Dice la buena educación que las exposiciones se hacen partiendo del elemento más conocido, así que este recorrido por tiburones de la bolsa en la historia del cine tiene que empezar por la película más vista en la historia de España, Pretty Woman, la cenicienta que daba amor por un precio moderado y tocaba el corazoncito del más insensible de los egoístas. A la felicidad mediante el intercambio, al amor mediante el negocio. Un verdadero cuento de hadas para quienes dicen que todo se compra y para quienes mantienen, como el pirata Joan March, que quien no tiene precio es porque no vale nada.
El galán de Pretty Woman, ése que agitaba los billetes para que las tiendas caras trataran con educación a su concubina de taxímetro, le contaba a mitad de cinta de dónde provenía el dinero: compraba empresas, las troceaba y las vendía por partes. “Y no haces nada, no construyes nada”, se sorprendía la cenicienta de la avenida, “es casi como robar autos y vender las partes, ¿no?”. “Algo así”, respondía él, “pero legal”.
Hollywood ha hecho muchas películas sobre brokers, pero ha explicado poco del “algo así, pero legal”. Los hombres de bolsa en las películas son relatos sobre la codicia, la rivalidad y la ambición. Pero pocas veces hablan de las reglas del juego, ni de cómo se han formulado, así que ver estas cintas es un poco como un partido de baloncesto donde algunas canastas valen mágicamente 3.000 puntos. Por eso todas las listas sobre personajes de bolsa en el cine comienzan con la misma cinta seminal: Wall Street. El largometraje de Oliver Stone protagonizado por Michael Douglas retrata al icono de la época dorada de los brokers: el implacable Gordon Gekko.
Gordon Gekko, el broker original (de Hollywood)
Gekko es el santo patrón de los brokers del cine y hay que emparentarlo con el santo patrón de los brokers del parqué: Michael Milken, el capitán de los bonos basura y la OPA hostil. Milken trabajaba para un banco muy poco conocido, el Drexel, y tuvo una revelación numérica. Había unos clientes de alto riesgo que los bancos tradicionales no querían ni tocar pero donde podía residir un beneficio astronómico. Los modelos matemáticos y los cálculos estadísticos de Milken decían que si invertía en un abanico suficientemente variado, aunque algunos fallaran, en promedio ganaría una fortuna. Además, el riesgo permitiría prestar el dinero con un interés más alto.
Los números de Milken no mentían. Sus bonos de alto riesgo (o, como sus rivales de los bancos tradicionales los bautizaron, sus bonos basura) conseguían un beneficio mucho mayor que los otros productos. Los inversores se pegaban para participar en los beneficios de los bonos basura, lo que significaba que Milken podía reunir cantidades ingentes de dinero. Y decidió usarlas para extraer el valor de las empresas. Precisamente las corporaciones se habían creado para evitar otro colapso como el de 1929 y colocaban a los gestores industriales como guardas de los intereses egoístas de los gestores financieros. Pero Reagan cambió las normas del juego y admitió la jugada fatal: reunías suficiente dinero, comprabas una empresa con esa megafortuna prestada, la rompías en cachitos y los vendías por separado para maximizar el beneficio. Tal como hacía el tórtolo de Pretty Woman.
Millones de trabajadores perdieron sus empleos en el gran rastrillo del saldo del tejido industrial. Milken construyó una trituradora: identificaba la víctima, la compraba con dinero prestado, la destruía, la vendía con beneficio para devolver con intereses la fortuna fiada, y buscaba la siguiente con más dinero disponible. Como cuenta Adam Curtis en The Mayfair Set, lo más irónico es que las pensiones, que eran el fondo que los trabajadores habían construido para asegurar su futuro cuando les fallaran las fuerzas, también acudieron al panal de más beneficio.
Es decir, el dinero de los trabajadores del pasado se usó como arma para demoler los empleos de los trabajadores del presente. Gordon Gekko termina en la cárcel como también acabó Milken. Los bancos tradicionales denunciaron la práctica y, con el creador entre rejas, se dedicaron a practicarlo ellos mismos. En palabras de Richard Gere, “lo mismo, pero legal”.
Las mil caras del broker
brokerLos tiburones de Wall Street aparecen en el cine como gladiadores místicos que reúnen fortunas desentrañando la cascada de cifras que les muestran los monitores. Danny de Vito en Other People’s Money es “Larry el liquidador” y le hace una OPA a Gregory Peck para comprar y trocear su empresa de cable. En El Gran Farol, Ewan McGregor reconstruye el caso de un broker encargado del mercado asiático donde tapaba pérdidas millonarias con más dinero del que se perdía, en una espiral simétrica al crecimiento exponencial de los bonos basura.
Hay siempre lujo y ostentación y una ventana que domina Nueva York desde un rascacielos más alto que los otros rascacielos. Hay chicas y champán y el dinero que aparece mágicamente; ya se encargará George Clooney en Up in the air de ejercer de Tío Paco con las rebajas. Hay un nutrido número de largometrajes donde el protagonista solo es broker para hablar del contraste monetario. En Quicksilver, la pista rápida del éxito, Kevin Bacon es el mejor de Wall Street hasta que se recicla como mensajero en bicicleta. En La hoguera de las vanidades, Tom Hanks es el número uno de Wall Street hasta que atropella a un chaval por la calle. En estas cintas, los personajes principales podían haber tenido cualquier otra ocupación: presidente de club de fútbol o constructor en Levante, por poner un ejemplo.
Pocas películas hay como Margin Call, que narra el pistoletazo de la crisis cuando las firmas financieras (Forbes las identificó en 2011 como Merryl Lynch y Lehman Brothers) tuvieron unas pocas horas para vender todos los activos hipotecarios posibles, sabiendo que ya no tenían ningún valor. “Según la firma, se acabó la fiesta desde mañana”, arengaba el jefe de los brokers a sus vendedores; “Probablemente no podréis trabajar nunca más en vuestras vidas, pero si lo vendéis todo tendréis una prima de un millón y medio, y otro más si toda la planta vende un 90%. Quiero que vendan a todos los que encuentren. Corredores, agentes, clientes. A su madre, si compra. Y nada de intercambios”.
“No hay muchas películas sobre bolsa porque la gente importante de Hollywood son muy, muy ricos y no creo que les guste removerlo”, señala Tim Harris, guionista de la gran comedia sobre la bolsa Entre pillos anda el juego. En una apuesta sobre si el broker nace o se hace, dos ancianos eligen a sus paladines: el académico Dan Aykroyd y el callejero Eddie Murphy, a ver a quién le va a mejor pujando a futuros en el mercado de valores.
El director John Landis recuerda grabar en sesiones de verdad y con pujadores reales en el parqué del World Trade Center, que no tenía ventanas. “Subías 50 o 60 pisos y luego pensabas que estabas bajo tierra”. Allí le sorprendió que la bolsa fuera un trabajo tan físico: “Se daban codazos de verdad. La bolsa es un deporte de contacto”. La comedia no podía superar a la bolsa: “La enormidad de la desvergüenza... todo viene de la desregulación, de la cobardía y la corrupción del Senado. No puedes exagerarlo, es imposible exagerarlo”.
“Se creen que eres Gordon Gekko”, suena una frase en El lobo de Wall Street, el último stock broker que viene de manos de Martin Scorsese. Como él, abrió un mercado que los bancos tradicionales no querían ni tocar y se convirtió en un rey de lujo, química y caderas. Las historias de ambición no incluyen a los caídos: solo hay tiempo para los yates y para los agentes que los requisan. Para los hoteles de lujo y las chicas que caminan con la sintonía de Pretty Woman. Recuérdenlo cuando la repitan en la próxima rotación.