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Crítica

'The Brutalist' pone al Festival de Venecia a sus pies y se perfila como un perfecto León de Oro

Venecia —

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En El manantial (1949), la película de King Vidor basada en la novela de Ayn Rand, el arquitecto al que interpretaba Gary Cooper enarbolaba los principios del neoliberalismo económico que ya estaban presentes en la obra original. Ambas apostaban sin fisuras por el individualismo como única forma del progreso en la sociedad. El intervencionismo, según ellas, era una lacra que hacía hombres dependientes, mientras que la verdadera forma de avanzar era el esfuerzo de la persona sin tener en cuenta la comunidad. No es una excepción, la economía de EEUU se ha construido sobre esa idea confusa y torticera que une en la misma frase ese progreso como país con el triunfo meramente individual. Una idea que estaba, también, en Fortuna, la obra de Hernán Díaz que miraba a los primeros compases del capitalismo. Uno de los pasajes del complejo puzle narrativo de Díaz enfrentaba ese capitalismo con los ideales de un comunista que había huido del fascismo de Mussolini.

Mientras que en Fortuna se establecía una especie de equidistante ‘ni tan buenos unos (los comunistas) ni tan malos otros (los capitalistas)’, el cineasta Brady Corbet recurre ―aunque posicionándose claramente― a un enfrentamiento similar en la monumental y apabullante The Brutalist, una de esas películas destinadas a perdurar en el tiempo y que tras proyectarse en el Festival de Venecia dejó a toda la prensa tiritando con su epopeya de tres horas y media, rodada en 70 mm y VistaVision y con intermedio incluido. Corbet, como subrayó además en la rueda de prensa del certamen, ha creado una película que es una enmienda a la totalidad de El manantial, y establece un hilo entre el fascismo y el capitalismo de EEUU (se huye de uno y se acaba hundido por el otro) contando la historia de Laszlo Toth, un exiliado húngaro que tras escapar de un campo de concentración llega a EEUU, donde un golpe de suerte le lleva a comenzar a desarrollar su talento como arquitecto. 

The Brutalist es un sopapo con la mano abierta al sueño americano, mostrando la ilusión de todos los migrantes que llegaron y cómo esa idea del anfitrión solidario vendida durante años no es tan cierta. El protagonista, al que da vida de forma sobresaliente Adrien Brody, huye del campo de concentración para dormir en otros barracones, ahora donde se hacinan los trabajadores precarios (todos extranjeros o negros) sobre cuya fuerza de trabajo se empieza a levantar la economía pujante del país.

Corbet contrapone formatos y materiales, e introduce noticieros y publicidad que muestran la gran situación de la economía y la enfrenta al sufrimiento de aquellos que trabajan para que otros se haga ricos. Pero no es The Brutalist una obra sobre el típico migrante obrero, sino que prefiere centrarse en una persona cuyo talento y esfuerzo deberían, si la meritocracia y el sueño americano no fueran una falacia, haberlo hecho triunfar de forma fulgurante. Aquí su talento se enfrenta a quien tiene el dinero, al ego caprichoso y desatado de un magnate que se muestra como amante del arte y la arquitectura pero que es capaz de pedir un penique que se le cae al suelo para no perder ni un solo céntimo.

La película, que abarca desde 1947 hasta 1980, realiza el viaje de este personaje a través de su ascenso como creador y su lucha para levantar su obra maestra. No es casualidad que este arquitecto sea un representante del brutalismo, movimiento artístico vinculado al socialismo y a la creación de edificios para la comunidad frente al individualismo que vendía El manantial. Tampoco que el personaje se forme en la Bauhaus (esa escuela que ahora vuelve a atacar la extrema derecha como hizo el nazismo en su momento)

A pesar del talento, el migrante, para encajar, debe renunciar a sus señas de identidad y tradiciones. Lo vemos en el primo del protagonista, que abandona el judaísmo para casarse con una católica; y lo vemos cuando la mujer presume de su gran inglés y accede a que se la llame por una versión inglesa de su nombre. Por supuesto deben abandonar su propia lengua. Es la forma de ir borrando las raíces como única forma de ser parte de ellos. 

Que The Brutalist pone los símbolos de EEUU patas arriba es algo simbólico y hasta literal. Lo primero que ve el espectador cuando el personaje de Brody sale del barco que le lleva a su destino es la estatua de la libertad del revés. Lo último que se verá antes del epílogo final (que es en Italia y que guarda un último discurso ambiguo que dará para discutir), es una cruz invertida. Dos de los símbolos de América completamente desvirtuados y cambiados, subrayando el mensaje. A Corbet no le da miedo incluso a veces pecar de obvio, y la película se permite, en un giro sorprendente, realizar una metáfora sexual tan obvia como bestia y acertada. O incluso expresar en alto lo que ya estaba en sus imágenes: “Este país está podrido”, “No nos quieren”, se oye decir a sus personajes.

Si en su discurso es impecable, en su puesta en escena es, sencillamente, deslumbrante. El uso de los 70 mm es sobrecogedor, y la propuesta sonora y musical, inmersiva y hasta experimental en ocasiones, es una delicia como lo es una fotografía exquisita que se detiene cuando quiere subrayar la belleza de los edificios, con especial importancia cuando consigue emocionar rodando los mármoles de Carrara en estado puro. Una película desbordante pero que consigue que uno sienta que no sobra ni uno de sus minutos, ni siquiera el intermedio presidido por una foto y que parte la película a la mitad en el momento perfecto.

The Brutalist tiene todo para ser un León de Oro impepinable. Por dimensión, ambición, y hasta por imperfecta. Por arriesgada, política, y por mostrar que todavía hay autores dispuestos a ir más allá de la convención.