Durante los años 90 pasó algo raro con el cine de superhéroes. En vísperas del inicio de la década, Tim Burton había amasado un éxito inmenso con su Batman, así que lo lógico hubiera sido que Hollywood se coordinara a continuación para seguir estrenando películas sobre las licencias del binomio principal comiquero, Marvel/DC. Pero no fue lo que ocurrió. Es decir, las inevitables secuelas de Batman llegaron ordenadamente, pero a su alrededor la industria prefirió decantarse por adaptaciones de historietas algo más desconocidas, acaso influidas por el tono entre barroco y pulp del enfoque de Burton. El cuervo, La sombra, Rocketeer, El hombre enmascarado, Sam Raimi con Darkman (un justiciero de su propia invención)... Los superhéroes famosos tuvieron que esperar.
Las adaptaciones de cómics que se sucedieron entonces simbolizaban, antes que un temprano arraigo de las viñetas en el blockbuster, una alternativa al optimismo de la luminosa década de los 90. A poca distancia de la embarazosa afloración de mascotas corporativas gamberras —Sonic, Fido Dido, Chester Cheetos, el Poochie de Los Simpson como finísima parodia del fenómeno—, fue quizá este desvío en las lógicas de explotación lo que condujo orgánicamente a Blade y X-Men, películas inaugurales de la actual era superheroica. A finales de los 90, estas películas descartaron cualquier ímpetu colorista en pos de retener los tonos oscuros, con algo parecido a desidia adolescente. La propia X-Men hacía chistes sobre eso para que tiempo después Hugh Jackman apareciera por fin con el chillón uniforme amarillo en Deadpool y Lobezno.
Parece interesante, por tanto, comparar el cine superheroico de la actualidad con el de los 90. O incluso comparar el blockbuster como tal, el que se hacía entonces frente al que se hace ahora. Y así toparnos con esfuerzos recientes para mimetizar el sentido de la maravilla noventero en Twisters, o con el mismo Burton volviendo a sus orígenes de forma inminente con Bitelchús Bitelchús. Está también lo de El cuervo, claro. Alguien ha pensado que era buena idea hacer un remake de este film estrenado por Alex Proyas hace justo 30 años, asegurando por supuesto que no es tanto un remake como una nueva adaptación del cómic de partida, creado por James O’Barr. El problema, sin embargo, es que volver a El cuervo es mucho más complicado que limitarse a intentar reinsertar esa actitud depresiva, casi autoparódicamente emo, en el cine de entretenimiento actual.
El fantasma de Brandon Lee
Existe otra conexión siniestra —y esta siniestra de verdad, sin poses que valgan— entre el Hollywood que recibió a El cuervo en los 90 y el que estrena su remake en los 2020. Cuando en octubre de 2021 Alec Baldwin disparó accidentalmente un arma de fuego en el rodaje de Rust, mucha gente se acordó del primer Cuervo. La bala hirió al director de este western independiente, Joel Souza, y mató en el acto a la directora de fotografía, Halyna Hutchins. Lo ocurrido, además de propulsar un convulso proceso judicial que se extiende hasta nuestros días, reactivó el debate sobre la presencia de armas de fuego en los sets de Hollywood, del mismo modo que había ocurrido con la muerte de Brandon Lee en marzo de 1993, rodando una escena de El cuervo.
El cuervo narra cómo un hombre, Eric Draven, presencia el asesinato de su prometida poco antes de ser asesinado él mismo, y cómo un año después resucita con superpoderes y buscando venganza. El actor protagonista de la película, hijo de Bruce Lee, había rodado la mayoría de sus escenas antes del accidente fatal, de modo que Alex Proyas pudo completar la película sirviéndose de efectos digitales y de planos con su doble, Chad Stahelski (posterior responsable de la saga John Wick). Proyas había decidido seguir adelante con el filme en homenaje a la memoria de Lee, y aunque Paramount se negara entonces a distribuirlo por miedo a la mala prensa, la Miramax de Harvey Weinstein quiso recuperar el proyecto y estrenarlo, con un considerable éxito de taquilla.
Esto favoreció que El cuervo se convirtiera en una franquicia, pero las siguientes entregas tuvieron la deferencia de dejar atrás el personaje de Eric Draven. En 1996, 2000 y 2005 fueron estrenándose nuevas películas que mantenían la estructura del cómic de O’Barr, con un vengador distinto cada vez. Ninguna fue muy bien recibida, como tampoco lo fue una serie canadiense de 1998 que quiso volver a adaptar la historia original solo un lustro después de la muerte de Lee, así que El cuervo ha tenido que quedarse como un mito estrictamente noventero. Proyas, director australiano con un imaginario muy particular —tan capaz de entregar en Dark City, un impactante anticipo de Matrix, como de ingresar en la serie B más irreverente, con esa Dioses de Egipto que enterró todo el prestigio que le quedaba en 2016—, se había asegurado de que así fuera.
El cuervo es tan inseparable de la tragedia de Lee como de una cierta estética coyuntural, puro zeitgeist noventero. A la hora de adaptar de nuevo la historia, ambas cosas debían ser tenidas en cuenta. En el primer apartado no ha habido suerte: por mucho que la nueva versión de Bill Skarsgård remita directamente al cómic y efectúe notables cambios en la historia, la producción ha lidiado desde el principio con el furibundo rechazo de Proyas. En sus redes sociales el director de Yo, robot ha arremetido sin cesar contra la película, acusando a sus artífices de cínicos sacacuartos que no respetan la memoria de Lee. Una vez la película se ha estrenado en EEUU, con malas críticas y una taquilla decepcionante, Proyas no ha podido ni querido disimular su satisfacción.
En el segundo apartado, relativo al enclave cultural de El cuervo y a cómo responder a este, lo cierto es que resulta milagroso que el filme haya terminado teniendo una identidad distintiva. Hollywood lleva queriendo volver a adaptar la historia de O’Barr desde nada menos que 2008. Multitud de directores y actores han desfilado por el proyecto antes de la contratación definitiva de Rupert Sanders y Skarsgård, con los correspondientes cambios de rumbo. Aún así, hace ya bastantes años que O’Barr comentó su deseo de una película más realista, citando Taxi Driver. En efecto, y con todos los problemas que la película pueda tener, nadie podría acusar a este remake/nueva adaptación de no tener personalidad, y de que además esta se distancie de la de Proyas.
Un nuevo vengador urbano
Volver a un título de culto del calibre de El cuervo parecía un propósito suicida, pero no es la tesitura más difícil a la que se ha enfrentado Rupert Sanders como director. Al fin y al cabo fue él quien convirtió un clásico anime como Ghost in the Shell en un espectáculo de Hollywood a mayor gloria de Scarlett Johansson, consolidando la problemática del whitewashing —fichaje de intérpretes blancos para personajes pertenecientes originalmente a otros grupos étnicos— en el debate público al tiempo que no dejaba de realizar una aproximación detallada y cuidadosa a una obra que, era consciente, le superaba por completo. Felizmente con El cuervo ha dejado de lado esta actitud reverencial, emprendiendo un diálogo con la película de Proyas en sus propios términos.
El embalaje de El cuervo noventero no solo estaba impregnado por el influjo de Tim Burton, sino también por un imaginario entre glam y heavy metal, apoyado conceptualmente por la profesión de Draven (que era músico y aparecía en varias ocasiones con una guitarra eléctrica). Esta estética deformaba a los habitantes y los edificios de Detroit justo coincidiendo con una Devil’s Night (variante de Halloween) en la que el redivivo Draven consumaba su venganza, apuntalando un bombazo iconográfico que Sanders, en efecto, ha preferido dejar de lado. De modo que su Cuervo opta por una suciedad urbana no tanto realista como equívoca —está muy logrado el limbo al que Draven llega tras morir, marcado por la indeterminación arquitectónica—, y sustituye el heavy metal por la música postpunk a la hora de encuadrar las andanzas del protagonista.
Joy Division se convierte en la banda sonora del romance de Draven con Shelly (la cantante FKA twigs), poco antes de que los bajos distorsionados y los gritos lánguidos guíen escenas de acción tremendamente sangrientas. Es otra decisión acertada por parte de El cuervo: hay gore para dar y tomar y es desde luego un gore festivo, pero que al extraerse de un conjunto tan supuestamente serio logra ser bastante sugerente. No es El cuervo un chorrada gamberra del estilo de otra película de acción que Skarsgård también protagonizaba este mismo verano —Kill Boy, enrocada igualmente en el tema de la venganza—, sino más bien el regodeo exploit en una actitud de pesimismo existencial, no por intenso menos chorra. Llega a ser muy divertido, vaya, sobre todo durante una larga secuencia de batalla ambientada en una ópera, con Skarsgård katana en ristre.
Definitivamente El cuervo tiene actitud, que es más de lo que se puede decir de otros espectáculos de 2024 no tan vapuleados por la crítica estadounidense. Esto, sin embargo, no basta para que sea una buena película. La original de Proyas —digámoslo ya— tampoco era ninguna maravilla, pero al menos se beneficiaba de una convicción narrativa que a Sanders se le escapa por completo. El guion de la nueva versión es enrevesado sin necesidad, nunca llegando a prosperar la ocurrencia de que ahora los objetivos del protagonista también posean habilidades sobrenaturales. Y más allá de los estallidos de ultraviolencia es una película terriblemente rutinaria, donde el escaso carisma de los personajes no parece tan grave como las lamentables decisiones de escritura y estructura dramática.
Al contrario que la adaptación noventera, la trama de El cuervo 2024 está contada de forma lineal. Esto es, que en lugar de los flashbacks que justificaban el dolor de Eric Draven, Sanders prefiere contarnos todo en riguroso orden cronológico. Desarrollando el romance de los protagonistas, matándolos, y luego ocupándose de la venganza. Como la historia de O’Barr siempre ha sido sumamente inane, dependiente de un amor trágico-cursi que trataba de desdibujar el espacio tiempo —jugada que Proyas sí supo replicar, invocando una energía romántica capaz de inspirar habitaciones adolescentes llenas de pósters—, la nueva versión de El cuervo no tiene con qué disimular su nadería argumental. Solo tiene, pues eso, actitud. Que es algo, pero no lo suficiente como para simbolizar una época. No esta época, al menos.