A Kitano a veces le llora un ojo porque lo tiene pipa. Ocurrió en agosto de 1994 que el cineasta, que pasaba una mala racha, se estampó con su ciclomotor contra un poste. El accidente le partió la mandíbula y le hizo añicos la calavera, y los médicos se pusieron manos a la obra sin saber que en aquella reconstrucción estaban contribuyendo a lo que acabaría siendo el 'underplaying' más célebre del cine asiático.
Recobrado de aquel chupetón de la muerte, Kitano pasó a ver los colores más vivos y empezó a pintar cuadros. Animales, ángeles, monigotes y flores. Bastantes flores. Unos cuadros sin malicia, a veces traviesos. El de artista pintor se sumaba a sus quehaceres como director de cine, actor, guionista, bailarín de claqué, músico, cantante melódico, escritor de novela y ensayo, poeta, boxeador aficionado, locutor de radio, estrella catódica y un largo etcétera de avatares. Todo ello sobre la marcha.
A Takeshi Kitano, que ahora cumple 75 años en el mundo, le han ocurrido muchas cosas y muchas le han ocurrido sin querer. Crecido en una familia humilde, de ascensorista en una sala de fiestas dio el salto a las tablas y pasó a ser la mitad de los Two Beats, un dúo manzai (modalidad clásica de comedia en vivo evolución del clown y el payaso augusto) que le procuró fama nacional como Beat Takeshi, nombre de guerra que acostumbrará a utilizar en su faceta televisiva y como intérprete. Corrían los años 70. Diez después se iba a poner a las órdenes del maestro Nagisha Oshima para desearle a David Bowie Feliz Navidad, Mr. Lawrence, y al final de esa década se pasaba detrás de las cámaras para firmar Violent Cop, su primera película, que en realidad no era suya sino de Kinji Fukasaku quien, por problemas de agenda cedió la dirección a su protagonista, un policía con arrebatos de ira que, en un momento dado del metraje, se detenía a mirar un cuadro de Chagall.
La peripecia vital de Kitano es tan profusa que los de Netflix le han hecho el año pasado una película biográfica tomada de sus libros de memorias. Se llama 'El chico de Asakusa' y no la pensamos ver nunca, porque quién querría ver una película de Netflix pudiendo ver una de Takeshi Kitano. Aunque las hayamos visto todas.
Destruir el lóbulo frontal
Siendo antes que nada un cómico profesional, el talento de Kitano radica en aislar el humor en sus dos grados básicos: la risa y la carcajada (la sonrisa es otra cosa, se ríe por inclinación), pero también contempla variantes extremas como la alegría y el llanto, consecuencias del contento insoportable que promueven muchas escenas de sus películas. Para todo ello, jugará la carta del ridículo, del equívoco, del absurdo y de la sorpresa. Y por las mismas razones que la risa, que si no es repentina es apócrifa, brota en su cine una violencia genuina que se espera como se espera el sopapo de un payaso al otro, como una cosa muy seria.
Los de Netflix le han hecho el año pasado una película biográfica llamada 'El chico de Asakusa' pero no la pensamos ver nunca, porque quién querría ver una película de Netflix pudiendo ver una de Takeshi Kitano
El cine de Kitano se sostiene en esos dos pilares fundamentales: la indolencia ante el infortunio y el júbilo de la violencia. Lo primero se localiza en el pestañeo. Ese tic en el ojo que concede a su rostro hierático una emoción insondable, la noción ancestral de que alguna vez fuimos humanos. Lo segundo es consecuencia de lo primero: estar vivo ahora. Una energía espontánea y festiva, más propia del dibujo animado, donde un demonio de las profundidades con querencia por la gamberrada estaría orquestando todo momento.
Todo Kitano está en sus principios, de hecho. Y en los principios mudos del cine. Ese entendimiento simultáneo de la violencia y la risa ya sostenía su gran obra, el programa televisivo que aquí conocimos como Humor amarillo, donde el accidente, la humillación y el desafuero se aliaban en las rutinas de cachiporra y en el único chiste del mundo que nos sobrevivirá porque es anterior a los hombres: la piel de plátano en mitad del camino. La gratuidad de la violencia en la obra de Kitano nos habla, precisamente, de la gratuidad de la violencia.
El mar y no pensar en nada
Sonatine, A Scene at the Sea, Flores de fuego, El verano de Kikujiro… Las películas más conmovedoras de Kitano parecen ser de interior, pero si nos fijamos bien son marítimas, tienen todas su ribera, un mar que él entiende en su lectura típica y tópica, como final y origen de todo. Ese tipo de ternuras, como musicar Violent Cop con una versión electrificada de la primera gnossienne de Erik Satie o poner a un samurái a volar una cometa, hacen que su cine pase por sentimental cuando en realidad es que está siendo puro, limpio de cualquier cinismo, un destilado de confección muy difícil para un adulto.
Poner a un samurái a volar una cometa hace que su cine pase por sentimental cuando en realidad es que está siendo puro, limpio de cualquier cinismo
La poesía de Kitano está más próxima a la llaneza de las margaritas que a los crisantemos o a los cerezos dichosos. La ética y la estética de su país tan dañado recorre lógicamente una filmografía llena de ideas, pero a menudo de ideas nuestras. Kitano nos despeja la película y nos hace sitio para que podamos pensarla, pensarnos nosotros mientras la vemos, y ahí estaría un poco la diferencia entre el cine comercial y el cine de autor, lo que hace que en Francia le adoren y que en Japón nadie se interese demasiado por sus películas.
Las palabras inútiles
Salvo imperativos de producción, Kitano rueda siempre en orden cronológico, como si las películas acontecieran, y así tiene la posibilidad de pasearlas desde el principio, hace de ellas lugares. Va de una escena a otra caminando cuando podría hacerlo por corte, y en ocasiones, al ser películas japonesas, se permite cruzar el plano como si tuviera algo que hacer al otro extremo. Pero casi nunca va a hacer nada y por eso su cine respira ese transcurrir ocioso tan expresivo, errático y lleno de repentes como el jazz al que es también aficionado.
Kitano, que nació en invierno ahora hace 75 años, lleva toda una vida cuidándose muy mucho de no hacer una película perfecta, si es que eso fuera posible, porque sabe que la mera posibilidad de lograrlo anularía su potencial para siempre. En lugar de eso ha ido entregando lacónicas peripecias yakuzas, tragicomedias románticas, sobradas líricas y ejercicios febriles de autoparodia, cuentas de una filmografía viva y cariñosa, perseverante como el éxodo de una tortuga y capaz, en sus perfumes benditos y un tanto tocados de autismo, de lograr en nosotros el asombro del niño ante el enigma.