Tigre y dragón y La casa de las dagas voladoras. Acaso también Hero, aquella con Jet Li. El peatón occidental apenas conoce esos dos o tres títulos embajadores, pero el wuxia es un género profundamente enraizado en la sociedad china, que lo ha desarrollado en un sinfín de seriales, cómics, películas o videojuegos que a su vez se miran en los poemas y romances seminales del siglo IX.
El wuxia es la fantasía heroica de los chinos. Su novela de caballerías, si se prefiere. Sus ingredientes principales suelen ser la venganza, las deudas de honor, la lealtad y la traición, el individualismo y la justicia por la mano. En el wuxia el asesino es el héroe, algo que, de entrada, siempre es bonito y hace épica. Además, sus protagonistas, soldados sublevados o particulares con agallas y cualidades felinas, son capaces de hacer cabriolas sobre las aguas, brincar a la atmósfera para burlar a la muerte y expresarse cortando en tres un cabello al viento con el acero mitológico de sus sables.
Hou Hsiao-hsien, uno de los representantes de aquella nueva ola taiwanesa que hace más de 30 años quiso llevar al cine el clima de su realidad, recala ahora en este género de la imaginación con una película de asesinos implacable basada en la quietud y la elipsis.
Cítaras y tambores
El cine de Hou Hsiao-hsien (1947) se abrió al reconocimiento internacional a finales de los años 80 con películas como Ciudad de tristeza, su primer título de madurez y un éxito en el circuito de festivales que se vería ratificado con otros como El maestro de marionetas, Las flores de Shangai o el estilizado drama romántico Millenium Mambo, donde la participación francesa ratificaba el visto bueno de la intelligentsia occidental. Durante todo ese tiempo, en la mente del director latía un relato corto ambientado en los tiempos de la dinastía Tang que había leído en su época de estudiante, la historia de una princesa extirpada de su familia imperial por una monja que la adiestrará en las artes marciales y un día, en castigo a su piedad, le encomendará matar a su primo, un gobernador disidente con el que estuvo prometida.
The Assassin ha requerido una producción de más de un lustro para hacerse realidad, algo que se comprende atendiendo a su lujuriosa dirección artística, la casi patológica rigurosidad histórica de que hace gala y el hecho de ser cine auténtico, película de 35 milímetros que dota al producto de una solidez formal hipnótica a la vista e inexpugnable a la razón. Algo que cobra tintes de milagro cuando Hsiao-hsien explica que todos los efectos especiales se incorporaron en cámara, nunca en posproducción, y que su método fue el de siempre en su cine: no ensayar nunca las escenas, ni siquiera las de lucha, para mejor descubrirlas rodándolas.
Como en todo wuxia, la riqueza estética y conceptual de The Assassin nos llega algo mediada a los espectadores occidentales, que de ningún modo vamos a ser capaces de leer más allá de lo epidérmico. Imposible desentrañar los códigos de una película hablada en austero guwen, una escritura antigua que en su naturaleza incluye matices morales y en su enunciado se rinde a cierta arritmia, un tono que el cineasta no duda en abrazar para hacer de su drama un espectáculo lacónico y sin embargo monumental.
Ni tigres ni dragones
Erigida en torno a la belleza diáfana y demoledora de Shu Qi, actriz que debe sus mayores éxitos de crítica a sus colaboraciones con el director, The Assassin tiene ya un lugar distinguido en la historia del wuxia no por la acrobacia y el aparato que caracterizan el género sino por todo lo contrario, por su contención. Porque se trata de una opera callada, una película que ocurre en segundo plano mientras en pantalla se sucede otra, una de gente trayendo y llevando noticias a lo largo de una trama inscrita en la narración pero solo efectiva en lo que no muestra.
Lo que cuenta The Assassin es una anécdota tan simple que de repente se habrá diluido en nuestro entendimiento y se nos habrá hecho hermética, un galimatías. Pero la buena noticia es que nos dará igual, nos será indiferente y hasta preferible, porque eso nos permitirá desplazar el goce a un espectáculo pictórico que es lenguaje y proteína, mecernos en el crepitar del fuego, abstraernos en el zumbar de las moscas, la meteorología, los sables cruzándose y el arrullo de una cámara siempre agazapada, elementos que hacen de esta una película fragante, ritual y próxima a lo etnográfico que, más que verla, es cuestión de mirarla.
En la actualidad no hay escena de acción física en los videojuegos o en el ruidoso cine comercial que no deba sus coreografías a la herencia del wuxia, este tipo de cine asiático que no hace distinciones entre el cielo y la tierra y que en manos de Hou Hsiao-hsien se ha revelado detenido en algún lugar entre ambos. The Assassin no subvierte, observa las reglas y es puro wuxia. Es danza, sustancia estética y violencia líquida, pero es también otra cosa: un limbo estanco, ancestral e incorruptible que nos lleva a preguntarnos si esto, más que una simple película, no estará siendo un hechizo.