Los grandes escritores y escritoras de historias se rigen por dos métodos, el de la brújula y el del mapa. Francis Scott Fitzgerald se caracterizaba por el primero, que consiste en guiarse por el impulso creativo, crear sin bosquejos y dejar volar la imaginación.
Terry Gilliam es sin duda un animal de brújula y, sin embargo, El hombre que mató a Don Quijote es tan cuadriculada que parece un estudio de cartografía.
No se puede culpar al ex-Monty Phyton de haber perdido el toque fresco y lunático tras tres décadas de trabajos forzados. Apenas queda nada del proyecto original de 1999, en el que Jean Rochefort como el hidalgo de la triste figura y Jonny Depp como Sancho Panza se enrolaban en la legendaria empresa de derribar molinos. Ni el viaje en el tiempo, ni el reparto, ni el entusiasmo virginal que se reflejó en Perdido en La Mancha (2000), el mejor documental sobre un rodaje torpedeado que existirá jamás, persisten.
Lo único que ha salido favorecido por el paso del tiempo es la perseverancia de Terry Gilliam, cada vez más parecido a Don Quijote como paladín moderno de la locura y los sueños. Hay mucha madurez impregnada en el caballero de deslucida armadura, lo que se traduce en una simbiosis deliciosa entre el Quijote de Jonathan Pryce y el director. Pero hasta aquí llegan las virtudes de esta nueva versión, tan repensada que ha perdido el efecto sorpresa del chiste.
Quizá la culpa sea del espectador que llega a la sala de cine con las expectativas propias de una película devorada por su mito. Porque, desde luego, no es algo a lo que Gilliam haya contribuido. Desde hace años, el director de Doce Monos se ha referido a ella como “un tumor que extirpar” y el sentimiento que transmite en las ruedas de prensa es más de liberación que de orgullo.
“He leído algunas críticas que dicen que la película es un desastre y no entiendo por qué, la verdad, yo la veo muy estructurada”, dijo Gilliam en Cannes sin entender las reacciones airadas. Y quizá ese haya sido el problema. Que el maestro de la brújula se ha transformado en un guía turístico de la España profunda, y no existe aventura cuando la ruta viene trazada en un mapa.
Entre las dos aguas del Guadiana
La película arranca en medio de un rodaje desastroso en algún lugar de la Mancha. En él, Toby (Adam Driver), un egocéntrico e impoluto director de comerciales, prepara una película por encargo sobre Don Quijote con un presupuesto irrisorio y las presiones de un productor mercantilista. Desesperado, Toby escapa un rato de la producción a lomos de una moto tuneada -y robada a un lugareño que parece recién salido de Jalisco- y se dirige al pueblo de Los Sueños, donde hace diez años rodó su aplaudido proyecto de final de carrera precisamente sobre el hidalgo.
Lo que allí se encuentra está muy lejos de la imagen romántica de la acogedora aldeita española que le lanzó a la fama sin recibir nada a cambio, pues el tiempo ha pasado sobre todos y cada uno de sus actores amateurs como una apisonadora.
La afable Dulcinea se creyó las promesas de éxito de Toby y acabó convertida en la muñeca rota y sexual de los oligarcas de Hollywood. Sancho Panza murió de cirrosis. El tabernero y padre de la chica, que antaño acogía las juergas del equipo de rodaje, tiene el negocio al borde de la quiebra y le guarda un rencor ciego por encandilar su hija. Y, por último, Javier, el zapatero que interpretó a su magno Don Quijote, ha perdido por completo la cabeza y ha permanecido desde entonces atrapado en la armadura del personaje.
Este cambio en el guion es un acierto doble y a la vez una complicada trampa. Gilliam ha querido criticar el caprichoso modelo de las grandes producciones y el utilitarismo de los recursos geográficos y de los habitantes autóctonos por parte de la industria. Al comienzo resulta maravilloso, porque le añade una capa de cinismo a una historia cómica bastante simple. ¿El problema? El director coloca una buena mano de cartas sobre la mesa y no recoge nunca la baza en las dos horas y media que dura la partida.
Tras la relación entre Toby como Sancho Panza y Javier como Don Quijote subyace ese compadreo tierno del que muy pocas amistades en el cine pueden presumir. Sin embargo, El hombre que mató a Don Quijote intenta ser tan histriónica que muchas veces se olvida de Pryce y Driver como la piedra angular de la trama que deberían ser.
“Esta versión tiene muchas más capas, es una tarta mejor hecha”, dijo el director respecto al cambio de planes para los dos personajes. Pero cuantas más ancianas con bigote, gigantes mórbidos, guardias civiles y gerifaltes rusos aparecen, más se desdibuja la armonía entre este par de actores fantásticos.
Los elementos dramáticos pasan de ser la mermelada de la tarta, a un trozo de fruto seco difícil de masticar y que dificulta el desarrollo cómico de la película. Hay pocas escenas que arranquen carcajadas al estilo Gilliam porque ni siquiera se permite ser tan ridículo como en Las aventuras del Baron Munchausen (1988) o extremo como en Brazil (1985).
Su parodia sobre la España profunda, con rituales religiosos “gores” y carnavales que parecen sacados de una secta satánica se antojan flojos para el ex-Monty Python. De igual forma que el topicazo del gitano maleante, el tablao flamenco en pleno campo castellano y los moriscos que esconden una célula yihadista son una parte del quiero y no puedo. En ocasiones casi lo consigue, pero en seguida vuelve a ser una racional defensa de la locura y pierde el efecto.
En definitiva, El hombre que mató a Don Quijote, que estaba destinada a hacernos creer en los gigantes, ha terminado por transformarse en un mastodóntico molino de adobe.