Aluvión de premios y nominaciones, unanimidad crítica sin precedentes y una expectación pública desmedida. Lady Bird, el primer largometraje escrito y dirigido por la actriz Greta Gerwig, se ha convertido en el fenómeno de la temporada cinematográfica nadie sabe muy bien por qué, quizás porque la película cae simpática como su autora y comparte con ella esa apariencia usual, esa irresistible belleza sin categoría.
Que Greta Gerwig ilumina con su mera presencia las películas en que aparece es un hecho. Y además de un hecho es un don que comparte con las estrellas y que ha logrado singularizarla como actriz pese a que a priori no disponía de muchas de las características acostumbradas. Desde esa naturalidad sin refinar y en poco más de una década ha sabido confeccionarse una carrera como musa de esa corriente tragicómica llamada mumblecore en títulos como Greenberg, Frances Ha o Mistress America, dirigidos por su compañero Noah Baumbach, ha trabajado a las órdenes de Woody Allen, Ivan Reitman o Todd Solonz y ha sostenido sin mayor esfuerzo la mirada de astros cegadores como Al Pacino o Natalie Portman.
Todas y cada una de esas intervenciones la han ido certificando como una actriz cuyo carácter permea a sus personajes, cualidad que le ha granjeado una personalidad extracinematográfica que ahora ampara y viste este debut. Debut que, si tenemos en cuenta el drama Nights and Weekends que hace diez años codirigió junto a Joe Swanberg, tampoco lo sería exactamente.
Las alas extendidas
Lady Bird es una adolescente desesperada por escapar de la capital de California para estudiar en la Costa Este, que en su imaginación se aparece como un vergel de arte, cultura, humanidades y relaciones radiantes. Tanto la sinopsis como el lugar, el Sacramento natal de Gerwig y el año 2002 en que se desarrolla la historia, cuando la actriz aún no contaba sus veinte, sugieren unos mimbres autobiográficos en los que los voceros perseveran mientras ella insiste en desmentirlos. Lady Bird es un homenaje a los propios orígenes que Gerwig localiza a principios de siglo, antes de que las cosas pasasen a ocurrir en Snapchat o Instagram, por la sencilla razón de evitarse filmar pantallas de teléfonos móviles.
Por lo demás, lo que se ofrece es una historia iniciática, corriente y moliente, donde una muchacha ocupada en la construcción de sí misma desde los parámetros equivocados que caracterizan la angustia adolescente va viviendo episodios formativos sobre temas capitales como la amistad, el amor romántico, la sexualidad y las relaciones filiales.
La actriz Saoirse Ronan, que a sus 23 años ya acumula catorce de carrera, interpreta a una joven de 17 cuyas veleidades, las de la edad, conducen una película de ritmo impecable donde la intensidad de cada experiencia superará la anterior, afinada en la comedia flojeras que se quiere y muy triste en el norte dramático que plantea: la universidad, un empleo, el éxito a ser posible. Volar libre, sí, pero hacia la aceptación consensuada. Por el camino, Gerwig instrumentaliza amablemente la educación católica y su ecosistema, que hoy ya no requiere parodia porque funciona como puro camp, y la película concluye dando prioridad a las raíces y a las emociones frontales.
Ritos de paso
Transitar del cine independiente neoyorquino a la alfombra roja californiana es una noticia pésima que el vulgo celebra mucho. Para Greta Gerwig, que hizo el trayecto inverso cuando de muchacha de provincias pasó a convertirse en icono de la urbanita chic, la respuesta que está logrando Lady Bird supondrá un paso de gigante en términos profesionales, pero puesta en contexto, su película es solo una de esas anécdotas con que el cine comercial se sanea de vez en cuando.
Como sea, Lady Bird responderá muy bien a la intuición del espectador: quien se sienta atraído por ella, dificilmente saldrá insatisfecho; quien albergue un mínimo de pereza, mejor que la obvie porque no va a encontrar motivos de gozo ni para armar un juicio, y esta reseña es la prueba. En cuanto al consenso que la película ha conquistado más allá de cualquier previsión, quizás se explique, además de en los astutos y sigilosos vericuetos de la mercadotecnia, en el aquilatado exacto de esa amargura apócrifa que hace parecer honda una película que es pura complacencia sentimental.
Lejos de las expectativas que a algunos incautos nos hacían vaticinar el Ghost World para una nueva generación, aunque todas las generaciones sean la misma, Lady Bird es una historia honesta y bien medida pero tristemente rendida a la realidad. Un sencillo y deprimente relato sobre madres e hijas que no se le puede afear a su autora porque al fin y al cabo sabemos que lo ha escrito y dirigido como lo hace todo Greta Gerwig, de cuerpo entero y con la cara lavada.