Sería injusto decir que el cine de Steven Spielberg no es personal. En cualquiera de sus películas el director ha ido dejando sus obsesiones, sus fantasmas y hasta su propia historia. En E.T. el director habló del divorcio de sus padres, y lo hizo a través de la ciencia ficción, creando una obra maestra que nació de su propia experiencia y su trauma infantil. Sin embargo, el cineasta consideraba que siempre había utilizado el género y la fantasía como parapeto, como forma de escapar de su propia realidad. Sentía que había sido un cobarde incapaz de afrontar su vida como materia prima para sus propias historias de forma directa. Un mal que afecta a los directores en algún momento de su filmografía y que en los últimos años se ha convertido en un subgénero cinematográfico.
Los cineastas han ido abriéndose en canal y cada uno se ha fijado en un momento clave. La culpa burguesa de Cuarón, en Roma; el sentimiento de ser un extranjero en tu propio país de Iñárritu, en la megalómana Bardo; la vida que el terrorismo impidió, en la Belfast de Branagh, o el descubrimiento del deseo y del cine como única forma de vivir y de escapar de la realidad, en Dolor y gloria, de Almodóvar. Spielberg se ha unido a toda esa lista con Los Fabelman —una de las favoritas al Oscar con siete nominaciones—, una película en la que el director cuenta su propia historia a través de la familia ficticia del título, pero que no es más que un trasunto de su propia biografía.
Los Fabelman abarca varios años en la vida de un niño desde los años 50 en Nueva Jersey. Concretamente desde su descubrimiento del cine y cómo le transforma de forma radical hasta convertirse en director. Es la carta de amor de Spielberg al cine, y es una misiva hermosa y conmovedora llena de momentos inolvidables. Es curioso que los directores no paren de realizar homenajes cinéfilos en un momento donde la industria no tiene claro cuál será su futuro. El propio director confiesa que esta obra nace del miedo durante la pandemia a que no pudiera contar historias nunca más y se le hubiera quedado la más importante en el tintero.
Como carta de amor al cine Los Fabelman es insuperable. Lo es porque Spielberg no se queda solo en la superficie, sino que aborda el cine desde todas sus variables. Primero observamos el descubrimiento del cine como maravilla, como fascinación, en ese niño que queda iluminado por la pantalla grande en la sala. Pronto comienza a realizar sus películas, y ahí descubrimos también el cine como forma de enfrentarse a los propios miedos. Si uno es capaz de recrear lo que le aterroriza, podrá afrontarlo en su vida real.
El cine como espectáculo, como entretenimiento y hasta como venganza, en ese final en el que el joven Spielberg/Fabelman le da su merecido al acosador del colegio con una ficción. También aparece el cine como revelador de la verdad en uno de los mejores momentos de la película. La ficción, la imagen grabada y reproducida revela al protagonista la realidad que nadie quería ver. Esa mano entrelazada de su madre —una Michelle Williams con demasiados mohínes— con su amigo que hace girar la película hacia su verdadero corazón. Los Fabelman es una película sobre el cine, sí, pero sobre todo es una película sobre su eterno trauma, el divorcio de sus padres, y es ahí donde el director no consigue emocionar.
Los Fabelman como disección del final de la relación que articula la vida en familia es propia más del niño creador que del autor maduro que realmente es Spielberg. Es ahí donde nos encontramos ante una película ñoña y ensimismada, la mirada de un autor al que solo le importa que sus padres se separaran, abstrayendo la historia de cualquier contexto social y político. La casa y el instituto del protagonista parecen existir solo en la imaginación de Spielberg. Es como si no ocurriera nada fuera. Ni en las calles, ni en las noticias. Es una película que podría ambientarse en cualquier época y sería la misma, y eso dice poco de la capacidad de observación y de análisis del autor para enriquecer su historia.
A la película de Spielberg también le perjudica coincidir casi en el tiempo con Armageddon Time, el filme donde James Gray mira a su infancia para hablar del momento exacto donde fue consciente de su privilegio. Mientras que en Gray la emocionante mirada a la familia queda engrandecida por lo social y político, mostrando que las relaciones personales están atravesadas por todo ello; Spielberg cuenta su historia convencido de lo contrario, una mirada infantil y naif.
Es por eso que Los Fabelman termina sintiéndose como una película desequilibrada, llena de momentos de una belleza apabullante, como ese niño que ve el haz de luz de la proyección en sus manos o el baile de la madre iluminada con los faros del coche. Algunos que dejan clara la maestría y la inteligencia de Spielberg, como cuando el protagonista se imagina rodando la discusión que tiene su familia y lo ve reflejado en un espejo. Es ahí donde la película adquiere fuerza y donde apunta a un tema que se aborda en una de las mejores escenas del filme, cuando el tío lejano —increíble Judd Hirsch que en ocho minutos consigue emocionar y que por ellos ha logrado una merecida nominación al Oscar—, en la intimidad de la habitación, le dice al adolescente que sabe que para él lo más importante es el cine. No es su familia. Ni siquiera la vida real, sino contar historias, y que eso le destrozará. Una frase lapidaria y que, de alguna forma, define el principal problema de la película.
Como Spielberg se sabe todos los trucos, termina, además, su película con una escena para el recuerdo. Un encuentro del protagonista con un cineasta mítico que se encarna en la pantalla gracias a un cameo que conviene mantener en secreto para que el espectador salga de la pantalla con la emoción de descubrirlo. Los Fabelman es una película hermosa donde uno observa los mejores momentos del director, pero de la que se esperaba más profundidad al tratarse de la obra más personal de uno de los autores más importantes de la historia del cine moderno.