Hablar de Jean Cocteau (1889-1973) es hablar de un creador total. Cultivó la poesía, el teatro, la novela, el dibujo y la pintura. También fue un cineasta que quiso trasladar su creatividad personal a una disciplina artística que, por los costes de producción, tiende al funcionamiento industrial. Llamó a crear desde el riesgo y él mismo lo practicó, tanto cuando firmó su debut La sangre de un poeta (asociada a menudo con la etapa surrealista de Luis Buñuel) como cuando se incorporó de manera personal a las dinámicas del cine francés posterior a la II Guerra Mundial.
En 1943, el francés advirtió la tendencia del público a reírse de lo desacostumbrado, y de cómo eso podía paralizar a los creadores. “Aconsejo a los cineastas que vayan más allá, que inventen técnicas audaces y se atrevan a enfrentarse a la risa”, escribió.
Para el autor, el cine era un sueño vivido colectivamente. Y se aplicó para que resultase una experiencia, a menudo desde lo fantástico. Pueden verse ecos más o menos abstractos de ese surrealismo que a menudo le denostó. Aunque su autoadaptación de Los padres terribles, por ejemplo, ejemplifica la existencia de un Cocteau más cercano a lo real.
Dos de sus títulos más recordados, La bella y la bestia y Orfeo, acaban de ser recuperados en excelentes ediciones videográficas a cargo de A Contracorriente Films. Ambas en ediciones, publicadas en soporte Blu-ray, parten de copias restauradas e incluyen materiales añadidos como audiocomentarios.
Un cuento estéticamente subyugante
La sangre de un poeta, primera entrega de su trilogía órfica, fue su largometraje con más huellas de ese contacto con las vanguardias que no dejó de asomar a lo largo de su trayectoria. Tras el fracaso de El águila de dos cabezas y el éxito cosechado con Los hijos terribles, Cocteau apostó por la adaptación de un famoso cuento de Jeanne-Marie Leprince de Beaumont: La bella y la bestia.
El libro La bella y la bestia, diario de rodaje documenta las dificultades en la producción de la película. También los equilibrismos del realizador, que buscaba enriquecer una propuesta narrativa más o menos convencional a través del genio y el hallazgo inesperado: “Un cuidado excesivo y no dejar ninguna puerta abierta al azar espanta a la poesía, la cual es ya de por sí difícil de atrapar”, escribió. El sonido de los ferrocarriles que transitaban cerca del espacio de rodaje, por ejemplo, acabó usándose como un rumor irreconocible, soterrado en la banda sonora.
El resultado no desprende el talante rupturista de La sangre de un poeta, pero el cuento clásico incorporaba alguna huella vanguardista, como un inicio que recuerda al espectador el carácter ficticio de las imágenes que se dispone a ver. Después, un texto de Cocteau apelaba a que la audiencia se entregue a la ingenuidad perdida que convoca mediante un conjuro: “Ábrete sésamo”.
El cineasta y su equipo buscaron maneras creativas de sorprender con recursos imaginativos que prescindiesen de los trucajes fotográficos, buscando la materialidad. En el filme, las paredes pueden mirar y de la oscuridad aparecen manos. El palacio de Bestia es un punto de encuentro del lujo y la fantasmagoría. El mismo autor concedió gran parte del mérito al diseñador de producción Christian Bérard: “Le imprimió al conjunto ese aspecto de verdad que da la espalda a la realidad y extrae sus fuerzas de un sentido casi sonámbulo del equilibrio”.
El film trata de Bella, una joven abnegada que ocupa el lugar de su padre como condenada a muerte por el robo de una rosa. La bestia que la debía ejecutar prefiere mantenerla cautiva y rápidamente le demanda matrimonio. Cocteau se mantiene cercano a la letra del cuento y no enfatiza la violencia psicológica implícita en los chantajes emocionales múltiples, ni cuestiona el secuestro romantizado o un final feliz con tintes de síndrome de Estocolmo. Sí hay, como en la historia original, una cierta crítica de la codicia y del arribismo social.
Viaje al otro lado del espejo
Orfeo es un poeta reconocido popularmente pero cuestionado por los creadores de vanguardia. Cuando es testimonio del atropello de un joven, se sumerge en una extraña odisea y se convierte en testimonio de algunos secretos desconcertantes cuyo conocimiento está vetado a los vivos. El protagonista llega, en coche y con chófer, al otro lado del espejo, en una secuencia que podría hacer las delicias de los aficionados a los juegos de David Lynch (Twin Peaks). Añadase a ello una pequeña telaraña de enamoramientos entre vivos y muertos, y el resultado es una fresca y sugerente versión del mito de Orfeo y Eurídice.
En su punto de partida dramático, Cocteau bebe de su propia biografía. Desde las viejas críticas de poetas surrealistas al deseo ávido de sorprender que desarrolló después de unos inicios literarios más convencionales. Esta búsqueda del reconocimiento y la originalidad se entrelaza con el deseo de entender lo que ha vivido.
El Orfeo de Cocteau tiene algo de títere de las circunstancias y de las decisiones de otros, especialmente de una muerte enamorada, pero no deja de ser un individuo decidido. No está dispuesto a renunciar a la sucesión de búsquedas que se ve impulsado a afrontar, y que le llevan a conocer un inframundo con espacios hostiles y refugios burocratrizados.
En La Bella y la Bestia, Cocteau se sometió en buena medida a la lógica discursiva del cuento de hadas y su afirmación de un enrarecido amor romántico. Con Orfeo, en cambio, socava el amor ideal sugerido por el mito órfico. Nos presenta a un protagonista algo egocéntrico que, fascinado por el descubrimiento de una nueva poesía, ignora repetidamente a su mujer. El final feliz de La Bella y la Bestia puede considerarse un premio a la abnegación que cierra de manera simple algunas de las preguntas generadas por la conducta de los personajes; el de Orfeo, en cambio, resulta mucho más complejo y, quizá, algo irónico.
Al igual que en La bella y la bestia, las astucias de carpintería y los juegos con luces y sombras se imponen a los trucajes fotográficos en la creación de lo mágico y lo inquietante. El resultado es un exponente del mejor cine fantástico francés, que transmite esa poesía presente en obras como El hundimiento de la casa Usher, de Jean Epstein, aunque la propuesta de Cocteau entremezcle de manera muy particular lo mitológico con lo cotidiano. Nueve años después, el francés cerraría su trilogía órfica mediante El testamento de Orfeo.
El más reciente ensayo sobre el cine de Jean Cocteau publicado en castellano es Jean Cocteau, el gran ilusionista (Shangrila Ediciones). No resulta sorprendente que la escritora y académica Pilar Pedraza, amante de lo extraño y lo fantástico, se haya acercado a la figura de este creador atento al hallazgo, a detectar la magia y la sorpresa en detalles que podrían resultar aparentemente banales. Nos ofrece ofrece una mirada que va más allá de lo cinematográfico: si bien las películas del francés se desmenuzan a lo largo del grueso del volumen, más de un tercio de este supone una introducción a su vida y a su multidisciplinar producción creativa.
La ensayista repasa todos los filmes de Cocteau. La observación técnica y estilística se combina con la interpretación, por ejemplo, de la conducta de la protagonista femenina de La bella y la bestia. La escritura de Pedraza resulta inclusiva, notablemente accesible. A la vez, transmite un cierto aire reivindicativo, como si hiciese justicia póstuma a un artista cuestionado por compañeros como Paul Eluard (Diccionario abreviado del surrealismo).
Pedraza insiste en las rupturas de Cocteau respecto a las convenciones del denominado cine clásico, desde su planteamiento del montaje y del uso contrapuntístico de la música hasta la misma iluminación del espacio escénico. A menudo, sus colaboradores parecían desconcertados por las directrices del creador. En sus escritos y entrevistas, el autor no parecía dar una gran importancia a estas trangresiones, que explicaba como adecuaciones personales a las maneras de un cine narrativo que consideraba excesivamente estandarizado.