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De voyeur a voyeur: así se fraguó el libro más inoportuno de Gay Talese

Gay Talese

Mónica Zas Marcos

Los focos y las cámaras no son el hábitat natural de un voyeur, más acostumbrado a fisgonear que a estar en el punto de mira. Gay Talese y Gerald Foos, sin embargo, son la excepción que confirma la regla.

El padre del Nuevo Periodismo y su fuente más controvertida -el hombre que compró un motel solo para espiar a sus huéspedes- se sientan al otro lado para ser ellos quienes se sometan al escrutinio esta vez en un documental de Netflix titulado, precisamente, Voyeur.

Aunque paradójico, ambos son animales de escaparate, sedientos de atención y de notoriedad pública. El primero lo consiguió gracias a un olfato felino para identificar historias verídicas pero inverosímiles, como la de Frank Sinatra está resfriado, que publicó en Esquire, o la que nos ocupa. Se define como un investigador escrupuloso y asegura que cuida con tanto mimo los datos como sus sombreros de lino y sus trajes hechos a medida y perfectamente conjuntados. 

“He sido periodista desde los 15 años, ahora tengo 80. Mi vida se ha basado en vivir las experiencias de otras personas y en ser un cronista muy riguroso. Mi padre era un sastre orgulloso y yo me convertí en un periodista orgulloso”, presume Talese en Voyeur al presentar la historia más agridulce de su carrera.

Gerald Foos, propietario de un motel en los suburbios de Denver, había colocado en sus techos una especie de rear window, pero mucho más indiscreta que la de Alfred Hitchcock. Esos pasadizos secretos llegaban hasta unos respiraderos desde los que espiaba durante noches enteras a los huéspedes.

De sus inquietantes paseos por el falso techo nacieron sus aún más pervertidos diarios, donde Foos analizó los encuentros sexuales de sus clientes durante treinta años (desde 1966 hasta 1990). Cuando hubo acabado estas memorias omniscientes, sabiendo que su estilo era mediocre y que se podía meter en un gran lío, se puso en contacto con Gay Talese en 1980 y le invitó a pasar tres días en su motel.

Compré este motel para satisfacer mis tendencias voyeurísticas e interés irresistible sobre cómo las personas gestionan sus vidas, tanto social como sexualmente. Lo hice por pura curiosidad ilimitada por la gente y no solo como un mirón trastornado. -Escribió Foos en una carta a Talese-.

El escritor esperó paciente 36 años para que los delitos prescribiesen y vendió el artículo en exclusiva al New Yorker y el manuscrito del libro a la editorial Grove Atlantic. “Yo cuento la verdad y tú convives con ella, ese es el trato”, sellaron los dos hombres. Pero toda esa verdad se desmoronó en julio de 2016, una semana antes de sacar a la venta su nueva obra de no-ficción, El motel del voyeur.

The Washington Post encontró varios fallos graves en la comprobación de los hechos y así se lo hizo saber al escritor. “No voy a promocionar mi libro. ¿Cómo podría si mi credibilidad acaba de terminar en la basura?”. Aquellas fueron las palabras que escogió Gay Talese para echar por tierra el lanzamiento e increpar al que había sido su única fuente durante más de treinta años. “Gerald Foos no es de fiar. Es un loco al que pensé que conocía, pero me ha sido totalmente deshonesto”, contestó airado el autor.

El documental da cuenta de este momento de pánico y también de su contradictorio final, en el que Talese se pasea por los platós de televisión reivindicando El motel del voyeur, lucrándose y acusando al periodista del Post de embustero. También muestra el aún más inexplicable punto de vista de Gerald Foos, un anciano que se arriesgó a ser tachado de enfermo pervertido por todo un país a cambio de un poco de fama en el ocaso de su vida.

Pero quizá el gran valor de Voyeur es que demuestra lo absolutamente inoportuno que es el relato de Gay Talese y Foos en los tiempos que corren. Tiempos del me too y en los que se intenta recuperar el valor de la palabra consentimiento.

Dos hombres blancos de mediana edad usaron su situación de poder para meter sus narices -literalmente- en la intimidad de miles de personas desconocidas. Los dos de forma activa: Foos durante décadas y Talese durante tres días, en los que tomaron nota de cada felación, orgasmo, fetiche y color de lencería que veían desde las rejillas de ventilación.

El periodista defendió durante mucho tiempo a su fuente de los que le reducían a un mirón con trastornos. “Es un investigador, no un pervertido”, afirma Talese frente a la incrédula editora del New Yorker. También desvela en el documental que se sintió rápidamente identificado con Gerald Foos: “la mayoría de los periodistas son voyeurs que observan las verrugas del mundo”. La ventaja es que él, a diferencia de un mirón al uso, podía resguardarse hasta ahora tras una reputación de hierro. Pero quizá no era tan inquebrantable como pensaba.

La caída del ególatra

Hay un momento, al final de la película, en el que Talese se muestra incómodo y violento hacia los dos documentalistas. Les acusa de predisponer las respuestas de Foos y de ser malos periodistas. Él, acostumbrado a ser siempre el dueño del relato y a contar, decorar y sentar cátedra con su pluma, ha perdido el control de su propia historia superventas.

Quizá sea porque ellos han hecho en Voyeur lo que él dejó escapar en El motel del voyeur muchos años antes. Debió de haberse sentado más tiempo con su fuente, presenciar sus momentos cotidianos, su cumpleaños, cómo trata a su mujer y así conocerle más allá de su increíble fetiche con “interés periodístico”. Talese se dejó cegar por la ambición y su libro pasó a convertirse entonces en una pelea de gallos. 

Gerald Foos mintió a Gay Talese desde el primer contacto en 1980. Y él lo sabía. Sus notas empezaban tres años antes de que adquiriese el motel y siguieron ocho años después de habérselo vendido a otro propietario. Estas incongruencias no echan por tierra el quid del argumento, pero arriesgaron la trayectoria inmaculada de un buen periodista por un puñado de dólares. 

Aunque se defina como voyeur, el lugar de Gay Talese nunca ha estado en la barrera. Le ha gustado ser tan protagonista como los personajes de sus historias. Por eso no tuvo problema en pasearse por los platós de televisión cuando publicó La mujer del prójimo, un excepcional retrato de la vida sexual norteamericana donde él fue tan partícipe como cualquiera de sus fuentes. Presumió de ello a pesar de que su mujer, Nan Talese, le suplicó que no lo hiciera para proteger a sus dos hijas.

El problema con El voyeur del motel fue que tenía que compartir el primer puesto del podio con un hombre aún más ególatra que él. “Yo soy el protagonista, no él. Ha querido hacerse la estrella. Creo que Gay y yo vamos a tener un problema serio”, dice Gerald Foos en un momento del documental.

El voyeur también está acostumbrado a hacer lo que le viene en gana sin permitir que le cuestionen. Cuenta que su mujer, Anita, le preparaba un sandwich cada noche y se lo subía a los conductos de ventilación, porque espiar y masturbarse durante tantas horas seguidas resulta agotador. Estaba convencido de que ella lo comprendía y lo apoyaba. No se enteró de que, en realidad, el gran amor de su vida también le veía como un depravado. 

Al final del documental, Gerald Foos reúne la prensa local y se lamenta porque toda su comunidad le va a considerar un pervertido. “¿Y bien? ¿Acaso no lo eres?”, le contesta Anita por fin, a sus 82 años, después de toda una vida recluida en su casa por las extrañas filias de su marido.

Nan Talese también acusó a Gay de egocéntrico, pero no dejó de exponerse por ello ni de pedir réplicas a tamaño real con la foto de su propia cara. Pensó que El motel del voyeur iba a ser el gran triunfo de su carrera, pero casi se convierte en la peor calamidad. Porque lo único que puede derribar a un ególatra es un ego todavía más grande.

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