Algo ocurre con el viejo oeste. Algo que pasa por una mirada crítica a un género que fue tan importante en lo cinematográfico como en lo ideológico. El wéstern fue la forma en la que EEUU contó a sus ciudadanos y al resto del mundo su historia. Lo hicieron, como siempre, desde el lado de los ganadores. En su retrato los indios eran salvajes asesinos que merecían ser exterminados y arrinconados. Las mujeres, cuando aparecían, solían ser comparsas. Era un género que sudaba testosterona, y que poco a poco fue cayendo en desuso a pesar de haber dejado para el recuerdo varias de las películas más importantes del cine de Hollywood.
Esa mirada crítica ha venido desde diferentes cineastas. No ha sido algo generacional, ni siquiera geográfico. Directoras como Jane Campion o Kelly Reichardt, y veteranos como Martin Scorsese o Pedro Almodóvar lo han hecho, mostrando aristas que no estaban antes. La llegada del capitalismo a esos EEUU que empezaban a conformarse en First Cow; la masculinidad tóxica de El poder del perro; la homosexualidad reprimida y no mostrada en Extraña forma de vida o el genocidio de la comunidad Osage en Los asesinos de la luna son algunos de los ejemplos más recientes.
Quizás con esta última, o con esa forma de mirar a las comunidades nativas, es con quien entronca en lo temático Eureka, la personal propuesta de Lisandro Alonso, cineasta argentino sobre el que la crítica ha dicho que reintentaba el wéstern y que con esta película lo hace de forma explícita con ese comienzo en blanco y negro que copia las normas (formales, morales y lingüísticas) del género con un Viggo Mortensen como justiciero en un poblado. Algo que descoloca para cualquier conocedor del cine de Alonso. Pronto todo se reajusta, y esto se demuestra como una primera muñeca de la matrioshka que ha preparado el director de Jauja.
Lo que hemos visto no es más que la película del oeste que ve una de las protagonistas, una mujer nativa de una comunidad de Dakota del Sur que trabaja como policía. Una segunda parte que, en un giro fantástico llevará el filme a una tercera en Latinoamérica donde veremos a otra comunidad nativa, lo que servirá para establecer un juego de espejos para reflexionar sobre cómo ha tratado cada comunidad a dichos poblados. Unos, arrinconados en un trozo de tierra cedido a regañadientes y obligados a aceptar unas tradiciones que no son las suyas en pos de un falso progreso. Los otros, también arrinconados, pero al menos disfrutando de su sitio y sus ritos.
Lisandro Alonso reconoce que este podría decirse que es “un wéstern con todas las letras”. O al menos “con todos los códigos o con todos los clichés”. No termina de entender por qué un cineasta cuyos abuelos por parte de madre eran españoles y por parte de padre de La Pampa se siente cómodo “haciendo un género que viene de una cultura que no le es cercana”. “Imagino que es lo suficientemente cercana para hacerme creer que me parezco más a lo que es un director cinematográfico si hago un wéstern en inglés, con Viggo Mortensen y rodado en Almería”, dice con ironía y aclara que en su película ese comienzo es “una farsa”.
Con el cine trato de darle cierta dignidad y valor a las cosas que que retrato y, sobre todo, a la experiencia del proceso, de filmar, de ir y poner el cuerpo. Tratar de escuchar y entender
Pero no es solo un juego caprichoso, sino que lo que hace es “plantear un género que de alguna manera mitificó e hizo usufructo de toda una comunidad nativa, que fueron los primeros que pisaron el suelo norteamericano y que fueron medio maltratados y que todavía son maltratados en todos los sentidos”. “El wéstern invadió el mundo entero a través de las películas que se proyectaron en todos los cines del mundo y que fueron formadoras cultural e ideológicamente de cierto tipo de estructura cinematográfica”, añade el director.
En esas narrativas había quienes no estaban representados, y son los que Lisandro Alonso cree que fueron “los verdaderos protagonistas de la película”. Esos nativos que él muestra en el presente en el segundo fragmento del filme. “Una comunidad que está medio olvidada, en el medio de una piedra y que parece que están esperando a que desaparezcan definitivamente para tener un asunto menos a resolver. Como si fuera un punto negro a resolver”, opina.
Cita, precisamente, a Scorsese y Almodóvar como ejemplos de autores que vuelven al Oeste. Para él estas aproximaciones no son refutaciones: “No es necesario reinventar el género, porque hoy la mitad de los wésterns no se podrían haber filmado por cómo trataban a las mujeres, a los indios o a los negros. Si ves ahora Centauros del desierto, la parte en la que raptan a la india y la usan como un animal para divertirse… eso no se podría producir hoy. Podrías hasta tener problemas legales”.
Su película mira a los nativos desde otro punto de vista, y establece una simetría para mostrar cómo viven tanto en Latinoamérica como en EEUU, donde el cineasta cree que “están mucho más excluidos”. También cree que en su tierra tienen otra cosa que les ayuda a avanzar, la ficción, la tradición oral, esa forma de contarse: “Tenemos esta cosa de contarnos sueños de posibles realidades que no suceden. No solo en Argentina, sino en los países vecinos, y eso no es poco. Además, a pesar de estar arrinconados pueden tomar el agua del río, comer un animal o pescar. Los nativos norteamericanos no pueden casi ni salir de su tierra”.
Hay una frase que define muy bien la tesis de la película, cuando a un personaje de esa comunidad nativa de Dakota del Sur le preguntan que de dónde es, y ella responde que no lo sabe, que es algo que siempre se pregunta. Para Lisandro Alonso es una cuestión sobre lo que deberían ser y no son. “Lo que le contaron sus abuelos a ese personaje es que fueron los dueños de ese país y podían hacer lo que quisieran, pero la realidad es que ahora, en 2024, están muy lejos de sentirse dueños de algo, de tener libertad. Tienen una esperanza de vida de 50 años, pero si andan 10 kilómetros, hasta Nebraska, el promedio de vida sube a 70 años. 10 kilómetros. Para mí es algo cruel y criminal. Si EEUU quisiera resolver políticamente ese punto negro de su historia, lo podrían hacer”, zanja.
Pese a ello no se considera un “cineasta indigenista, social ni político”, sino alguien que “toma ejemplos radicales para intentar entender quiénes somos como seres humanos”. Algo que, de por sí, ya es eminentemente político, y que termina reconociendo a regañadientes para añadir la forma en la que entiende el cine: “Yo sugiero y propongo conexiones válidas que están dentro de la película. Depende de cada espectador tomarlas, procesarlas y reflexionarlas. Hay espectadores que prefieren no reflexionar, que prefieren ir, mirar algo más cerrado, entretenerse y pasar a otro tema. Yo, si busco entretenimiento, me voy a un bar y me pido una cerveza. Me divierto más. Con el cine trato de darle cierta dignidad y valor a las cosas que retrato y, sobre todo, a la experiencia del proceso, de filmar, de ir y poner el cuerpo. Tratar de escuchar y entender”.