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Análisis

'Damas de hierro': una road movie satírica que se pregunta si está bien matar a tu marido a golpes de sartén

Fotograma de 'Damas de hierro', dirigida por Pamela Tola

Berta Gómez

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¿Por qué matan las mujeres? La misma pregunta, y todas las posibles respuestas, parecen obsesionar a la ficción de los últimos años, no tanto porque busquen enjuiciar ciertos comportamientos o derribar tópicos, sino explorar un fenómeno sobre el que se cierne el silencio, reducido siempre a la categoría de excepción. Una mujer que arrebata la vida en vez de darla es una irregularidad difícil de nombrar, porque podría entrañar un pecado contra la naturaleza, contra la sociedad y contra la mujer misma. 

Sobre este interrogante se alza Damas de hierro, la película de la finlandesa Pamela Tola, que desde un planteamiento lúdico y radical, nos cuenta la historia de Inkeri, una mujer de 75 años que decide matar a su marido de un sartenazo en la cabeza para poner fin a un matrimonio marcado por la violencia física y psicológica. Sin embargo, lejos de erigir un relato maniqueo, con víctimas y verdugos, ajustado a un esquema de motivaciones simples, Tola nos propone un ambiguo viaje por las relaciones familiares y sociales que envuelven esta muerte.

La película evita el tono ejemplarizante –no es una parábola pedagógica ni un revenge film al estilo de Una joven prometedora–, y sortea también la trampa de la incorrección política: en ningún caso pretende navegar las aguas de la equidistancia, equiparando las motivaciones de la violencia masculina y la femenina.

Al escapar de lo panfletario sin renunciar en ningún momento al discurso político, el film encaja muy bien con una serie de obras que en los últimos años han tratado de abordar el tema de las mujeres que matan desde enclaves narrativos muy cercanos, y permite interpretarla como parte de una misma inquisición estética. Es el caso de Damas Asesinas (Impedimenta), el libro de la periodista Tori Tefler, que se dedica a investigar y narrar la vida de las asesinas en serie más famosas de la historia. Lo mismo hace Alia Trabuco Zerán en Las homicidas (Lumen), en este caso centrada en el contexto chileno.

Sobre ambos libros puede afirmarse que aplican una perspectiva feminista porque más allá de lo evidente –que todas las asesinas fueron juzgadas en un sistema patriarcal bajo criterios sexistas– quieren recuperar las motivaciones singulares de cada una de ellas, no para excusarlas o atenuar la brutalidad de sus actos, sino para demostrar que las mujeres matan porque pueden, porque quieren, porque están sometidas a las mismas pasiones y manías, a las mismas relaciones de poder y de abuso que el resto de mortales. En otras palabras: rescatan sus historias para salvaguardarlas de los tópicos –santas o brujas, víctimas o demonios– y mostrar que lo político y lo personal, lejos de ser dos sistemas de motivaciones independientes son causas que se entrecruzan, se mezclan y son a la práctica indistinguibles. 

En la misma línea, pero con un planteamiento mucho más popular, se desarrolla la serie de HBO dirigida por Marc Cherry –creador de Mujeres desesperadas– que lleva por nombre Por qué matan las mujeres. Nacida en 2019, y con una segunda temporada ya estrenada, narra simultáneamente la historia de tres mujeres casadas de diferentes épocas que lidian con sus parejas. En los tres matrimonios vemos que las relaciones de poder y dominación masculina se van transformando, pero, a pesar del paso del tiempo, están lejos de desaparecer. Así, las mujeres acaban por encontrar en la violencia una salida plausible, quizá la única.

Killing Eve, también de HBO, adopta una perspectiva algo distinta al convertir en protagonista a una despiadada y fascinante asesina en serie cuyo móvil para matar mezcla la necesidad económica con la enfermedad mental. Con su media sonrisa y los ojos en blanco, esta asesina a sueldo descarga su condescendencia hacia quien, dentro y fuera de la pantalla, espera que se arrepienta, que se controle, que se muestre compasiva, que comprenda finalmente que hay una justicia que está por encima de sus deseos. 

Lo interesante –y hasta perturbador– de la película Damas de hierro es que lleva al extremo todos estos planteamientos. En principio recuerda a la premisa de un clásico como Volver, de Pedro Almodóvar, donde se utiliza el asesinato del marido –aquí justificado por el acoso de este a su hija– como punto de partida para narrar la historia de la protagonista. Pero en Damas de hierro todo se complica muy rápido, desde el intento fracasado de Inkeri por enterrar a su marido en el jardín: asustada porque no quiere pasar el resto de su vida en prisión, decide acudir a sus dos hermanas, Sylvi y Raili, en busca de ayuda. Juntas emprenden un viaje a ninguna parte por el territorio finlandés, cuyo fin será buscar un sentido a por qué una joven escritora que había militado en el feminismo durante sus años de la universidad, acabó casada con un hombre que anula en ella cualquier forma de libertad.

Es un comienzo que no se puede perder de vista. Finlandia consta como una las de las democracias donde formal y legalmente existe una mayor igualdad de género, pero al igual que en otro países nórdicos, la realidad es que un 30% de las mujeres denuncia haber sufrido violencia de género a lo largo de su vida –según el último informe sobre esta cuestión publicado por Amnistía Internacional–. Así, Damas de hierro se presenta en los primeros compases como un road movie que, a través de la sátira y el humor ácido, hurga en cómo perviven las violencias cotidianas dentro de muchos matrimonios, especialmente en aquellos de edad avanzada, y cómo se solidifican como parte de una cultura del bienestar rígida que impide verbalizar estos malestares. La violencia de género se normaliza en beneficio de un supuesto bien común.

Sin embargo, este aparente viaje de autodescubrimiento y empoderamiento se va desdibujando a medida que el film avanza. Damas de hierro no tiene tesis, ni un mensaje simple que se limite a repetir. De hecho, la película va perdiendo progresivamente coherencia estética y argumental. A ratos se regodea en gags sexuales explícitos y sobreactuados que bien podrían formar parte de películas como American Pie o Resacón en las Vegas; a ratos se acerca al teatro del absurdo, tirando de un humor negro y cruel que resulta incongruente e inesperado –por ejemplo, se bromea con una anciana que sufre demencia y se pierde desesperada en un bosque de apenas tres árboles hasta sufrir un infarto–; también coquetea con la retórica hollywoodiense del carpe diem, adoptando el tono de fábulas sobre ser auténtico y vivir el momento, al estilo de Mejor que nunca, de Zara Hayes, o Ahora o nunca, de Rob Reiner; y para poner la guinda al pastel, Damas de hierro cuenta con una escena tensa, larga, incómoda y desagradable, digna de la época dorada del Dogma 95, que no puede sino interpretarse como un homenaje –¿o una mofa?– de Celebración, del danés Thomas Vintenberg.

La mezcla es desconcertante –incluso aparecen imágenes en blanco y negro de archivo del movimiento feminista de los 70– y la mayor parte de las veces cuesta distinguir el tono grave del satírico cuando aborda temas delicados como la violencia machista. Pero entre tanto fuego de artificio formal, el film deja entrever varias preguntas incómodas para el espectador una y otra vez: ¿por qué una mujer feminista militante en la universidad es capaz de dejar sus estudios para casarse con un hombre? ¿Es compatible la escritura precaria con la maternidad? Y la más controvertida de todas: ¿tenía otra salida la protagonista, Inika, para escapar de una relación de maltrato continuado que no sea darle un sartenazo a su marido y acabar con su vida? 

Al menos durante la primera parte, una respuesta parece abrirse camino: aunque la protagonista no tenga opciones de aparecer como una inocente frente a la justicia, ni tan solo alegando que sus actos fueron en defensa propia, el asesinato y la huida hacia adelante –que es también una huida hacia su infancia y su adolescencia– sí pueden servirle de restitución personal, como parte de un proceso catártico que termina el día de su cumpleaños en la casa de campo donde nació, como una especie de nuevo nacimiento. En otras palabras: para salvar su dignidad como mujer, no había otra opción. Pero en la segunda mitad, Damas de hierro se adentra en un terreno mucho más pantanoso, que pone en duda la centralidad de su perspectiva: ¿qué pasa cuando se intenta justificar el homicidio frente a la familia? ¿Cómo reaccionan los hijos y los nietos al descubrir que su padre y abuelo era un maltratador? ¿Hay posibilidad para la redención en el marco de una cultura que parece valorar más el salvaguardar las apariencias que el perseguir las injusticias? ¿Importan más los cuarenta años de abusos diarios o el hecho de no estropear una fiesta de cumpleaños?

Dejando a un lado los giros de guion que Pamela Tola va introduciendo como pequeñas minas para que exploten al paso del espectador, quizá lo más interesante de Damas de hierro sea el hecho que siempre contesta las preguntas con preguntas. ¿Por qué Inkeri decide matar a su marido? ¿Por qué matan las mujeres? La única certeza con la que parece trabajar Tola es que nuestra sociedad solo tolera las historias de mujeres que matan cuando pueden reducir sus motivaciones a un estereotipo simple, cuando pueden ser catalogadas y archivadas como locas o vengativas, como víctimas o como brujas, y lo que se dedica a hacer a lo largo del film es a dinamitar toda expectativa, dejándole un final tan abierto que hasta se pueda dudar del comienzo, impidiendo así que el recorrido de Inkeri pueda ser etiquetado de trágico o heroico.

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