“Desconfío de las explicaciones psicológicas”: la literatura familiar de Valérie Mréjen y la frialdad de lo conciso
Valérie Mréjen es una creadora polifacética, retratista de su propia identidad y vida familiar, maestra de la literatura autobiográfica y exploradora de todos los lenguajes disponibles para articular una idea. Entre estas muchas definiciones y etiquetas se mezclan las palabras con las que la misma Valérie Mréjen se refiere a su obra y también otras que se han usado en biografías y perfiles para resumir su trayectoria. Tercera persona es el último libro de la autora francesa, que acaba de ser publicado en castellano por la editorial Periférica junto con la reedición de otras dos obras: Mi abuelo y El agrio. Tiene sentido que sea así, casi a modo de tríptico literario, porque los libros de Mréjen funcionan como episodios televisivos de una serie sobre su propia vida, que comparten unos mismos protagonistas y un mismo estilo conciso e inflexible.
“La brevedad de las frases de mis libros, más que tener una intención, busca un ritmo y una forma de expresarme que descubrí escribiendo, casi en contra de mi voluntad. Es cierto que en la vida no soy particularmente conversadora, me suelen gustar las fórmulas que consiguen resumir una idea. Mi ideal sería poder describir a alguien, o una situación, en tres palabras. Lo que, por supuesto, no hace que deje de sentir fascinación por lo opuesto: escritores que saben escribir novelas densas, en las que puedes quedarte mucho tiempo, semanas enteras”, argumenta la propia Mréjen en referencia a la frialdad con la que ejecuta sus frases. “Creo que mi escritura responde a una relación con el mundo y con lo inacabado: en el fondo me gustan los bocetos, los dibujos que todavía hay que completar mentalmente, los lienzos en los que hay zonas vacías. Pero el desafío de la vida de un artista es evolucionar, explorar otras formas, por eso mi entusiasmo con la brevedad no es definitivo”.
Con esta sobriedad narrativa, la autora consigue imprimir en sus textos un hilo invisible de tensión, como si aún faltaran por encajar algunas piezas de la historia y rellenar los espacios en blanco fuese tarea del lector. Su primera novela corta, Mi abuelo, publicada por primera vez en castellano en 2007, podría compararse, por la presentación de los detalles lingüísticos que unen a una familia, con el aclamado Léxico familiar, de la escritora italiana Natalia Ginzburg; sin embargo, la total ausencia de sentimientos y descripción de la vida interior de los personajes hace que el libro esté más cerca de un manual de instrucciones que de unas memorias. Mréjen va saltando de un personaje a otro de manera esquemática, casi mecánica: “Mi madre tenía unos tíos, el tío Fred y la tía Simone, que eran propietarios de una tienda de ropa en Levallois. Vendían trajes, camisas, corbatas, calcetines, jerseys de pico y pañuelos de seda. El tío Fred llevaba dentadura postiza y la tía Simone se echaba espray de color violeta en el pelo. Tenían una hija, Michèle, a quien llamábamos Mimiche y que estaba casada con un tal Serge. Mimiche y Serge habían adoptado a una niña porque no podían tener hijos. La cría tenía muchos problemas. Mi padre y mi madre se conocieron en una mesa redonda de un club de citas. Enseguida empezaron a salir”.
Incluso cuando Mréjen habla de su abuelo, que no parecía ser un buen hombre con ninguna de las mujeres de la familia, la autora se guarda de emitir juicios morales, en un ejercicio narrativo de contención que nos confronta con nuestras expectativas del libro y nos obliga a cuestionar todos aquellos esquemas simples que acostumbramos a proyectar sobre los demás. La autora también consigue que el lector se olvide de que estamos ante retazos de su autobiografía, en la medida en que no conecta los hechos con el desarrollo del yo narrativo, que ejerce de mero espectador. Muestra de ello es la presentación del protagonista que da nombre al libro en la primera página: “Mi abuelo llevaba a sus amantes a casa y hacía el amor con ellas metiendo a mi madre en la misma cama. Ella pidió el divorcio. Tras hacer como que se suicidaba con un cuchillo de cocina, él aceptó amablemente. Mi abuela se volvió a casar con un gigoló y mi abuelo contrajo matrimonio con su secretaria, treinta años más joven que él. De viaje de bodas la envió de vacaciones con mi madre, pues sus negocios lo retenían en París y no podía permitirse tomar un respiro así como así”.
De forma muy parecida se narran las historias en las novelas cortas Eau Sauvage –también editada por Periférica– o El agrio, aunque aquí lo que acontece es una relación amorosa como mínimo desnivelada: ella está absolutamente enamorada de Bruno, un hombre desabrido e indiferente que presta más atención a cualquier nimiedad que a su pareja. Pero incluso en este contexto, la descripción fría y elocuente, lo agrio, prevalece frente a lo conmovedor o la búsqueda de la empatía. El lector siente que está ante los detalles de la escena de un crimen, debidamente consignados en el informe policial, y no frente a una historia de amor apasionada y dramática: conoce a los personajes por cómo visten, dónde trabajan y qué hacen cada día pero, en realidad, no sabe gran cosa de cómo son esas personas, no puede dibujarlas mentalmente ni penetrar en su vida interior. La sensación que Mréjen persigue con su literatura nos deja en un punto intermedio entre la tristeza ambiental y la comicidad involuntaria, dejándonos una incertidumbre esencial que nos impide escapar de las escenas que va describiendo.
“Quiero evitar la psicología”, explicaba la propia autora hace unos años en relación a sus primeros trabajos como videoartista, donde trataba de explorar las posibilidades del lenguaje audiovisual. Inspirada también en sus recuerdos, en estos trabajos grabó acontecimientos cotidianos, con detalles al mismo tiempo crueles o irónicos. Dos años antes de escribir su primera novela, publicada en 1999, Mréjen comienza esta serie de vídeos de corta duración –el primero titulado Bouvet– siguiendo el mismo principio narrativo: rechaza la psicología como una aproximación válida al comportamiento humano. Principio que sigue prevaleciendo hoy en toda su obra, también la escrita. “En mis vídeos trato de crear escenas sin ninguna psicología particular, en las que los personajes repiten fórmulas prefabricadas. Muchas veces, lo que más me interesa es el ritmo: una forma neutral y rígida para describir y crear una imagen, una situación no realista pero que recuerda a algo que sí es real, a situaciones cotidianas. Cuando estamos molestos, por ejemplo, sucede que un recuerdo inesperado nos conmueve y al mismo tiempo nos atrapa en emociones contradictorias imposibles de analizar o descifrar. De modo que desconfío de las explicaciones psicológicas en el sentido de que a menudo crean redundancia y solo reducen los atajos”.
En su primer cortometraje, rodado en 16mm y titulado Chamonix, nueve personajes cuentan un recuerdo frente a la cámara construyendo una idea que puede ser interpretada de muchas formas distintas según quién mire. “Para mí no es muy diferente escribir un guion o un libro. Las escenas de cine que más me han marcado suelen ser los monólogos finales: Veronika en The Mother and the Whore o Anjelica Huston al final de People from Dublin. Son intentos que recuerdo porque llenan un gran vacío final, un silencio que ha durado demasiado, como una ola que como espectador esperabas. Y eso se consigue a través de la escritura”, relata la autora sobre cómo ha ido variando el soporte pero manteniendo el mismo cometido. Entre su heterogénea y amplia obra artística en diversos formatos –es descrita por el Centre Pompidou de París como una de las artistas actuales más influyentes de Europa– destaca también el documental Pork and Milk, en el que Mréjen se traslada a Israel para grabar íntegramente en hebrero los testimonios de judíos que, habiendo nacido en familias ortodoxas, se alejan del fanatismo religioso. Sin hacer ningún tipo de valoración sobre las historias de estas personas, la directora trata de indagar con minuciosidad, de nuevo, en los lenguajes que trazan las relaciones entre padres, hijos y hermanos en entornos concretos.
En un momento de efervescencia de la autoficción y la literatura memoralística, la escritura de Mréjen desafía las convenciones habituales sobre el uso de la primera persona: su mirada no es introspectiva, sino que apunta siempre hacia fuera. Su forma de examinar los recuerdos es casi científica y avanza con el rigor de una entomóloga, clasificando experiencias según sus propiedades observables. “Es cierto que contar la historia de tu vida no resulta muy atractivo. Hay algo incluso ridículo en ello, egocéntrico, e ingenuo también: creer que lo que has pasado es tan excepcional que merece ser conocido por todos los demás humanos”, cuenta Mréjen. “Pero a mí lo que me interesa es la forma de contarlo. No importa si los autores han vivido, observado, adivinado o fantaseado con la historia que narran. La precisión es lo que busco y esta se basa en la observación, por eso siempre hay un aspecto personal, vivido, algo que me ha tocado de cerca o de lejos”.
Su último libro, Tercera persona, está íntegramente dedicado a su hijo. Pero de nuevo no como comúnmente se acostumbra a hablar de los recién nacidos en el seno familiar: la tercera persona que llega a la familia de dos que tiene Mréjen con su pareja se describe como un fenómeno incrustado en sus vidas, como un cambio de percepción de todo lo que la rodea e incluso de los significados de las palabras. Otra vez, no hay dramatismo o milagro, sino observación minuciosa de cómo la maternidad y el crecimiento de un hijo disturba y altera una vida adulta ya de por sí complicada. “Con este libro no trataba de transmitir una visión de la maternidad o la paternidad concreta, sino más bien el hecho de que esa visión está cambiando continuamente. Igual que ocurre con nuestra relación con las cosas, también ocurre con los niños”, expone la autora francesa, que si tiene que otorgar un propósito al texto es más bien el vínculo con su propia madre: “Ella murió cuando yo era una adolescente y, en cierto modo, este libro es una forma de seguir sus pasos años después, de nombrar esta experiencia compartida. Al contrario que ella, yo no fui anotando en un cuaderno la fecha de la primera palabra de mi hijo ni el primer diente que se le cayó, pero aquí he resumido todas estas vivencias, aunque sea a través de notas desordenadas, y creo que eso nos conecta de alguna forma”.
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