Si alguien lee la sinopsis de Scrapper, la historia de una niña de un barrio obrero y precario de Londres que pierde a su madre y engaña a los servicios sociales para sobrevivir, se imaginaría un dramón de dimensiones épicas. Una película gris, hasta lluviosa. Una película que haría Ken Loach, cineasta que ha impregnado su estilo en todas las generaciones posteriores. Sin embargo, Reino Unido siempre ha mostrado esa flema británica para tratar temas sociales desde otro punto de vista. El ejemplo paradigmático es Full Monty, la comedia de Peter Cattaneo que arrasó hasta llegar a los Oscar y que, en forma de comedia lo que hacía era radiografiar a una comunidad de trabajadores expulsados por las medidas neoliberales de Margaret Thatcher.
Esas excepciones se empiezan a convertir en norma gracias a una nueva generación de cineastas británicas, casi todas mujeres, que están hablando de la clase obrera abriendo su mirada, mezclando géneros y con unas influencias que mezclan desde al maestro Loach al videoclip. Lo demuestra con éxito e inteligencia Scrapper, el debut en la dirección de Charlotte Regan que se estrena este viernes 24 y que, con una sinopsis tan trágica, consigue un filme luminoso, esperanzador y con un estilo visual moderno que apela a un público más joven. La fórmula ha funcionado, tras su paso por el pasado Festival de Sundance, donde ganó el Premio del Jurado, acaba de recibir 14 nominaciones a los premios del cine independiente británico, los BIFA.
La directora, de 29 años, confiesa que siempre ha querido hacer “películas de clase trabajadora que sean alegres y permitan mostrar a esas personas sin estar definidas por ser pobres o por sus dificultades económicas”. “Es algo con lo que he luchado mientras crecía cuando veía películas de la clase trabajadora donde el carácter de los personajes estaba marcado por su pertenencia a esa clase o por lo que luchaban”, añade.
Por eso su filme es optimista, un optimismo que cree que viene de que las personas que empiezan a contar ahora esas historias han pertenecido a esos contextos sociales, gente que “ha experimentado esa educación”. “Estamos viviendo un cambio en lo que pueden ser ese tipo de historias. Es un cliché que la gente quiere historias grises y bastante tristes de la clase trabajadora. Eso es a lo que están acostumbrados, casi sorprende cuando encuentras algo diferente en un festival, porque estamos acostumbrados a que Gran Bretaña sea gris y deprimente, y nuestra clase trabajadora con acento. Creo que está cambiando ahora que tenemos tantas voces diferentes, con películas como Rye Lane y Blue Jean, que realmente se salen de la norma”, apunta.
Ese es el cine que le gusta ver, “películas en las que entras y sales sintiéndote más ligero que cuando entraste”. “Soy un poco como una niña y siempre quiero que haya un final feliz. Así es como consumo contenido. Me encanta el optimismo y el humor”, dice casi justificando su propuesta. El cine que ama es el que descubrió junto a su abuela, colándose en los cines a hurtadillas. La primera que recuerda que vieron así fue El señor de los anillos. “La primera”, aclara.
Siempre he querido hacer películas de clase trabajadora que sean alegres y permitan mostrar a esas personas sin estar definidas por ser pobres o por sus dificultades económicas
“Era demasiado pequeña, no debería haberme colado en esa, pero recuerdo el sentimiento de escaparme del mundo y de lo rica y lo adulta que me sentía. No éramos una familia a la que le interesara mucho el arte, no era algo de lo que se hablaba en casa… A mi abuela, de hecho, lo que le gustaban eran los concursos de la televisión. Creo que puedo nombrarte todos los concursos de la televisión del mundo. Pero, soy muy joven, yo reveo la saga de Harry Potter cada vez que estoy triste. Soy como una chavala de 15 años que ve El señor de los anillos, Harry Potter, Star Wars y ese tipo de cosas”, dice de forma honesta y sin darse tono citando a los grandes autores europeos.
Esa luz también se traslada a la puesta en escena. Con insertos de falso documental que rompen la cuarta pared y que apuestan por el humor. También sus colores pastel, o sus letras amarillas sobreimpuestas. Un trabajo conjunto de la directora de producción, ambas de clase trabajadora y con la máxima muy clara: “Mostrar nuestro mundo de manera alegre”. “Siempre insistimos en cómo podíamos hacer eso en todos los apartados, diseños de vestuario y producción, fotografía… queríamos salir de ese mundo gris desaturado”, dice y señala la influencia de películas como The Florida Project o Bestias del sur salvaje, “que combinan las dificultades del personaje con el espectáculo visual”.
Con su mala leche, Charlotte Regan también tira sus dardos a los servicios sociales en Scrapper. Personas sepultadas en papeles, que han deshumanizado a sus interlocutores y que arreglan todo con una llamada de teléfono. Una decisión que justifican en que el filme está “anclado en la perspectiva de Georgie, y es una niña que se imagina que esas personas dicen esas cosas sobre ella”, pero para la directora ese punto de vista “dice más sobre los servicios sociales, la policía o la relación del Gobierno con la comunidad joven, que lo que en realidad hacen”. “Así es como los niños lo ven, como amenazas aterradoras, y así es como nos educaron, incluso cuando crecí, los servicios sociales eran un concepto aterrador”, zanja.
A pesar del tono, el filme también habla de la pérdida, y es algo que fue entrando en el guion cuando la directora perdió a su abuela y a su padre mientras escribía el filme: “En Japón hay libros para niños donde enseñan el duelo mucho mejor que a nosotros. Lo ven como un lenguaje que debe aprenderse, porque todos lo vamos a experimentar y todos vamos a tener dificultades para hablar ese idioma. Creo que la falta de voluntad para tener esas conversaciones antes de que sucedan es parte del problema y se convirtió en una gran parte de la película”.