Mientras el Nocturna trabaja a ritmo sostenido por consolidarse dentro del calendario, es la Muestra Syfy la que tras dieciséis años de celebración sobresale como el evento fantaterrorífico de referencia en la capital del país. Así lo prueban los cuatro días en los que las largas colas envuelven la manzana del Palacio de la Prensa en Madrid como una boa ahoga a sus presas.
El símil no se pretende gratuito. Mal que le pese a no pocos asistentes, el paso del tiempo dentro de este festival ha traído consigo una mutación notoria del público y de la experiencia cinematográfica que se ofrece. La audiencia se ha erigido en gran protagonista de este evento, al que ya no se va (no solo, al menos) a ver una película, sino a competir creando un espectáculo propio en el patio de butacas. Así, se ha hecho necesario habilitar una segunda sala como espacio libre de ruidos, frente a la “Mandanguer” (sic), donde se fomenta la exaltación de las bajas pasiones sobre la sesión de turno.
Esta medida permitirá, al menos, asistir sin más sobresaltos de los necesarios (en el mejor de los casos, dado el género, no serán pocos ni leves) a una de las más jugosas selecciones con las que ha contado la muestra en lo que llevamos de década. También inevitablemente reiterativa para quienes acostumbran a patearse el tour de festivales que alberga el territorio nacional (esa falta de autonomía es, también, inherente ya al certamen), todo hay que decirlo, pero es esa sensación de aglutinador de grandes éxitos lo que asegura el excelente funcionamiento económico y social obtenido con el paso de los años.
De entre las quince películas que conforman el catálogo (a ellas se suma la cinta inaugural, Capitana Marvel, y el pase especial de La familia Addams), y sin ningún afán pontificador (consciente, al menos), destacamos algunos de los títulos con los que botar del asiento desde el 8 hasta el 10 de marzo.
In Fabric, vestido para matar
In FabricConviene enfundarse unos guantes de piel (doblemente apropiados dada la ola de frío instalada durante la semana de Muestra en la capital) y rendir honor a las costuras giallescas que acostumbra a zurcir con tanto cuidado Peter Strickland en su obra.
Ambientada en unas grandes superficies, In Fabric vuelve a modelar un universo reconocible pero ajeno a las reglas de lo convencional, donde todo sucede por coherencia interna y no externa, de un modo similar al de otra pareja con gusto por el cine amarillento de raíz italiana, Hélène Cattet y Bruno Forzani. La pareja belga como el detallista británico que engrosa el catálogo de Syfy parecen entender mejor el carácter poético, sinestésico de este subgénero de lo que lo hizo en sus últimas propuestas su principal testador, Dario Argento.
Dentro de ese universo creado a mayor gloria de los sentidos, Strickland emplea un vestido rojo para ejecutar -en un sentido amplio del término- una nueva reflexión sobre la belleza intrínseca de la violencia esta sátira sobre la letalidad del mercantilismo, en la que las víctimas son todas aquellas personas que se dejan arrastrar por sus impulsos consumistas.
Zahler al cuadrado: polis malos, muñecos peores
Desde que entrara al galope en el horizonte con Bone Tomahawk, arrastrando tras de sí el bofe de sus personajes, el aún menudo corpus fílmico de S. Craig Zahler ha sido bien aprovechado por las huestes de la muestra Syfy. Tras aquel western, que desgajara en dos la platea del Cine de la Prensa en 2016, y el pisotón en la cara al público que propinó con Brawl in Cell Block 99, el evento da continuidad al polivalente narrador floridiano -novelista y crítico antes que director, músico ecléctico y dibujante además de chef- ampliando su espacio en la programación.
Primero, con Puppet Master: The Littlest Reich, de la que firma el guion (si bien perdió parte del grosor durante su traslación a imagen, por motivos presupuestarios); y luego, con Dragged Across Concrete, con la que cierra su particular trilogía espiritual en torno a los “buenos hombres malos”.
La reimaginación en clave satírica de la franquicia ochentera de Charles Band encontrará buen acomodo entre el público de la medianoche gracias a su naturaleza festiva y autoconsciente (no en vano, el marco de la carnicería es una morbosa convención), pero lo esquinado del relato policíaco-criminal que es su tercer largometraje como realizador, haga retorcerse en su silla a más de un paisano. Más allá de sus arrebatos de tosco gore, el descenso al infierno del gólem sureño construido por Vince Vaughn ya generó hace un año incertidumbre en el personal: ¿qué demonios pintaba un reposado drama carcelario en una fiesta del despiporre (o como vienen a referirse a ella, de la mandanga) como esta? ¿Por qué ocupar tres horas de escaleta con esta otra cinta de polis y cacos, sustentada en tiempos muertos y miradas lejanas?
Cabe aquí una interpretación, tan válida como cualquier otra. Dragged Across Concrete, como sus predecesoras, cuenta el devenir de hombres que pretenden enmendar un mundo que ni le corresponde ni sienten suyo, que los dejó atrás hace tiempo. Centauros que ofrecen su sacrificio propio abocándose en silencio a la oscuridad, a la ausencia de futuro. Y nada más terrorífico que el viaje que los conduce hasta allí, un viaje donde concienciarse de su naturaleza muerta física o espiritual.
Ese horror puro a la nada que simboliza el periplo de propuestas de género(s) como esta, que niegan el disfrute de la literalidad o la banalización de las imágenes, y que por ello tienden a ser masacradas por quienes buscan el júbilo en el evento y no en la pantalla. Quizás no un cine de miedo, sino de miedos, que tiene difícil sobrevivir en estos escenarios.
One Cut of the Dead: la metahecatombe
One Cut of the DeadPor lo anterior, será agradece la desinhibición con la que un artilugio como el que propone Shin'ichirô Ueda, One Cut of the Dead, se la juega a una parroquia cada vez más necesitado de demostrar su superioridad. Los orgullosamente cuestionables 37 minutos iniciales, grabados en una desmañada toma única, predisponen a esa misma actitud, para luego empujar al espectador por una espiral metalingüística a cada giro más insospechada.
Viene a cuento la alusión a dos fenómenos constituidos en lo poco que va de milenio, la megalomaníaca The Room de Tommy Wiseau a la ruidosa franquicia de Syfy Sharknado. Ambos títulos establecen un camino de amortización análogo, por más que se coloquen en las antípodas una de la otra: de la humillante recepción inicial a la aceptación de su naturaleza anómala y la sobreexplotación hasta sus últimas consecuencias. El juego de espejos hace que sean de pronto esos creadores afrentados los que pasan a reírse con, o quizás de, quienes se mofan previo paso por caja. Lo interesante de la mágnum opus de Wiseau es que esos atentados continuados contra el sentido común que motivan al público festivalero esconden un misterio inexplicable para cualquier alma embravecida que quiera darle un tiento. Un misterio que acaba por otorgar un significado más profundo que el que ni el mismo director podrá igualar.
Tal vez el concepto de lo que significa una mala película sea solo una coraza con la que protegerse de otros cuestionamientos. La seguridad que da enfrentarse a algo inconcebible acaecido detrás de las cámaras, algo surgido de mentes maestras (o podridas, o ambas) a las que puede dar miedo asomarse. Tomando los manidos zombis como materia prima, One Cut of the Dead te previene para sufrir un humilde Sharknado, para luego presentarte a un Disaster Artist y acabar sumergiéndote en su hilarante Corazón de las tinieblas. Un bienvenido apocalipsis cinematográfico.
Diamantino, una cabriola de fantasía
DiamantinoSin dejar el delirio de lado, aunque en una clave estética opuesta, la muestra Syfy también oferta esta extravagante, pero sobre todo sentida fábula que firman Gabriel Abrantes y Dan Schmidt desde Portugal, con un seudo Cristiano Ronaldo como ariete narrativo y que pisó la hierba festivalero en el 71º Festival de Cannes.
En cuestión de géneros, una vez más, es difícil determinar en qué equipo juega este sosias del delantero de la Juventus de Turín, con una ascendencia angelical (y asexual) y un cierto parentesco con Derek Zoolander. Entre la ciencia ficción con marcadas implicaciones políticas, la fantasía perversa de Roal Dahl y la transgresión refinada de John Waters, Diamantino juega bonito y sin miedo a arriesgar, internándose en diversas problemáticas que se dan cita en el césped europeo. La xenofobia incipiente se revela como el gran cancerbero a batir, y para atacar su portería se desfonda con cabriolas y excesos. Habrá quien no aguante en su asiento hasta el pitido final, la complejidad de la jugada bien merece los vítores de la hinchada.