No es un chiste: David Lynch preguntó a su psiquiatra si la terapia podía afectar de alguna manera a su creatividad. “David, tengo que ser sincero contigo –le contestó el hombre–. Podría ser”. Y el cineasta no volvió a aparecer por su consulta. La ciencia médica perdió un caso de estudio único en su especie, pero el resto del mundo ha ganado una de las filmografías más radicalmente libres de la historia del cine. También de las más complejas.
1. Arte degenerado
La obra de Lynch se resiste a ser encasillada en géneros canónicos. No es que le guste violentar las normas, es que ni siquiera le importa demasiado el asunto. De existir una categorización válida para su cine, sólo existe en su cabeza. Puede que para el resto de los mortales Corazón salvaje (1990) sea una frenética y atípica road movie, pero para el director nacido en Montana no es más que una comedia violenta. Terciopelo azul no juguetea con los tópicos del cine negro, como sospechábamos, sino que es un inmaculado ejemplo de cine “vecinal”, de lo que se deduce que el temible Frank Booth interpretado por Dennis Hopper no es la encarnación del mal, sino un pobre enamorado que no sabe cómo demostrarlo.
Y Twin Peaks –aquí sí puede haber consenso– es un folletín televisivo que tiene lugar en una ciudad de ensueño “donde querrías ir a partir de las diez de la noche”. Sobre una de sus películas más opacas, Carretera perdida, Lynch se limita a señalar que se trata de una “fuga psicogénica”. Inland empire, su último largometraje, es simplemente una película sobre “una mujer metida en problemas”. Cabe deducir, por tanto, que el secreto para comprender a Lynch es dejar de pensar en sus películas como obras cinematográficas y mirarlas como cuadros que uno contempla en un museo –sin información alguna sobre el contexto ni la obra– y que acaban por disparar la imaginación en los sentidos más inesperados.
2. El pescador de ideas
Lynch es un artista total y no un cineasta de vocación. De los cuadros que pintó durante su etapa en la Academia de Bellas Artes de Pensilvania parecían surgir sonidos, olores y sabores que el pincel no era capaz de reflejar. En su búsqueda de la perfecta pintura en movimiento se topó con el celuloide, que también le sirvió de asidero para explicar –y explicarse– las ideas que surcaban su atribulada cabeza y que era incapaz de articular verbalmente o mediante cualquier otra forma de arte. No es que desprecie un buen argumento, por intrincado que sea, pero lo considera al menos tan importante como las emociones e intuiciones, que nunca han de permanecer constreñidas a un guión previo, ese “asesino de películas” que mata el potencial de abstracción del arte.
A diferencia de otros cineastas, Lynch no encuentra la inspiración en los sueños. Tampoco en la vida ni en el arte ajeno. Su proceso creativo suele comenzar con una idea de la que se enamora y que atrae a su vez a otras, no necesariamente relacionadas, hasta que se conforma un magma difuso con posibilidades cinematográficas. Su numantina resistencia a explicar el significado de sus películas ha crispado los nervios de cientos de entrevistadores y ha puesto al limite la capacidad de interpretación y deducción de su público, empeñado en comprender una obra que no pide ser comprendida. Tampoco garantiza el éxito asirse al carácter simbólico de objetos y personajes porque, cuando lo tienen, es frustrantemente aleatorio.
Lynch entiende el cine como un arte abstracto sobre el que debatir y trazar nuestras propias conclusiones. Si son correctas o no, probablemente no lo sabremos nunca. Le incomoda que la crítica trate de presentar su obra mascada a los espectadores, principalmente porque parte de la base de que el propio público es surrealista.
3. La masa sanguinolenta
“Si vieras a un hombre que se golpea de forma repetida contra un muro hasta quedar reducido a una masa sanguinolenta, al rato te reirías porque la cosa es estúpida”. ¿Cómo se nos ocurre pensar que el arte ha de tener sentido cuando la misma vida no lo tiene? El cine de Lynch está impregnado de un particular sentido del humor, que celebra este sentimiento vital de lo absurdo. El perro más enfadado del mundo, la tira cómica que dibujó durante 10 años, nació de su empeño por contrarrestar la frustración, la desesperación y la rabia con unas gotas de humor vitriólico. La infelicidad y la ignorancia le fascinan hasta el punto de sacar petróleo creativo de ellas, como prueba la serie de animación que publicó en su web, Dumbland, tan increíblemente absurda como violenta.
4. Sigue rascando
Esta obsesión enfermiza por la banalidad no excluye una irrefrenable atracción por excavar por debajo de la superficie de personas y cosas hasta toparse de bruces con lo desconocido, verdadero leitmotiv de su filmografía. Quizá el ejemplo más paradigmático sea Lumberton, la pacífica localidad estadounidense donde se desarrolla Terciopelo azul, que está corroída por la ponzoña, y en la que hasta el sexo deviene en 'desglamourizada' amenaza. Pero toda la filmografía de Lynch, salvo excepciones como Una historia verdadera, ha de ser entendida como perturbadora apología del misterio, puerta de acceso a un mundo regido por normas y leyes alejadas de la lógica, en la que rostros (Carretera perdida) e hilos narrativos (en Mulholland Drive) cambian sin avisar.
5. Monstruos como nosotros
Mel Brooks le llamó una vez “el Jimmy Stewart de Marte”, seguramente porque tras esa apariencia física impoluta siente una atracción enfermiza por los personajes abollados. El cine de Lynch esquiva a las personas felices. Prefiere sembrar el camino de trampas sólo para ver cómo sus personajes son capaces de salir del paso. Henry Spencer, el protagonista de Cabeza borradora, se ve obligado a asumir la paternidad de un bebé mutante surgido de un parto completamente anormal. A su versión de El hombre elefante, en cambio, le son vetados todos los placeres de la vida a causa de su condición física. John Merrick es el monstruo a los ojos de la mediocre burguesía biempensante, pese a encarnar los valores más puros. Merrick y Spencer son dos de los personajes con los que Lynch se siente más identificado.
En el camino se quedaron otros bellos monstruos, como el Ronald d'Arte de su guión inédito Ronnie Rocket, un diminuto pelirrojo con evidentes problemas mentales y la necesidad perentoria de conectarse a una fuente de corriente eléctrica. Pero el cineasta no persigue el morbo a la hora de mostrar disfunciones físicas o mentales en pantalla. Al igual que el fotógrafo Joel-Peter Witkin, encuentra la belleza en la anomalía. ¿Una fascinación inmoral? No, para Lynch inmoral es la cena familiar de Fiebre del sábado noche (John Badham, 1977) en la que a Tony Manero le caen collejas paternas cada vez que abre la boca.
6. Con Eisenhower se vivía mejor
Lynch siente una melancólica fascinación por los años de su niñez, que ha replicado en gran parte de su filmografía, desde los diseños arquitectónicos a los flamantes automóviles de la época; esa idílica década de los 50 en la que cualquier meta podía alcanzarse. Eso sí, trata de no mencionar en su presencia los años setenta si no quieres que se le agríe el café. Lynch pasó parte de esa década en una zona industrial y desolada de Filadelfia, muy cerca de la casa donde vivió Edgar Allan Poe, pero también de una morgue... Se le disculpa que acabara desarrollando extrañas manías como coleccionar ratones muertos. Sus reminiscencias de estos años están teñidas de violencia, odio, furia, de una sensación de peligro constante, que plasmó en unos cuadros poblados de extrañas figuras y mujeres mecánicas, pero también en su película más autobiográfica, Cabeza borradora.
Lejos de los simpáticos enredos matrimoniales con los que nos conquistó George Cukor en los cuarenta, Cabeza borradora constituye el Historias de Filadelfia particular de David Lynch. Uno de los personajes de la película explica muy bien el tránsito entre ambas décadas: “¡Treinta años! He visto cambiar este vecindario desde los días de las praderas hasta el agujero infernal en el que se ha convertido”.
7. ¡Hey Ho, let's go!
De esa idealización romántica de los años de su niñez, se nutre otro de los elementos clave de sus películas: la música. Lynch no tiene conocimientos técnicos, pero ha alcanzado una simbiosis perfecta con Angelo Badalamenti, que traslada sus intuiciones al pentagrama; una feliz asociación que se remonta a Mysteries of love, canción incluida en la banda sonora de Terciopelo azul en la que también se puede escuchar el clásico de los cincuenta Honky Tonk part I, de Billy Doggett. El cineasta considera que el rock'n'roll se ha diluido en tantas mezclas distintas que ha acabado por resultar inocuo. Seguramente por eso le vuelven loco las canciones de los Ramones, que en tantos sentidos representan una vuelta a las raíces.
8. Píntalo en blanco y negro
Dune, su fallido salto al cine más descaradamente comercial, es la película de la que David Lynch se siente menos satisfecho. Siempre quiso que su fotografía fuera de tonos muchos más apagados pero el productor Dino de Laurentiis no paraba de exigirle “luz, luz y más luz”. Freddie Francis, contratado como operador jefe para la ocasión, solía asegurar en broma que en la imaginación de Lynch no había matices intermedios entre el blanco y negro. Puede parecer una exageración, pero el mismo director ha llegado a confesar en alguna ocasión que percibe los sonidos en forma de colores acromáticos.
En los primeros cortos y filmes de Lynch, los contrastes entre el blanco y el negro simbolizan una escapada del mundo real, pero también sirven para enfatizar las emociones, en línea con algunas de sus películas favoritas, como Ocho y medio (Federico Fellini, 1963) o El crepúsculo de los dioses (Billy Wilder, 1950). Nunca le volvieron loco las películas en color, con alguna notable excepción como la experimental Deep end (Jerzy Skolimowski, 1970). En el universo lynchiano, tan importante como el color, o su ausencia, es el empleo de texturas. De alguien que siente fascinación por los gatos disecados y que llegó a rasurar un ratón porque le parecía “bonito” no cabe esperar otra cosa que un bombardeo visual de cristales rotos y pistolas; sudor, sangre y saliva; humo y mugre.
9. Adiós a las grandes ligas
A pesar de colores, misterios, texturas y depravaciones, Lynch nunca pretendió que su obra se convirtiera en objeto de culto para minorías. En las entrevistas concedidas tras Cabeza borradora ya expresaba su firme deseo de adentrarse en el mainstream, siempre que pudiera mantener a salvo su integridad, y, aunque parece no importarle volver a rodar películas en 16 milímetros en el garaje de su casa, aún permanece hechizado por el embrujo de una sala de cine a oscuras.
En Hollywood no parecen profesarle el mismo cariño. Su última película, Inland empire, fue rodada a lo largo de tres largos años en vídeo digital con una cámara Sony PD-150. Han pasado otros siete, en los que ha repartido su tiempo en discos, cortos y su delirante cuenta de Twitter, pero no parece probable que vuelva a estrenar un largometraje por la vía tradicional. Al menos, no de inmediato. Mientras tanto, vive entregado en cuerpo y alma a otra de sus grandes pasiones.
10. Camina conmigo
El pescador de ideas asegura sentirse en paz consigo mismo desde que hace más de 30 años comenzara a practicar la meditación trascendental. En 2005 creó la Fundación David Lynch para la Educación Basada en la Conciencia y la Paz Mundial y, desde hace años, va donde lo invitan para convencer a la gente del poder, energía y amor que tienen dentro de sí mismos, aunque no lo sepan.
La última de las paradas le ha traído esta semana a Madrid, en el marco del festival multidisciplinar Rizoma, con la loable intención de aliviar “la situación de incertidumbre que viven los jóvenes españoles debido al desempleo”. Puede parecer ingenuo pero, en un país en el que la ministra de Empleo recurre a la Virgen del Rocío para salir de la crisis, cualquier otra solución es bienvenida, por muy lynchiana que sea.