Sin City fue uno de los destinos favoritos para los espectadores españoles durante la temporada estival del año 2005. Estrenada el 12 de agosto de tal año, llenó las salas de aquellos deseosos de contemplar cómo los trazos del universo dibujado por Frank Miller se proyectaban en un plano (hiper)real gracias al andamiaje ofrecido por Robert Rodríguez. En total, algo más de un millón de espectadores en sus dos meses y medio en cartel, que al cambio se traducen en 4,9 millones de euros de recaudación. Si lo sumamos al resto del montante mundial, la bolsa final se acercaba a los 159 millones de dólares, que resplandecían ante los 40 millones en los que se presupuestó su realización. Las arcas de la Ciudad del Pecado estaban más que saneadas.
No debía sorprender un balance tan positivo para el filme, que ya había epatado a una platea tan (en apariencia) escéptica como la del Festival de Cannes, de donde regresó con el Gran Premio Técnico que reconocía su “potencia visual”. En un esmerado ejercicio de caligrafía audiovisual, la traslación del comic homónimo (de tres de sus tomos, hablando con propiedad) invitaba a su audiencia a sumergirse, como presa de un agudo síndrome de Stendhal, en el mundo de bitonalidad extrema que Frank Miller plasmara sobre el papel. Un mundo de alto contraste en lo estético y lo moral, de líquidos blancos nucleares y negros abismales, concebido como interpretación paroxista de los tropos del género noir. Un mundo que parecía irrepresentable en otro formato que no emanara de la tinta.
Mientras esta se mantuviera fresca, no habría problema.
Doce años después, el pigmento parece haberse no ya secado, sino evaporado, a juzgar por el difícil encaje que el mercado español le ha dado a Sin City: Una dama por la que matar, su tardía secuela: fuera del circuito de exhibición en salas y directo a Netflix, en cuyo catálogo asomó sin promoción el 18 de diciembre de 2017. Un lanzamiento invisible y con más de tres años de retraso con respecto al de su país de origen, donde recibió un severo correctivo propio de cualquiera de los brutos antihéroes que la pueblan: apenas 39 millones recuperados de los 65 invertidos, un descalabro previo al olvido más hiriente.
Hiriente y, por qué no, paradójico, sumida la industria en un movimiento de eterno retorno al pasado, de complaciente nostalgia.
Las limitaciones autoimpuestas del copista
El primer Sin City cinematográfico nació en los albores de la nueva era del digital, por el empeño de Robert Rodríguez por plantearse un desafío técnico sin precedentes. Adaptar un material tan deudor de su soporte original como esta cabecera, demasiado esquinada como para ser moldeada por Hollywood sin filtrarse su esencia (no en vano, Miller concibió el tebeo como airada peineta tras salir escaldado de la industria) se antojaba el reto perfecto para el troublemaker tejano.
Las arquitecturas de Basin City (nombre completo que recibe la ficticia localización) no podían simularse en el mundo real, en tanto había surgido del rechazo a esa misma realidad. Había que recrearla de cero, lo que permitió al realizador deconstruir el proceso cinematográfico hasta reducirlo a la mínima expresión, un entorno forrado de pantallas verdes y crucetas sobre el que bosquejar el contenido del plano.
Pero lo abrumador de la experiencia estética delataba también cierta fragilidad de la propuesta. La mano de Rodríguez se limitaba a imbricar las historias en una estructura cohesionada, sin cuestionar la prolija narración en off que, era evidente, no se ajustaba al medio. “Podría reescribirlo y cambiarlo completamente y convertirlo en algo distinto, pero ¿para qué? No lo vas a mejorar, solo lo estarías haciendo de una manera distinta. Y estaba ya tan bien como estaba...”, afirmaba el sanantoniano con su condición de copista asumida.
Pese a lo flamígero de su puesta en escena, esta quedaba siempre supeditada a la palabra de Miller, la verdad última, la valedora de todos los halagos. A ella, de acuerdo, y a intérpretes en estado de gracia, como un titánico Mickey Rourke, que hacía exhalar vida a esa gárgola con gabardina que respondía al nombre de Marv; y a estrellas que disfrutaban de su recorrido ascendente en el firmamento, tales que Jessica Alba, Clive Owen o Josh Harnett.
Todos ellos se enrolaron rápido en cuanto se abrió la conversación sobre las continuaciones. En plural. Al fin y al cabo, Sin City – Ciudad del pecado recogía tres de los seis volúmenes (a los que hay que sumar un compendio de historias cortas, Alcohol, chicas y balas) que conformaban la colección completa. Johnny Depp, Antonio Banderas o Rose McGowan fueron algunos de los afiliados a las sucesivas adaptaciones durante los años venideros, mientras la fecha de inicio de la producción iba moviéndose por el calendario, mientras el interés de los implicados derivaba hacia nuevas empresas. Llamáranse estas Machete para Rodríguez o The Spirit, para Miller. Un filme, el último, que evidenció los problemas de agarrotamiento narrativo de aproximaciones tan pretendidamente fidedignas al soporte original.
Que tantas intenciones no cristalizaran hasta casi un decenio después, en una solitaria película, tampoco anticipaba el mejor de los panoramas.
La pose frente al poso
Pasada ya la euforia hasta en sus propios artífices, Sin City: Una dama por la que matar delata las costuras de la original como un triste chivato y las deja abiertas y al raso. Superada la fase de mayor explotación de aquella estética vanguardista, esta se presenta anacrónica y vaciada de contenido, insípida. Sin ideas.
Rodríguez y Miller repiten en esta segunda entrega el mismo esquema narrativo de la primera. Donde allí se entremezclaban El largo adiós, La gran masacre y El bastardo amarillo (más la breve El cliente siempre tiene razón, que servía como apertura y cierre), aquí lo hacen la que otorga el subtítulo al filme (traducida en su edición española como Mataría por ella), que ejerce de eje más por extensión que por auténtica relevancia dentro del conjunto, Otra noche de sábado y dos escritas ad hoc por el historietista para la ocasión: Una larga y mala noche y El último baile de Nancy. Sin embargo, aquello que en el álbum fílmico previo abrumara por su novedad se antoja ahora repetitivo y desprovisto de encanto y carisma.
Sin City se pasea como una fantasmagoría sobre Una dama por la que matar. Todo recuerda a ella, tratando de igualar tan grato recuerdo, como manifiesta el recurso a sus líneas de diálogo más relevantes: “Pasea por las calles de Sin City y encontrarás cualquier cosa”, musita un deambulante Joseph Gordon-Levitt, una adición al coro ensombrecida por el escaso interés de su personaje. No en vano, los más poderosos y característicos ya habían aparecido. Ahora no les queda más que intervenir brevemente para fortalecer un frágil elenco de caracteres en cartel. Para reavivar el recuerdo de lo que una vez funcionó tan bien.
Así, preocupados más por la pose que del poso, la película se desentiende de cualquier progresión dramática, ni se esfuerza por mantener una mínima sensación de suspense. El conflicto en cada cuento se reduce a un arbitrio necesario para continuar encadenando imágenes sin otra coartada que la del preciosismo extremado. Incluso la partitura de Rodríguez y Carl Thiel se contagia de una sensación insustancial, impropia de los característicos sonidos rasgados del polivalente director. Como si no quisiera puntuar o afectar indebidamente a la representación de los sacros plumazos de Miller.
Un problema de composición (y de comprensión)
Solo queda, pues, la imagen fetichizada. Todo se encamina a la insistencia por reproducir cada viñeta sobre el plano, cual calco perfecto. Pero el preciosismo del dibujo del autor de Maryland acaba devaluado al no dotarlo de volumen y resulta así un resultado rígido, agarrotado entre los márgenes del cuadro.
Esto deriva en un grave problema de composición del plano, que explicita los problemas para plasmar una parcela creativa (el cómic) en otra (el cine) sin mediación alguna. Se hace patente en la torpeza para plantear los planos generales y de conjunto, lastrados por una sensación de estatismo y perspectiva de los intérpretes convocados. No hay sensación de profundidad, sino planicie, como si sus personajes hubieran sido recortados y dispuestos sobre el entorno, de la misma forma que un libro infantil desplegable juguetea con la idea de las tres dimensiones.
Sin City: Una dama por la que matar plasma las limitaciones de la técnica impulsada por Sin City – Ciudad del pecado. Una técnica que ofreció en 2005 la coronación de un “valle inquietante” que parecía rechazar la realidad conocida en favor de otra solo alcanzada en las dos dimensiones, que rompía la barrera de la irrepresentabilidad. Una técnica explotada hasta el tuétano (psicotrónicas piezas de culto como Iron Sky y Kung Fury se acabaron erigiendo en ejemplos de la tendencia) y que una década más tarde ha sido fagocitada como filtro de retoque fotográfico en Photoshop.
Quizás por ello, en este momento en que la recepción cinematográfica está marcada por la cultura de evento, que hace de las películas puntos de encuentro y mercantilización de los fans, regresar a Sin City haya quedado como una propuesta demodé. Lo más valioso que nos ofrecía nos es accesible y asequible. Porque el interesado ya puede inscribirse en el censo de la monocromía gracias a las nuevas tecnologías, sin necesidad de pasarse por aquella urbe pecaminosa.
No hay nostalgia posible, solo indiferencia, más aún cuando sus responsables parecen replegarse sobre sí mismos, sobre esa misma estética. Desangelada, solo ellos habitan Sin City: una dama por la que matar.