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25 años de 'Un día de furia': la odisea del hombre blanco enfadado que quería volver al pasado

Michael Douglas interpreta a un hombre cuya ira soterrada termina estallando

Ignasi Franch

Atrapado en un atasco, irritado por un calor asfixiante y por los ruidos insistentes de los cláxones, algo se quiebra en la mente de William Foster. Se baja de un coche que deja abandonado y, con su traje y su maletín, grita que se marcha a casa. Así empieza la aventura urbana de este angry white man (hombre blanco enfadado) que recorre una Los Ángeles multiracial representada como un freak show de desorden, crispación y amenaza.

En su momento, Un día de furia generó reacciones encontradas. Manejaba un material polémico, por su representación de la urbe y porque el protagonista empieza su periplo aterrorizando y apalizando a personajes arquetípicos de minorías étnicas (un comerciante coreano y dos pandilleros latinos). Durante el rodaje, habían tenido lugar las protestas y las situaciones de violencia posteriores a las absoluciones de policías en un caso de brutalidad policial. La víctima había sido un joven afroamericano, Rodney King, y la paliza había sido grabada en vídeo.

Michael Douglas acababa de interpretar la también polémica Instinto básico, y el realizador Joel Schumacher se había establecido como un realizador de éxito gracias a Jóvenes ocultos y Linea mortal. Bajo la dirección de Schumacher, Douglas aportó una interpretación desconcertante en sintonía con una película repleta de contradicciones.

Violencia y supremacismos

Decía el realizador Aki Kaurismaki (El otro lado de la esperanza) que siempre evita filmar escenas de violencia que proporcionen placer al público. Schumacher propone una experiencia más turbia puesto que ofrece una cierta gratificación a la audiencia. Juega a satisfacernos mediante respuestas violentas a diversas frustraciones cotidianas. Y a hacerlo mediante los códigos conocidos del thriller urbano estadounidense.

Especialmente en los años 70 y 80, las pantallas se llenaron de historias de ciudades representadas como junglas de asfalto. Las sagas protagonizadas por Harry Callahan (Harry el Sucio) y Paul Kersey (El justiciero de la ciudad) representaron las dos vertientes, policial y parapolicial, de unas fantasías de mano dura fascistoide. Un día de furia comparte algunos rasgos con estos filmes, pero sus autores mezclan el thriller con el drama familiar espeluznante y la comedia negra. Se plantea un juego perverso de identificaciones y distanciamientos respecto al protagonista.

En los dos primeros arrebatos violentos del personaje, ambos en respuesta a amenazas, la música y los imágenes sugieren una cierta glorificación reminiscente de las historias de justicierismo. Pero Foster es un Ulises oscuro, un maltratador psicológico decidido a reunirse a la fuerza con una Penélope que había conseguido una orden de alejamiento contra él.

El retorno a casa es, o debería ser, imposible. Como también una cierta voluntad de viajar atrás en el tiempo. “Volvamos a los precios de 1965”, dice antes de destrozar una tienda. El personaje podría ser un héroe populista de la ultraderecha, quejoso por la pérdida de poder adquisitivo o el gasto público innecesario. Y está dispuesto a mostrar violentamente su deseo de restauración de un orden previo, de un capitalismo mejor, de un estado de las cosas implícitamente racista, implícitamente machista, porque implica volver al dominio del hombre blanco.

La paradoja es que, a pesar de desear volver al pasado, no puede más que huir hacia adelante. Schumacher y compañía son conscientes de las connotaciones supremacistas de la odisea de Foster. En una escena del filme, este vive con incomodidad la admiración que le muestra un comerciante nazi. Él niega esta verdad incómoda y acaba enfrentándose a quien se la plantea.

Los autores facilitan que el visionado sea menos perturbador a través de notas de humor negro y de una cierta ridiculización del protagonista. En paralelo, va quedando claro que el resentimiento social del personaje tiene ramificaciones más íntimas. Foster incuba un aterrador deseo de control definitivo: el asesinato de su exmujer y su hija, seguidos del suicidio propio.

Miscelánea de contradicciones

El personaje de Prendergast, el veterano policía que persigue a Foster, sirve de referente para la audiencia. Pero este agente también es un hombre blanco humillado por unos compañeros que no le respetan y por una mujer que le controla. La esposa transtornada por la pérdida de una hija se representa como una mujer ridícula y caprichosa. Prendergast también tiene sus estallidos: golpea a un detective faltón y alza la voz a su esposa. ¿Quizá este héroe discreto comparte con el enloquecido protagonista la nostalgia de un pasado de primacía masculina?

Rodada en plena extensión del reaganismo a través del mandato de George H. W. Bush, Un día de furia se vendió como una película socialmente comprometida. En ese contexto, sus responsables insistían que Foster era a la vez villano y víctima. Una siniestra escena de amenaza telefónica a la exmujer del protagonista podía alternarse con una semicómica escena de secuestro de una hamburguesería.

El desenlace remite al monólogo de John Rambo en la versión cinematográfica de Acorralado. Rambo defendía que Vietnam se había perdido porque los políticos habían abandonado a los soldados, y representó al patriota obediente que se sentía traicionado. El discurso de Foster es muy parecido: “Hice todo lo que me dijeron. ¿Sabías que construí misiles? Ayudé a proteger América. Deberías ser premiado por eso, pero en cambio se lo dan al cirujano plástico. Me mintieron”. Y su odisea puede entenderse como una sátira de un sistema enloquecido o como un ejemplo de locura reveladora de verdades ocultas.

Asumidas las mentiras patrióticas, queda la aproximación burlesca a los mitos de la americanidad. El mismo Foster, asumiendo con una cierta perplejidad su naturaleza de malvado de la función, propone un duelo de western que encierra una verdad mucho más capitalista: que su hija cobre una póliza de seguros.

La música escogida evidencia el tono inconcreto de la obra, que dibuja al protagonista como alguien que hace realidad algunos deseos ocultos, pero también como un perturbado a quien temer y de quien reirse. Esta desconcertante alternancia de estímulos puedo nacer del cálculo comercial, de la búsqueda de una manera de hacer accesible una ficción muy angulosa si se hubiese tratado en clave puramente dramática. A la vez, permite una inmersión en las contradicciones del pop y de la cultura política estadounidense.

Este tono misceláneo genera situaciones más problemáticas. El gesto sacrificial de suicidio económico se representa como una redención extraña. Y vuelve a abrir una puerta que se había ido cerrando: la consideración del maltratador autocompasivo, que ha acumulado delitos en su periplo, como una víctima a la que compadecer. Acabar el filme con vídeos domésticos de Foster es otra nota que genera perplejidad.

Schumacher y su equipo manejan personajes y situaciones explosivas de una manera ambigua que puede resultar interesante pero también irresponsable. Su propuesta puede servir como una afirmación de bajísimos instintos de resentimiento, dominio y ajuste de cuentas violento con el presunto destronamiento del hombre blanco. En pleno déjà vu de algunos discursos del reaganismo mediante la presidencia de Donald Trump, en plena reacción machista a la popularización de los debates feministas, su visionado resulta dolorosamente actual.

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