“Al final, las cosas se vuelven tan trágicas que terminan siendo cómicas”, decía Mandy Patinkin en Ojalá estuvieras aquí.
Algo así ocurre con las dos comedias que se han presentado este jueves en el festival de San Sebastián, The disaster artist y Fe de etarras, donde una situación dramática acaba siendo la mejor excusa para reírse de lo absurdo del ser humano.
Solo el género bien ejecutado tiene ese poder de transformar el ambiente en el patio de butacas, donde las caras de cansancio han dejado paso a una alegría contagiosa. El público reía a carcajadas -esta vez con más razón que en Marrowbone- y aplaudía agradecido por un buen rato de humor y cine decente. Después de tantos días de dramas sociales y thrillers violentos -con la excepción de Wonderstruck, el cuentito de Todd Haynes-, a nadie le amarga una jornada dulce.
Además de Fe de etarras, se esperaba con expectación La peste, la serie histórica de Alberto Rodríguez que compite en la Sección Oficial. Pero la irrupción de Movistar+ y Netflix en el festival se merece otro tipo de análisis, así que nos centraremos en dos títulos estadounidenses que huelen a victoria. No en vano, The disaster artist y The Florida Project han sido calificadas por muchos como lo mejor que se ha visto hasta ahora en la capital donostiarra.
Fuegos artificiales desde los suburbios
Moonee y Scooty le hacen un tour guiado del motel donde viven a su nueva vecina Jancey. “Nadie coge el ascensor porque huele a pis. Aquí vive una que se cree que está casada con Jesús. A este hombre le viene a buscar la policía todo el rato”, le va explicando la pequeña de seis años a su amiga, que observa inocente como si le estuviesen contando la más divertida de las historietas.
Los tres son niños que viven por debajo del umbral de la pobreza en un barrio lleno de edificios de brillantes colores, casi todos moteles reservados para aquellos que no pueden permitirse una casa. El director Sean Baker hace un retrato de la brutal desigualdad del estado de Florida, donde decenas de familias pobres residen al lado del mayor imperio vacacional de Estados Unidos: Disneyland Orlando. Lo hace a través de la inocencia infantil y con una estética wesandersiana para no abusar de la emoción facilona. Pero así resulta casi más desgarrador.
Los críos crecen en un entorno de prostitución, drogas y pandillas, donde aprenden a robar para comer casi antes que a leer. En la superficie no hay drama. Ellos ríen, se entretienen con lo poco que tienen y dicen tacos más grandes que sus diminutos cuerpos. Son maleducados, cochinos, deslenguados y adorables granujas que pasan por encima de la miseria del motel con su vitalidad.
Baker, además, se centra en tres familias donde la figura de responsabilidad es una mujer. Moonee vive con su madre Halley, una chica tatuada de 22 años que está en el paro y se pasa el día fumando porros. Scooty también vive solo con su joven madre, una camarera negra que siempre roba gofres en su restaurante para dar de comer a sus vecinas. La última, Jancey, vive con su abuela porque su madre la tuvo con 15 años y se deshizo de ella. Todas estas mujeres luchan ante la adversidad mientras crían a sus hijos solas. Y nos puede parecer que lo hacen mejor o peor, pero es ahí donde el director nos hace conscientes de nuestra arrogancia.
La película funciona como un documental paradójico, agudo y lleno de grandes momentos que brillan por su cotidianidad. La actuación de los chavales es fresca, casi amateur, pero creíble gracias al trabajo de Willem Dafoe como conserje del motel y de la intérprete de Halley, a quien el director encontró a través de las redes sociales. Sean Baker se había consolidado como el retratista indie de los bajos fondos y un maestro de la paleta de colores, pero The Florida Project es todo eso más una preciosa loa a la amistad. El mejor trabajo que se ha visto en San Sebastián hasta la fecha.
James Franco y su dulce homenaje al ridículo
Ya hablamos -y mucho- de la nombrada peor película de la historia. De su trama ridícula, sus interpretaciones desastrosas y su presupuesto de seis millones de dólares tirado a la basura con una estética de serie B. Pero, ¿cómo se llegó hasta ahí? ¿Quién es el tipo que invirtió su tiempo, su dinero y su imagen en The Room? ¿Qué clase de genio consigue que la gente siga hablando de una película que estuvo una semana en cartelera?
Todas esas preguntas rondan por la cabeza de grandes productores y estrellas de Hollywood como James Franco. Y no hay mejor forma de darles salida que con una película sobre aquel loco rodaje y sus excéntricos protagonistas. Eso es lo que el actor se propuso hacer con The disaster artist, que también dirige, produce y protagoniza junto a su hermano Dave Franco.
Él interpreta a Tommy Wiseau, el cerebro detrás de The Room y una de las figuras más enigmáticas del mundillo. Poco se sabe de él aparte de su apariencia vampírica, su extraño acento de “Nueva Orleans” y su misteriosa cuenta bancaria sin fondo con la que financió esta comedia de culto en Estados Unidos. Franco simplemente borda la interpretación, que parece una sobreactuada parodia hasta que sobrepone en los créditos las imágenes de la película original. Ocurrió de verdad y James Franco no se ha reído de ello: lo ha calcado.
La virtud de The disaster artist es su ritmo, su hilarante guion y su humildad, pues en ningún momento pretende hacer mofa y befa de Wiseau. El espectador empatiza con los sueños del personaje y sufre cuando el público humilla a carcajadas su cinta en la premiere; pero lo mejor llega al final, cuando Tommy por fin se da cuenta de que, sea como sea, ha provocado algo en el patio de butacas. Esas primeras proyecciones de 2003 no dejaron a nadie indiferente y tampoco lo hará la película de James Franco: el homenaje más dulce que alguien le ha hecho jamás a algo tan ridículo.