puede producir una plataforma televisiva. Es una necesidad de la industria”, argumenta Vallín. “Y eso hace que a menudo la crítica recurra a un cliché fatal: es un cine conservador porque es americano, tiene efectos especiales y le gusta a la gente”.

Sin embargo, el autor de ¡Me cago en Godard! propone una lectura progresista del fenómeno superheroico por varias razones. “Para empezar el género nace dibujado por gentes de clases populares para clases populares. En su génesis está la clase obrera: es la encarnación de todo eso que necesitamos pensar que existe”, cuenta.

“De hecho, los cómics de superhéroes son la vanguardia del antifascismo antes de que Estados Unidos entre en la Segunda Guerra Mundial. Roosevelt no quería entrar en la guerra y Daredevil y el Capitán América ya habían publicado portadas combatiendo a Hitler”.

Sin embargo, el equívoco parte de que en una sociedad democrática el concepto de un individuo que detenta más poder que el resto es problemático, porque puede abusar de dicho poder. Si el ciudadano es soberano, y las democracias son expresiones de soberanía colectiva, tener el poder de destruir una ciudad con la mirada resulta conceptualmente conflictivo.

“Este arquetipo no ha huido jamás de debatir esa problemática. Frank Miller en su El regreso del Caballero Oscuro ya abordaba la complejidad de ser un superhéroe en el momento contemporáneo. Y el relato de superhéroes trazado por Hollywood reflexiona todo el rato sobre la condición paradójica del mismo”.

Para ello, ofrece ejemplos: “Iron Man que siempre se ha enfrentado a reflejos de sí mismo. ¡El villano de todas sus películas es un industrial de su mismo sector! Lex Luthor es un millonario enfrentado a un tipo de Kansas, Kingping un mafioso enfrentado a un abogado ciego. Civil War, por ejemplo, debate si las personas con cierto poder deben o no deben estar sometidas a un control por parte del Gobierno”, enumera.

En ese sentido, según el autor, “estamos hablando de una narración terriblemente consciente en lo político del país en el que vive, de las derivas sociales. Son tan sensibles a la realidad social estadounidense que a veces resultan ser hasta augur de lo que ocurre”.

Por todo ello, Vallín sostiene en su libro que los arquetipos del cine norteamericano de ayer y hoy se sostienen realmente sobre premisas progresistas. Versan sobre la lucha de clases o reflexionan sobre la seguridad frente a la anarquía, el bienestar público frente al privado.

Y sí, son superhéroes y cowboys y no trabajadores de una fábrica. Pero eso no convierte a su cine en portador ni defensor de una ideología neoliberal. Ni al consumidor en un borrego al que inoculan ideología conservadora sin más. Podríamos pensarlo la próxima vez que nos sintamos culpables por ver una película repleta de efectos especiales armado de un bol gigante de palomitas.