Leonard Bernstein dijo una vez que Glenn Gould le suscitaba un interés totalmente nuevo por la música que había sentido muy pocas veces en toda su vida. Y eso que él había visto triunfar a muchos jóvenes talentos. No en vano, llevó a cabo durante años los llamados Conciertos para jóvenes de los sesenta, cuando la televisión era un arma de exposición masiva para cualquier músico de a pie y no digamos para alguien profesional.
Bernstein conoció a Gould un 30 de marzo de 1962, exactamente una semana antes de que el segundo debutase en la Orquesta Filarmónica de Nueva York, que por aquel entonces dirigía el primero. Lo hizo con el Concierto para piano número 1 en re menor de Brahms, algo así como un laberinto musical que Gould tocaba más lento de lo esperado, ofreciendo una visión muy particular de la pieza. Una interpretación que, de hecho, no gustaba especialmente al director.
Aunque no solía hacerlo, antes del concierto de aquel 6 de abril, Bernstein dedicó unas palabras a sus músicos y al público. Dijo que lo que iban a ver y escuchar era “una interpretación singularmente distinta de cualquiera que hayan escuchado, o soñado, en un tiempo remarcablemente lento, con frecuentes desvíos de las indicaciones de Brahms”. Algo que el compositor de West Side Story no terminaba de comprender. “No puedo decir que esté de acuerdo con la manera en que el Sr. Gould concibe la pieza, y eso plantea una cuestión interesante: ¿por qué la estoy dirigiendo? La hago porque el Sr. Gould es un artista tan válido y tan riguroso que debo tomarme con total seriedad cualquier cosa que él conciba de buena fe, y su concepción es suficientemente interesante como para pensar que ustedes merecen escucharla”, dijo sinceramente Bernstein.
Aunque no sea totalmente definitorio, porque definir a un creador como Glenn Gould es prácticamente imposible, nos da la medida del talento que el pianista supo hacer ver en los más grandes compositores que le eran contemporáneos. Gould es, aún a día de hoy, uno de los mayores talentos que la música del siglo XX dejó a la historia.
Una vida extraña y fascinante
El pianista nació en Toronto y mamó melodías de teclas desde bebé. Su madre era organista profesional, su padre un gran aficionado a la música clásica. Su abuelo, primo hermano del reconocido compositor noruego Edvard Grieg. El piano era para el niño el mejor juguete posible. Y jugaba con él con un talento inusual.
A los diez años ya estaba en The Royal Conservatory of Music de Canadá, tutorizado por el pianista chileno Alberto García Guerrero, del que aprendía sin que se diera cuenta. Su mentor decía que “el secreto para enseñarle era dejar que descubriese las cosas por sí mismo”, y en ese sentido, “que Glenn pensara que no aprendió nada de mí es el mejor cumplido que me podrían hacer”.
A los trece hizo su primer concierto, un año después debutó con la Orquesta Sinfónica de Toronto y a los quince ya estaba dando sus primeros conciertos como solista. En cuestión de años, se encontraba llenando el Town Hall de Nueva York y tenía un contrato para grabar su primer disco con la Columbia.
Nunca dejó de tocar a los clásicos: empezando por su famosa versión de Variaciones Goldberg de Bach, y siguiendo por Beethoven, Mozart, Haydn o Brahms. Canciones y conciertos que Sandrine Revel debe haber escuchado hasta la saciedad; su obra sobre el pianista parece querer evocar lo que la música evocaba al maestro canadiense. Su cómic no se lee, se escucha.
Un cómic igual de extraño
Glenn Gould, una vida a contratiempo no arranca en ningún punto concreto de la vida del músico. Desordenada y caótica, salta de etapa en etapa de su vida magistralmente. Rebusca de los momentos clave que marcaron su trayectoria por evocación y no por trauma. No contenta con conseguir eso, Sandrine Revel sube la apuesta cuando intenta ahondar en las razones de su pasión, en la psicología de un personaje al que jamás juzga, como sí hicieron los críticos de su época. El cómic de la ilustradora francesa intenta comprender toda la complejidad de quien lo protagoniza.
Dos años después del concierto con Bernstein, en la cúspide de su fama, Gould dejó para siempre lo de subirse al escenario. Era el 10 de abril de 1964, tenía 31 años cuando el público le pudo ver en directo por última vez. Y no fue un concierto fácil, los suyos nunca lo eran. Consiguió poner al público de pie aplaudiendo con la Sonata número 3 para piano de Beethoven y la Sonata número 4 opus 92 de Ernst Krenek. Nadie sabía que esa sería la última vez que le veía. Pero... ¿Qué le hizo dejarlo?
Sandrine Revel se hace la pregunta clave, la excusa para profundizar en una personalidad tan compleja como genial. “Desde las primeras giras de conciertos supe que antes o después cortaría con ese tipo de vida. La música, tanto para el oyente como para el intérprete, debe conducir a la contemplación, y uno no puede entregarse con dos mil novecientas noventa y nueve almas delante”, dice el músico en las viñetas del cómic. La música era una manera de desnudarse intelectualmente.
Unos decían que Gould era un déspota y un misántropo, otros que era encantador y tímido. Él no solía hablar de sí mismo aunque a veces reconocía ser complicado. Una de las escenas más reveladoras de Una vida a contratiempo le dibuja sentándose con su prima a la que no ve desde hace años. Es el entierro de su madre pero él no conoce a casi nadie de los asistentes. Entonces le confiesa, triste: “No soy fácil de llevar. Mi amigo Peter me define así: quédate conmigo y mantente a distancia”.
Siempre se dijo que se llevaba mejor con los animales que con las personas. Le gustaban y los amaba y admiraba como hacía con sus referentes. Bach, Beethoven, Haydn, Mozart y Chopin, así se llamaban sus perros, conejos, peces y hasta su cotorra. Si no estaba acompañado de alguna mascota prefería estar solo. Una de las personas con las que más trabajo encerrado en un estudio de grabación decía que sentía atracción por el aspecto nórdico del ser humano; la coexistencia consigo mismo.
Para expresarlo, Revel pinta bellos paisajes nevados en los que Gould camina imaginariamente. Gran parte de su cómic es fantasía, son elucubraciones que tal vez hizo el pianista, o la autora escuchando su música. “Siempre he tenido la impresión que por cada hora con otros seres humanos se necesita tantas otras a solas. La soledad alimenta la creatividad, mientras que la fraternidad colegial tiende a dispararla”, reflexiona el músico entre viñeta y viñeta.
Cerca del final de esta fantástica obra, Sandrine recurre a lo más cerca que estuvo Gould de conseguir una familia. Toca la fibra sensible tiñendo de oscuridad el paisaje. El pianista pasea con los hijos de la única mujer con la que tuvo un romance serio. Ellos le preguntan a las orillas de un lago “¿Como haces para tocar el piano tan bien?”. “Os voy a contar un secreto”, dijo él, “la verdad es que no lo sé y, sobretodo, no quiero saberlo. ¿Se le pregunta a un ciempiés con qué pata avanza primero? ¡Nunca! ¡Si no, se quedaría paralizado!”.
Gould no quiso quedar paralizado, se movía solo con los dedos sobre las teclas del piano. Murió de un derrame cerebral en 1982. Por suerte, aún vive en su música y entre las páginas de este cómic en el que casi se le escucha tararear.