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'Lazzaro feliz', alegoría contra el capitalismo en tiempos de incomprensión

Póster 'Lazzaro feliz'.

Francesc Miró

¿Y si en algun lugar perdido entre Las Dolomitas hubiese una aldea que no ha conocido cambio alguno en los últimos tres siglos? Una en la que sus habitantes, atrapados entre escarpadas montañas, fuesen campesinos entregados a la tierra y sus tradiciones. Engañados por una influencia exterior para cultivar tabaco generación tras generación.

Eso plantea Alice Rohrwacher en su nuevo largometraje, drama tocado de realismo mágico que transita igual de seguro entre el cine social heredero del neorrealismo italiano, y la fábula en torno a la bondad, la amistad y la generosidad en un mundo despiadado.

Tras hacerse con el Premio Especial del Jurado de Sitges, y el premio a Mejor Guion de Cannes -ex aequo con el libreto de la iraní Tres Caras de Jafar Panahi y Nader Saeivar-, Lazzaro Feliz  llega a nuestros cines como una feliz rareza. Una película que se desmarca de una cartelera dominada por el recuerdo adulterado de Queen, el exceso de color y ruido de El Cascanueces, y los asesinatos de Michael Myers. Estamos ante un film comprometido, profundamente bello y apacible.

Cine social de poesía o barbarie

En su anterior película, Alice Rohrwacher ya miraba hacia la Italia rural para exponer abiertamente las diferencias culturales entre dos colectividades que compartían geografía y nada más. El país de las maravillas  narraba la historia de tres hermanas, hijas de un apicultor, que vivían en una granja alejada del mundanal ruido. En ella, el pater familias las educaba en base a unas estrictas reglas que empezaban a venirse abajo con la llegada de un joven de ciudad enviado allí para su reinserción social, y un talent show que rodaba por la comarca.

Esta vez, los protagonistas no cuidan panales de abejas sino que cultivan tabaco. Son los habitantes de La Inviolata, una aldea de unas decenas de habitates que vive bajo el severo control de la marquesa Alfonsina de Luna - a quien da vida la gran Nicoletta Braschi de La vida es bella-. A ella rinden tributo y por ella trabajan de sol a sol, ajenos a conceptos como 'derechos laborales', 'sindicalismo' o 'sueldo'.

Allí vive Lazzaro, un joven servicial y cándido a quien sus vecinos tratan de 'tonto del pueblo'. De la misma forma que la mayoría aceptan ser prácticamente esclavos de los designios de la marquesa, también asumen que pueden abusar y explotarle al joven bonachón -interpretado por un Adriano Tardiolo que se revela como uno de esos raros aciertos de cásting que hacen invisible al actor-.

Cuando un buen día, Lazzaro entable una extraña amistad con el hijo de la marquesa, Tancredi, todo el sistema en el que vive empezará a venirse abajo.

Rohrwacher construye un discurso sobre la explotación y las relaciones de poder entre seres humanos que, a pesar de ser evidente, juega siempre con una sensibilidad expositiva comedida e inteligente. Atenta al detalle, el cruce de miradas o el silencio que expresa más que cualquier diálogo, la realizadora configura un extenso alegato humanista que enfrenta el capitalismo a los vínculos emocionales, presentando la empatía y el amor como campo de batalla.

Todo, construido con un andamiaje ideológico que jamás se sitúa por delante de la narración. Lazzaro feliz  es la historia de una comunidad de incomprendidos, pero también la de un personaje 'puro' en su concepción moral del mundo, que es absolutamente incapaz de encajar incluso dentro de su pequeña red de conocidos.

Para cuando, de forma inesperada, la fantasía penetre en la narración, Alice Rohrwacher habrá creado un universo tan particular en sus códigos y tan amable en sus formas, que será difícil no conectar con él.

De Fellini a De Sica y tiro porque me toca

Aunque el cine de Rohrwacher se reivindica por derecho propio como singular, las imágenes de sus referentes no desaparecen. Lejos del barroquismo formal del Sorrentino de La gran belleza, la realizadora se posiciona sin problema como una de las voces más particulares del cine italiano contemporáneo pero eligiendo detenidamente a quien parecerse.

De ahí que en Lazzaro Feliz habiten ecos de Fellini y su La voz de la luna, pero también secuencias cuya cercanía remite directamente al neorrealismo del Vittorio De Sica de Milagro en Milán o Ladrón de bicicletas. Cuando no determinadas rimas visuales cercanas al cine de Roberto Benigni.

Todo, sin dejarse llevar por su ambición formal: Lazzaro feliz  es una película cuya puesta en escena naturalista no descuida un omnipresente lirismo.

Secuencias en las que el ensueño domina la narración dialogan asombrosamente con otras en las que realidad golpea como un mazo. Tan pronto vemos a los protagonistas robando el sonido -que no el instrumento- de un órgano de iglesia para sacarlo a pasear por la calle, como les vemos timar a una pobre señora para venderle un objeto muy por encima de su valor.

Bien es cierto que determinado subrayado final, y algun segmento narrativo dispuesto más a descolocar que a profundizar -nunca sabremos ni comprenderemos bien por qué el hijo de la marquesa hace lo que hace-, pueden ensombrecer el vigor del relato.

Aún con todo, Lazzaro feliz  es una luminosa oda a la amabilidad en tiempos de grosería. Triste e incluso desesperanzadora en su discurso, pero profundamente bella en su forma de recitarlo.

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