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Michael J. Fox en el cine: la cara sonriente del neoliberalismo

Hace 35 años, el 22 de septiembre de 1982, la cadena de televisión estadounidense NBC emitió el primer capítulo de la telecomedia Enredos de familia. En apenas unos minutos, sus creadores establecían el núcleo cómico de la serie: las fricciones políticas, siempre resueltas de manera amable, entre unos padres criados en tiempos de la contracultura y unos hijos adolescentes que apoyaban a Ronald Reagan.

El personaje interpretado por Michael J. Fox se convirtió en símbolo de un cambio de época. Alex Keaton era un adolescente republicano, ocurrente y decidido, algo duro pero encantador en el fondo. Ser de izquierdas pasaba a ser anticuado: lo moderno era querer ser un broker de bolsa o un ejecutivo agresivo que, además, podía sonreír con encanto juvenil.

En su quinta temporada, Enredos de familia rozó los treinta millones de espectadores. Su protagonista se convirtió también en estrella cinematográfica gracias a Regreso al futuro. Marty McFly llevaba bambas Nike, bebía Pepsi y protagonizaba una película que sugería que había que dar un puñetazo a tiempo para no convertirse en un perdedor. La recompensa por golpear al acosador (y evitar una agresión sexual) era un éxito económico sin costes. Al final del primer filme, Marty era la misma persona, con la misma novia, el mismo amigo mad doctor y la misma casa (mejor decorada), pero con padres más adinerados.

Durante alrededor de una década, Fox fue una estrella. Quiso probar con papeles más dramáticos (editor cocainómano en Noches de neón, soldado desplazado a Vietnam en Corazones de acero), pero encontró un nicho en la comedia blanquísima dirigida a un público familiar. De manera involuntaria, acabó convertido en una especie de rostro sonriente del neoliberalismo. A medida que se alejaban los agresivos años ochenta, sus obras hablaron del amor y la familia como frenos a la ambición desatada, siempre sin salir de la lógica individualista.

El secreto de mi éxito (1987)

El secreto de mi éxito

Un chaval de Kansas se ha formado para triunfar como ejecutivo, pero una absorción empresarial le lleva al paro en su primer día de trabajo. Su desdeñoso tío le emplea como repartidor de correo, pero la cultura yuppie no entiende de mejoras paulatinas, así que el protagonista usa un despacho vacío y su conocimiento de las comunicaciones de la empresa para procurarse un alter ego en forma de asesor cualificado. A partir de ahí empieza la locura, con Michael J. Fox ejerciendo de Superman de la gestión y Clark Kent del reparto de cartas.

Esta película de Herbert Ross es quizá la obra más genuinamente ochentera de la filmografía de Fox, con permiso de Regreso al futuro o Teen wolf. Tenemos montajes musicales de fascinación por la vida estresante del yuppie, que camina apresuradamente con el maletín en la mano y hace visitas rápidas al gimnasio. También se incluye la inevitable trama romántica, esta vez con elementos de vodevil pasado de vueltas (se crea un triángulo amoroso que acaba en pentágono).

El resultado es una comedia alocada y muy contradictoria. Su demencial final feliz, con una estrambótica alianza interclasista de banqueros, ricas herederas, arribistas simpáticos y trabajadores no cualificados es un ejemplo de las promesas de prosperidad universal del reaganismo. La desigualdad social no existe o no importa: tú puedes.

Doc Hollywood (1991)

Doc Hollywood

El secreto de mi éxito puede considerarse un ejemplo cómico de los momentos álgidos de los ochenta. Doc Hollywood, por su parte, escenificaría el paso a una etapa de corrección de los excesos pasados. El estreno de Wall Street se anticipó a un crash del mercado bursátil, producido en otoño de 1987, que abrió fisuras en los sueños de prosperidad infinita a través de la financiarización de la economía. Si Están vivos fue una fantasía sobre el malestar de los desposeídos, Doc Hollywood es una comedia biempensante de ruptura conservadora con la cultura yuppie.

El protagonista es un joven médico a quien le surge la oportunidad de trabajar en una elitista clínica de cirugía plástica. Los primeros minutos de la película nos presentan a un chico arrogante que conduce un coche deportivo y toma atajos (tanto metafóricos como literales) hacia la prosperidad.

De viaje hacia California, nuestro antihéroe sufre un accidente que le deja varado en una minúscula localidad rural donde conoce a una atractiva e independiente conductora de ambulancias, a quien intenta acercarse con una insistencia a ratos bochornosa y repelente. A partir de ahí, crecerá la tentación de abandonarse a una vida sencilla, volcada al servicio a la comunidad. Más de uno ha visto similitudes entre esta historia y el filme de animación Cars.

Conserje a su medida (1993)

Conserje a su medida

La comedia romántica no solo ofrece realidades paralelas en el ámbito de las relaciones amorosas. Conserje a su medida valdría como fábula de fe ciega en la meritocracia y la teoría del goteo. El crecimiento económico, dicen, acaba llegando de una manera u otra a todos los estratos sociales. La película nos muestra una tierra de las oportunidades donde un eficiente conserje de hotel de lujo puede comprar un edificio abandonado con las propinas que recibe.

Como el optimismo neoliberal tiene ciertos límites, también se asume que la teoría del goteo no puede con todo. El protagonista necesita un inversor para reformar su propiedad y convertirla en el hotel que sueña con regentar. Y aquí llegan las soluciones de cuento: un millonario que viste como un hombre de clase media acabará encargándose de todo.

La propuesta nos retrotrae al ingenuismo del Hollywood censurado de los años 30, incluyendo además elementos más propios de un cuento infantil. Al final, el héroe hipermaterialista prioriza el amor a una chica de clase trabajadora. Y es premiado con un happy end que cierra en falso cualquier debate sobre los límites éticos en la búsqueda de dinero y prestigio.

¡Dadme un respiro! (1993)

¡Dadme un respiro!

Esta película podría entenderse como una broma sobre el encasillamiento de su actor protagonista. Michael Chapman es una antigua estrella infantil de la televisión, ahora un desastroso agente de pequeños actores que explota sus últimas migajas de fama. Se comporta de manera infantil hasta que descubre a un talento natural, una niña carterista, a quien deberá tutelar y con quien descubrirá el instinto familiar.

Producida por Disney, ¡Dadme un respiro! es otra muestra de las tímidas exploraciones de la pobreza en el mainstream del reaganismo y de su larga e interminable resaca. La realidad de las rentas bajas es un parque temático que proporciona experiencias de aprendizaje para aquellos que lo visitan, como los protagonistas de ¡Qué asco de vida! y El súper, ambas ficciones de gentrificación y acoso inmobiliario. Las personas que realmente sufren los problemas, en cambio, son comparsas del viaje interior de un hombre blanco con poder adquisitivo.

En unos comentarios sobre Titanic, el filósofo esloveno Slavoj Zizek hablaba de ficciones donde los personajes de clase baja son vampirizados por alguien de una clase superior. En esta ocasión, la vampirización es tan emocional como económica: convivir con la niña es el detonante para que el treintañero Michael asuma sus responsabilidades como persona adulta, pero el trabajo de ella también genera lucrativas comisiones que mantienen a flote el negocio del protagonista.

Los codiciosos (1994)

Los codiciosos

Joe es un viejo millonario, gruñón y cruel, que vive rodeado de familiares que codician su herencia. Tras la irrupción de una joven enfermera, los aspirantes a herederos deciden recuperar una figura del pasado: el sobrino olvidado de Joe, un discreto jugador de bolos al borde de la retirada. Daniel representa una presunta integridad que se va disipando cuando empieza a anhelar la fortuna de su tío.

El guionista y realizador Jonathan Lynn, creador de la corrosiva teleserie británica Sí, ministro, ya había probado los límites de la sátira dentro del star system con Su distinguida señoría, una comedia de amor y corrupción política con Eddie Murphy. Los codiciosos resulta aún más desdentada en su advertencia sobre la posibilidad de embrutecerse por dinero, neutralizada mediante un desenlace tranquilizador.

Más allá de algunas pinceladas de humor negro, el filme es una ficción autocomplaciente muy propia de su época. Explora el sentimiento de culpa pero ofrece una sanación rápida. Y crítica la avaricia sin proponer reformas de calado, como aquella administración Clinton que apenas incluía asteriscos sociales en su desregulación ecónómica. Los codiciosos representa unos Estados Unidos sumergidos en la Matrix del crecimiento económico infinito, en un sistema que funcionaba con pequeños y solucionables problemas que convertían el espejismo en algo verosímil. El 11S y el crack hipotecario ejercieron de violentos despertadores de esa realidad virtual.