Corría la década de los treinta. En las carteleras habían destacado diversas películas, como Sin novedad en el frente o Las cruces de madera, que revisaron la I Guerra Mundial con talante antibelicista. Los horrores de la trinchera, las armas químicas y las ametralladoras de gran calibre, parecían haber calado en la sensibilidad de los cineastas. Aún así, cintas como Alas sobrevolaban los campos de batalla para proponer espectaculares combates aéreos entre caballeros del aire.
La Alemania hitleriana todavía no se había anexionado Austria ni había invadido Polonia, pero comenzaba a vislumbrarse otra confrontación bélica a gran escala. En este contexto, Jean Renoir, hijo del pintor Pierre-Auguste Renoir, filmó La gran ilusión, un clásico atemporal y un atípico filme de guerra sin guerra, emotivo y con un discurso quizá más socialista que patriótico.
Los protagonistas de la película de la que se cumplen ahora 80 años son militares franceses capturados por el ejército alemán durante la I Guerra Mundial. Pasan toda la película lejos del frente. Charlan, organizan actividades e intentan engañar a sus carceleros mientras preparan planes de fuga. Juegan a la guerra, aunque arriesgan su vida de verdad. Con este relato, Renoir no rompió completamente con el cine bélico de camaradería, canciones y sacrificio, pero se alejó de la épica. Y destacó el factor humano y la empatía entre individuos enfrentados por motivos dificílmente comprensibles.
El realizador francés se anticipó a ese Hollywood antifascista que recordaba la I Guerra Mundial para dialogar con el presente. Películas como Regimiento heroico (1940) o El sargento York (1941) prepararían a la audiencia para otro estallido bélico con el viejo enemigo alemán. La gran ilusión, por su parte, no azuzaba las enemistades entre naciones, sino que resultaba una variante castrense del realismo poético francés y su simpatía hacia el proletariado.
Solidaridad y conflictos de clase
La propuesta de Renoir, que sintonizaba con el gobierno del Frente Popular francés, y el guionista Charles Spaak se fundamentaba en una visión izquierdista del conflicto. La guerra se representa como un asunto de la oligarquía, como un problema ajeno en el que el pueblo se ve forzado a intervenir. El protagonista es un mecánico ascendido a oficial, interpretado por el popularísimo Jean Gabin: Maréchal asume a regañadientes la lógica nacionalista de la guerra, pero tiene tan presentes las diferencias de clase como la lucha de banderas.
En paralelo, se rehuía deshumanizar al enemigo. Abundan los carceleros sensibles con el sufrimiento de los prisioneros. Y una campesina germana también aparece en la ficción, ayudando a los franceses fugitivos. En un momento dado, les enseña las fotografías de los hombres de su familia: todos han muerto en la guerra. En la linea del realismo poético de El muelle de las brumas o Al despertar el día, se retrata el sufrimiento de los desfavorecidos y también su capacidad solidaria. Un amor fugaz, quizá imposible, solía ser el premio de consolación a una vida de contratiempos.
Un personaje de la película tiene especialmente claro que la guerra es un asunto de clase: el oficial alemán interpretado por Erich von Stroheim. Pero la contienda también le parece fútil: cree que, venza quien venza, los privilegios hereditarios acabarán perdiendo relevancia. Con ese sentimiento de fatalidad, y con un clasismo y un racismo expresados con palabras correctísimas, el mayor von Rauffenstein intenta sobrevivir la guerra con el máximo fair play y dedicando atenciones al enemigo al que ve como un igual: el aristocrático teniente de Boeldieu.
Von Rauffenstein puede entenderse como símbolo de un imperio especialmente antidemocrático, pero Renoir también le dota de humanidad al mostrarlo profundamente conmovido por una muerte. Boeldieu, por su parte, representa a una élite que acepta el signo de los tiempos y coopera con un mecánico y un rico de origen judío. Por eso, aunque sea de manera conflictiva, La gran ilusión permite una cierta conciliación con el discurso oficial. Con tensión, incluso con insultos, tres personajes muy diferentes colaboran por una causa nacional que coincide, en algunos aspectos, con la causa progresista.
A pesar de ello, el resultado no servía como obra propagandística. El substrato internacionalista del filme incomodó a la mayoría de las partes en unos tiempos en que no se permitían las sutilezas: lo censuraron la Alemania nazi, la Francia republicana y el régimen colaboracionista de Vichy.
Un clásico cuestionado
Después de la guerra, la película también tuvo sus detractores. Aunque siguió siendo loada por su sensibilidad, sus personajes memorables y sus momentos de belleza y emotividad, quizá mostraba una guerra demasiado limpia para una realidad de genocidios planificados en campos de concentración y de bombardeos atómicos e incendiarios sobre ciudades habitadas. Quizá a Renoir le movía el decoro cuando evitaba representar las muertes usando delicados movimientos de cámara. Quizá también influyó una cierta nostalgia de la juventud: Gabin vestía el mismo uniforme que el cineasta portó en sus tiempos de piloto.
Renoir incluso fue acusado de producir un filme colaboracionista, de anticiparse al gobierno de Vichy, por su retrato de un personaje de ascendencia judía. La acusación parece excesivamente dura. La caracterización de Rosenthal partía de una mirada etnocéntrica, de la contemplación del otro como alguien peculiar y destinado a un papel secundario. Pero el cineasta invertió los estereotipos antisemitas para dibujar un personaje generoso y empático, uno más del trío interclasista de camaradas. Aunque algunos héroes lo sean más que otros, y el proletario interpretado por Gabin reine en la pantalla.
Dejamos para el final un último tema de la película. Su mismo título sugiere algo que explicitan varios diálogos del filme: la gran guerra fue un engaño. Figuras como el presidente estadounidense Woodrow Wilson o el escritor H. G. Wells (que se arrepintió de su arrebato militarista) hablaron de una guerra que terminaría con todas las guerras. Como se comprobó posteriormente, la peculiar estrategia de acabar con la violencia a través de la violencia resultó ser un espejismo por el cual marcharon y lucharon millones de soldados. Muchos de ellos pagaron con sus vidas.
Durante el rodaje de La gran ilusión, Renoir aún no podía saber que ese discurso volvería a usarse de cara a la II Guerra Mundial. Un par de años después, filmó La regla del juego, una comedia más esquiva, menos popular, muy marcada por el clima pre-bélico. Posteriormente, el director se exiliaría en los Estados Unidos y filmaría una de las obras más memorables del Hollywood propagandístico posterior a Pearl Harbor: la antifascista Esta tierra es mía.