El más salvaje de los Monty Phyton hace memoria

Es el miembro más visceral de los Monty Phyton y suya es la identidad gráfica del grupo británico, uno de los más influyentes de la historia de la comedia. Esas credenciales le aseguran la posteridad, pero Terry Gilliam es además un director de cine fantástico de voz vehemente e inconfundible recogida en títulos como Los héroes del tiempo (1981), Las aventuras del barón Munchausen (1988), El rey pescador (1991), Doce monos (1995) o la ya clásica Brazil (1985), aquella distopía sobre el totalitarismo que recordamos dolorosamente todas las mañanas de camino a la oficina.

“Sé que en mi cabeza flota toda clase de mierdas raras, pero no quiero analizarlas, quiero ponerlas a trabajar”. Terry Gilliam tiene un vasto recorrido que garantiza un libro de memorias colorista e inspirador. Su experiencia, aunque vinculada al cine y la televisión, se funda sobre su vocación original de dibujante tocado por la contracultura y se ve enriquecida por una personalidad ruidosa y rebosante de sentido común que a sus 75 años le hace estar en el mundo como hay que estar, suspicaz con esta época, que él califica de demencial, en que gobierna la dichosa premisa de la “correccion política”.

Desde la autoridad de una obra satírica y humanista donde realidad y ficción tiran y aflojan cada una de un cabo de la existencia, ambas con la misma potestad, Gilliam presenta este libro de recuerdos cuyo título original, “Gilliamesque”, ha sido sustituido en su edición española por un estrafalario Gilliamismos donde el sufijo cobra perfumes de movimiento, tendencia o patente.

Cámara en ristre

Gilliamismos, recién publicado por Malpaso Ediciones, es un somero recorrido por el lado creativo de la vida donde el autor detalla su incorporación profesional a esa parte, se muestra estupefacto, agradecido o airado por el transcurso de las cosas y detalla los accidentes de un terreno de naturaleza agreste donde arte e industria se mantienen en liza.

Aunque contiene pequeñas pullas, algunas inmensas (si no hubiera sido miembro de esa Iglesia de la Ciencia Cristiana que le prohibía ir al hospital, Jim Henson “todavía estaría entre nosotros”), Gilliam no rinde cuentas ni se detiene en pormenores, algo que su velocidad vital no le permite. Tampoco presta la mínima atención a proyectos nonatos de los que al aficionado le gustaría oír hablar (no hay mención, por ejemplo, a su temprana idea de adaptar al cine Watchmen, que desechó cuando Alan Moore le hizo entender que no era necesaria y que además era imposible). Sólo parará atención en aquellos trabajos frustrados que han cuajado en documentos de fuerza o ensayos sobre la creación como Perdidos en La Mancha, el testimonio acerca de su eterna quimera de llevar a la pantalla El Quijote.

A cambio, desgrana el litigio que mantuvo para respetar la integridad de Brazil como oportuna alegoría en aquel momento fatal que marca el fin de la era industrial e inaugura el fundamentalismo del libre mercado que promueven Thatcher y Reagan, recuerda tragedias como la muerte repentina de Heath Ledger a mitad del rodaje de El imaginario del doctor Parnassus (2009) o apunta, a colación de su desatendida Tideland (2005), que siempre creyó que su niño interior era una niña.

En términos empresariales asegura que “solo hay otro lugar como Hollywood en Estados Unidos: Washington”, y en esa declaración mata dos pájaros de un tiro y recuerda que su primera incursión en solitario tras la cámara, La bestia del reino (1977), se quiso hacer una película antiamericana “no de una forma política, sino simplemente contraria a la lente deformadora de Hollywood bajo la que yo había crecido”.

Gilliam sacará los colores a la izquierda que hoy se disculpa por todo e incluso por nada cuando se remonte al auténtico despegue cinematográfico de los Python, La vida de Brian (Terry Jones, 1979), película producida por el mayor fan del grupo, el beatle George Harrison, que logró la condena de católicos, protestantes y judíos: “Hay que esforzarse mucho para que todos esos tíos se pongan de acuerdo. Nosotros lo conseguimos ofendiéndolos por igual. (...) Aquello fue de puta madre. El islam no existía en tiempos de Jesús: en caso contrario también habría participado. (…) Era maravilloso ser acusado de blasfemia porque eso significaba que habíamos conseguido irritar a la gente adecuada”.

Fuck the USA

Cabe recordar que Gilliam nació en Missouri, aunque abandonó el país a mitad de los años 60 (“muy liberado de no tener que sentirme culpable de la destrucción que Estados Unidos provocaba en el planeta”) y en 2006 renunció a la nacionalidad estadounidense. En la universidad de aquel país ingresó como “un muchacho tremendamente motivado y lleno de ambiciones” y salió cuatro años después como “un inútil completamente perdido”. Antes, las influencias culturales más importantes de su infancia habían sido la radio, que considera su primer estimulante a la hora de generar imágenes, el trabajo de cómicos como Ernie Kovacs en su embocadura hacia la comedia surrealista y los cuentos de los hermanos Grimm, Walt Disney o la Biblia, que aun siendo laico considera un libro fundamental: las generaciones que han crecido sin estudiarla han salido perdiendo, asegura.

Por encima de todos esos referentes se sitúa la revista Mad, desde su ideólogo Harvey Kurtzman a los dibujos de Jack Davis pasando por los chistes de Will Elder o las mujeres que salían de la plumilla de Wally Wood, una tropa de la que pasará a formar parte cuando Kurtzman le contrate como colaborador de Help!, donde confeccionó multitud de fotonovelas que alentaron su interés por el cine y en cuyas páginas se convocaron artistas como Woody Allen, un emergente John Cleese o el mismísimo Robert Crumb, con quien nuestro hombre caminaría la urbe para tomar apuntes de la alienación reinante.

Pero ni siquiera la explosión contracultural lograría acallar la llamada de la vieja Europa, que a sus ojos tenía mucho más que ofrecerle que aquel continente de emprendedores que ya se había recorrido resistiéndose al LSD, poniendo voces en el Freak Out! y el Absolutely Free de Frank Zappa o viendo faenar en México al Cordobés, con quien todo el mundo le encontraba un enorme parecido.

Así que, siendo veinteañero y para eludir la posibilidad de Vietnam, viajó a salto de mata (“entonces nadie tenía el miedo que la gente tiene ahora”) empapándose de sentido estético en Estambul, reponiéndose en Alicante de un accidente de moto (en España descubrió que te daban dinero por donar sangre) y sacrificando el vehículo en las colinas de Barcelona para seguidamente huir de la Guardia Civil hacia París. Allí René Goscinny, padre de Astérix y por entonces editor, le cedió un par de páginas para dibujar chistes en la legendaria revista Pilote.

Y ahora algo completamente diferente

Embriagado por el floreciente swinging London y con el cine del gran Richard Lester como gasolina, Gilliam sentó campamento en aquella ciudad que en términos de urbanismo le parecía de escala mucho más humana que la abrumadora Nueva York. Londres “no llegaba a ser una caricatura de sí misma, pero sí participaba de una jerarquía social de una simplicidad medieval y continuaba siendo lo bastante estirada como para seguir siendo interesante. (...) Aún quedaban muchos muros que derribar y mucha gente de la que burlarse”.

Allí se movió primero por la prensa local y guiado por John Cleese aterrizo en la televisión, donde vendió sus primeras piezas a un subversivo programa infantil protagonizado por tres jóvenes cómicos: Michael Palin, Terry Jones y Eric Idle. Estaba a punto de nacer el grupo que revolucionaría la comedia europea.

Su situación en los Monty Python la definirá a partir de la observación externa de lo que era la comedia británica, cuya clave estaría en que “los humoristas no se permitían el lujo de cargarse el statu quo porque entonces se hubieran quedado sin nada de qué burlarse. (…) Yo era menos conservador que ellos. Aunque eran subversivos, su forma de socavar el sistema era típicamente británica, taimada y pasivo agresiva, mucho más suave que el ataque frontal norteamericano al que yo estaba acostumbrado. A mí, en mi delirio mesiánico, no me importaba en absoluto cargarme todo de un día para otro”.

Su mayor y única ventaja sobre el grupo, fundado en la precisión de la palabra, radicó en esa furia: “Comparado con ellos, yo era una especie de fuerza de la naturaleza, una criatura a la que el lenguaje todavía no había castrado”.

Héroe de su tiempo

En Gilliamismos, un libro de formato grande, ilustrado y juguetón como no podía ser de otra manera, el artista se asoma a esa realidad de la que el mundo occidental ha decidido aislarse amparado en lo que él llama las palabras malditas, “salud y seguridad”, y vierte perlas cada tres páginas: “Que una película o un videojuego contengan muchos tiroteos no convierte automáticamente a nadie en asesino en serie, del mismo modo que en los años 50 los niños no se hicieron automáticamente comunistas por leer cómics, aunque debo decir que sí tuvieron ese efecto en mí”.

La escritura le lleva a reflexionar sobre las cualidades de su obra: “Me encantan las alfombras hechas a mano, hay algo en el proceso de tejer que me resulta fascinante y la tradición islámica de dejar algún error intencionado en ellas porque sólo Dios hace cosas perfectas resuena especialmente en mí. Sin duda he intentado ser fiel a ese principio en mi trabajo”.

Su fundación artística la emplaza, como manda la tradición, en la niñez: “Es muy frustrante, siempre he querido tener cicatrices vitales pero no las tengo. Esa es probablemente la razón de que me haya metido en el cine, para adquirir unas heridas más profundas, tanto emocionales como espirituales, que una infancia asombrosamente feliz me negó tan cruelmente”. Y preguntado por el éxito reconoce que sí, que es una sensación estupenda, “pero no quiero engancharme, no quiero necesitarla”.

Gilliam, que subtitula su libro Memorias prepóstumas y en él se cuida muy mucho de no caer en solemnidades, cuenta que tiene encargado que le entierren en un ataúd de cartón y le planten un roble en el pecho. Es el broche que resume a un hombre, todavía en activo, que en su obra se ha caracterizado por la exaltación de la vida y que en su vida, por otra parte indistinguible de su obra, se ha conducido por un principio que todo artista debería tatuarse en la frente: “Si la gente va por un lado, mi instinto me dicta ir por el opuesto”. Conviene escucharle.