Guillermo del Toro se pierde en su fascinación por un clásico maldito de los años 40
Cuando ganó el Oscar a Mejor director por La forma del agua, Guillermo del Toro ya tenía claro su siguiente paso. Quería adaptar El callejón de las almas perdidas, novela de William Lindsay Gresham publicada en 1946, y el movimiento sorprendía por lo rupturista. El mexicano se había especializado hasta ahora en propuestas de corte fantástico que invocaban la magia de nuestra realidad, explorando sus recovecos para proclamar con entusiasmo y sentido de la maravilla que, rodeándonos, existían cosas más grandes que nosotros mismos.
El argumento de El callejón de las almas perdidas no solo carece de elementos sobrenaturales, sino que además subraya la insignificancia del ser humano impugnando algunos de los grandes relatos que lo acompañaron durante el siglo XX, como pudieran ser el espectáculo escénico y el psicoanálisis. Es una obra pesimista con aroma a tragedia, que a Del Toro le interesaba por cómo podía vehicular una primera aproximación pura al cine negro. Su realización obedece, pues, a la mitomanía que siempre ha impulsado su trayectoria.
Con el matiz de que la prosa de Gresham no es el único referente, pues existe una adaptación previa en la que reparar. Un clásico del cine cuyo influjo asalta las imágenes de El callejón de las almas perdidas y fuerza un diálogo ante el que Del Toro no logra estar a la altura.
El nacimiento del monstruo
Al comienzo de la novela, el impetuoso Stan Carlisle le pregunta a un posible contratante cómo se las ha apañado para conseguir la atracción más exitosa de su feria. Esta consiste en un engendro —o geek, como se solía nombrar previo a aludir a una persona fascinada por la informática— que gimotea y se arrastra ante los ojos atónitos del público: alguien que una vez fue humano, y ahora le arranca la cabeza a los pollos para comérsela. “Quieres saber de dónde salen los monstruos”, responde. “Pues bien, no los encuentras. Los creas”.
La feria de El callejón de las almas perdidas se nutre de sesiones de adivinación a manos de Zeena, de juegos de luz encabezados por Molly, y también de la exhibición del engendro, clamando ante la audiencia que él “antes no era así”. Con este planteamiento, la feria de extravagancias de Gresham se quedaba a medio camino de lo que propondrían otras obras claves de la cultura popular. Catorce años antes, en La parada de los monstruos, Todd Browning erigió al freak como exaltación de la diferencia. Un desafío a la normalidad cruel.
Décadas más tarde Ray Bradbury escribió La feria de las tinieblas, donde tejía una relación padre-hijo donde acababa confluyendo el épico conflicto entre bien y mal, capaz de trascender sus experiencias individuales. Pero eso no le interesaba a Gresham. Para este escritor, la feria encauzaba un estudio de nuestra condena a la perdición a través del egoísmo, representada por ese engendro y encuadrándose en tiempos inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Justo cuando el ser humano había mostrado su cara más fea.
La ambición de Stan le llevaba a manipular públicos, socios y amantes. Primero con un show de telepatía, luego pasándose al espiritismo, y sus engaños no quedaban sin su castigo moralizante en el desenlace. Pero la historia seguía siendo demasiado oscura como para que Hollywood la dejara intacta. Cuando Edmund Goulding la llevó al cine un año después, 20th Century Fox le obligó a cambiar el final, de forma que El callejón de las almas perdidas concluyera con una nota de optimismo. Y aún así, el filme de 1946 permanece como una rareza en el sistema de estudios de la época, por su crueldad y cinismo.
Son múltiples los aciertos que erigen a la película de Goulding —protagonizada por Tyrone Power— como canónica obra maestra, pero puede que el que haya convencido a Del Toro de arriesgarse a darle réplica sea su poder evocador. El callejón de las almas perdidas cultivaba la asfixiante atmósfera que habían rubricado tanto el expresionismo alemán como la traducción que del mismo realizara el noir hollywoodiense, pero su fatalismo no solo se retrotraía a tragedias previas como la Gran Depresión o la citada Segunda Guerra Mundial.
El callejón de las almas perdidas era capaz de proyectarse, de anticipar las neurosis en las que incurriría la sociedad en la segunda mitad del siglo e inicios del venidero. Gresham y Goulding fueron capaces de leer la cultura del espectáculo como un repositorio de las angustias del individuo, donde este buscaba tanto abstraerse como salvarse. Ese espectador al que Stan era capaz de leer la mente solo porque el espectador así lo quería; gracias a que ansiaba ser visto, conocido, entendido. Por eso podía ser víctima de una estafa tan sencilla.
En un apunte muy mordaz Gresham había identificado el psicoanálisis —entonces viviendo una época de esplendor que en lo sucesivo solo mutaría— como otra cara del problema. Esa gente en el diván buscaba lo mismo que el público de la feria, de forma que fuera tan trilero Stan como la psicóloga con la que se acababa asociando, Lilith Ritter (Helen Walker). Nos adentráramos en la mente o en el show, lo que ansiábamos era reconocimiento, una afirmación personal espoleada por nuestras debilidades y conflictos irresolubles.
Goulding fue tan inteligente, además, de lograr que las representaciones de Stan conservaran cinematográficamente una parte del poder de seducción que este inspiraba a su público. Aun sabiendo que se trataba de una estafa, la potencia expresiva de escenas como el primer encuentro con la psicóloga o la aparición de cierto “fantasma” nos subyugaba como espectadores. Y el diagnóstico, así, ganaba significantes. El cine también era un timo. Posiblemente la evolución más perfecta de los espectáculos de ilusionismo de Stan.
Una actualización imposible
El callejón de las almas perdidas, novela y película, alertaba sobre las distintas ficciones en las que se podía refugiar (y se refugiaría) el ser humano al tiempo que fijaba un naufragio inapelable para todas ellas, un momento donde se desactivarían y solo el abismo nos devolvería la mirada. Era tal su potencia discursiva que la pregunta inevitable acerca de la nueva adaptación de Guillermo del Toro también entrañaba cierta inquietud: ¿qué podía actualizar? ¿Qué sentido tenía traer al presente una historia que nunca lo había abandonado?
La respuesta, por suerte, es que Del Toro no ha querido actualizar ni releer nada. Su versión de El callejón de las almas perdidas parte de la certeza de que sus tesis siguen siendo relevantes, sin importar la coyuntura histórica desde la que nos acerquemos a ellas, y que lo más sensato es respetar el sustrato original. Manteniendo su ambientación en los años 40 se beneficia de la atemporalidad, que transcurrido más de medio siglo lo convierte en algo así como una fábula eterna. Una historia de la que han salido muchas otras historias.
La jugada recuerda a una película con la que comparte cartelera (y, en EE.UU., descomunal batacazo de taquilla): la West Side Story de Spielberg. Ambos trabajos ostentan orgullosos el estatus de reliquias que tratan de mimetizar modos añejos del cine comercial, jugándolo todo a que las ideas que sus referentes defendían siguen siendo actuales en su universalidad. Pero, mientras West Side Story supone un excelente caso de neoclasicismo, El callejón de las almas perdidas lo es de cómo la admiración mal encauzada puede restarle contundencia al material.
No es ningún secreto que Del Toro tiene un universo propio. Uno polivalente, además, capaz de armonizar referentes consolidados. Fue capaz de llevar la secuela de Blade a su terreno, de que Hellboy respirara independientemente de los cómics, y de que Pacific Rim hiciera que nos replanteáramos todo lo que sabíamos sobre robots gigantes. Con la historia de Gresham ha hecho lo mismo, acentuando la violencia, regodeándose en la construcción barroca de la feria, y en general dotando a la historia de un envoltorio enormemente lujoso.
La exquisita fotografía de Dan Laustsen, en compañía a las melodías de Nathan Johnson y las interpretaciones del reparto —un feroz Bradley Cooper, Cate Blanchett como femme fatale quintaesencial—, se combinan en una experiencia plástica de primer orden. Todo en ella denota la voluntad de Del Toro por asomarse al cine negro desde la pasión, pero también partiendo de una desmesura finalmente autocomplaciente. El callejón de las almas perdidas dura una hora más que la versión del 47. Y se nota.
No dura más porque profundice en los temas o incorpore elementos reseñables: su absurdo metraje de 150 minutos se desarrolla a costa de sobreexplicarlo todo y alargar situaciones obedeciendo únicamente a lo cómodo que Del Toro se siente en este ambiente. Cuanto más iterativa es El callejón de las almas perdidas, en sintonía, más potencia pierden sus ideas, y con mayor virulencia arrojan al filme a la consideración de pomposo capricho que solo es capaz de remitirnos a épocas donde la concisión, felizmente, estaba a la orden del día.
Por culpa de este exceso y de su solemnidad militante —que nos hace temer a un Del Toro domesticado tras triunfar académicamente con La forma del agua—, El callejón de las almas perdidas se queda a kilómetros del magnetismo del filme al que rinde pleitesía. Es incapaz, por tanto, de responder a su espectáculo autoconsciente con otro espectáculo a la altura, e incide involuntariamente en cómo parte de las grandes ficciones del siglo XX apuntan hoy a haberse quedado obsoletas. Gresham estaría satisfecho, después de todo.
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