El 27 de mayo de 2008, dos años antes de morir, Luis García Berlanga hacía un depósito en la caja número 1034 de la cámara acorazada del Instituto Cervantes con instrucciones de que no fuera abierta hasta el día de su centenario. El 10 de junio de 2021 se procede y se revela el legado, del que destaca un ejemplar mecanografiado y encuadernado en canutillo de ¡Viva Rusia!, el guion de la que debía haber sido, pero nunca fue, cuarta entrega de la saga Nacional.
La escopeta nacional supuso el renacimiento profesional de Berlanga tras una etapa desigual y su confirmación no solo como excepcional cineasta coral, sino como cronista político del curso en marcha, simultáneo a la realidad. En la película, situada en 1972 y localizada en la finca Los Tejadillos, propiedad de los señores marqueses de Leguineche, un industrial catalán, interpretado por José Sazatornil, se arrimaba a unos y a otros durante una cacería franquista con intención de colocarle al ministro que correspondiera la patente de unos porteros electrónicos.
A llorar a la montería
La España entera de 1978 jaleó aquella sátira de sinvergüenzas y parásitos tocados de miedo ante el inminente advenimiento democrático, cambio que ponía en riesgo la bicoca y los abocaba al juego de las sillas. El éxito fue tal que dio lugar a dos secuelas: Patrimonio Nacional (1982) donde, extinguido el régimen, el marqués de Leguineche trataba de reconstruir su chiringuito en la villa y corte y Nacional III (1982) en la que, venidos ya del todo a menos y temerosos del reinado socialista, los Leguineche trataban de componérselas para evadir capital a Francia.
Llegados los 90, el productor Andrés Vicente Gómez se interesa por reanimar la serie y financia a Berlanga y a Rafael Azcona la escritura de un guion a mayor gloria del personaje del marqués, cuyo característico intérprete, Luis Escobar, ha calado hondo entre los espectadores. Pero el actor fallece en 1991 y el libreto queda inutilizable. Azcona, cuya relación profesional con Berlanga sufre un desgaste por esas fechas, se descabalga del proyecto, y el productor pide la concurrencia del escritor Manuel Hidalgo para lograr una nueva versión en colaboración con el director y su hijo Jorge Berlanga. Visto bueno el texto, sin embargo, la preproducción no deja de encadenar contratiempos y, pese a las altas puntuaciones otorgadas al guion, se le niega dos veces la subvención del Ministerio de Cultura por supuestos errores de forma en los apartados presupuestarios. Y por una cosa o por otra, no se sabe bien, pasa el tiempo y el proyecto funde a negro.
El imperio contraataca
En ¡Viva Rusia!, el marqués ha finado y los herederos acuden a Los Tejadillos con ánimo carroñero. Antes, Jaume Canivell, el industrial catalán, ha comprado la finca de los Leguineche con la salvedad de una parcela donde se encuentra la casa familiar y, resulta, el único pozo de agua de la zona, lo que supone una traba para el campo de golf con urbanización que planeaba el polaco.
Luis José, el primogénito, acaba de volver del exilio, se encuentra en libertad condicional por cargos diversos y pondera otras posibilidades de negocio como restaurar el trono de Rusia aprovechando la desintegración de la URSS, que augura apogeo de la propiedad privada y pastos verdes para especuladores inmobiliarios y aprovechando el vínculo peregrino de su linaje con un ruso tonto de baba que ronda por allí, bisnieto presunto del zar Nicolás y aficionado a encular gallinas.
¡Viva Rusia! es la paella de los jueves. El conocedor de Berlanga va a devorar esta astracanada con la sonrisa puesta y retribuido de un cine que ya no existe y que remite a La Codorniz, a Bruguera o a los sainetes de Arniches. Las incomodidades de leer un guion se esfuman en la longitud de las escenas de rebaño, aquellos planos secuencia prodigiosos característicos del director, basados en un pimpón dialéctico donde nadie escucha a nadie, pero donde nosotros volveremos a oír de manera cristalina la síncopa de José Luis López Vázquez, la gola atribulada de Saza, el delirio verraco de Luis Ciges, las calenteras de Agustín González o la furia temible de Amparo Soler Leal.
Los códigos, las miradas, el timbre de todos los ruegos, réplicas y cóleras de ¡Viva Rusia! nos los conocemos gracias al talento inexplicable de esa tropa de cómicos que parecían funcionar a la intemperie, sin red ni monólogo interior, porque en cada uno de ellos estaba representada una multitud.
Las familias del franquismo
Otra cosa que, si se pone oído, puede escucharse al fondo es la risa del valenciano. El regocijo de Berlanga en cada uno de los brillantes remaches de este guion plagado de detalles y por lo demás muy corriente, nada nuevo en su filmografía ya que replica la estructura de la primera película —y luego de tantas suyas— y se funda en el placer de los personajes de volver a atender sus axiomas, paridas y clarividencias.
Berlanga y Azcona tenían los planos de España, conocían el monstruo social y podían oler la bestia tumefacta del poder en manos de cainitas como nosotros. La única diferencia entre sus personajes y los personajes que nos gobiernan es que los primeros siempre pierden. A los segundos, está a la vista, el tiempo los ha puesto en su lugar lo que es decir que ahí siguen, a lo suyo, saqueando. Cuando el botín es grande no parece haber problema, hay para todos. Pero cuando se dan tiempos de escasez, no dudan en acuchillarse unos a otros. Son hienas. Escoria moral. Pura materia humana.
¡Viva Rusia! ocurre en los 90 pero treinta años después sigue siendo un retrato lúcido y exacto de este estercolero de arribistas, banqueros, industriales, picapleitos, conseguidores, cobistas, lameculos, burócratas, tecnócratas, monarcas, correveidiles, aristócratas, pesebristas, constructores, demócratas cristianos, nacionalistas, patriotas e, incluso, intelectuales marxistas. El contubernio sabido, en fin, de empresarios, vasallos y funcionarios apolíticos todos; o sea, de derechas, como sus padres.
Corriendo plácida la Semana Santa del año 2022 de nuestro señor Jesucristo, ¡Viva Rusia! se lee como una astracanada mayúscula que nunca fue, pero que en esta edición de Pepitas de Calabaza (logroñeses como Azcona) cobra carta de naturaleza y nos llega, entre el regalo y el privilegio, precisa en forma y en fondo, cálida en el prólogo de Manuel Hidalgo e instructiva en el feliz epílogo de Aguilar y Cabrerizo. Y trae sobre la película la ventaja de que se le puede leer a un ciego.
Por fin una buena noticia en prensa: que Berlanga sigue entre nosotros, y una mala a continuación: que seguimos sin relevo. Porque a día de hoy no hay nadie, ni existe ni se le espera en ninguna disciplina de la sátira peninsular, que le llegue a la suela de los zapatos.