Era gigantón y tenía los nudillos pelados de tanto castigar el saco de boxeo que colgaba del techo, en el pasillo de su casa. Se llamaba Alfredo Grimaldos y ejercía de periodista, denunciando las sombras que envuelven nuestra verdadera historia, miserias que hacen que nos creamos lo contrario a lo sucedido. Porque Grimaldos escribía sobre esas cosas a las que casi nadie se atreve a acercarse.
Era un tipo curtido en mil y una batallas, de los del culo pelao, que dicen, hecho en la solidaridad y en la resistencia; un tipo que olfateaba a un fascista a kilómetros de distancia. El otro día nos dejó, pero no para siempre. Porque escribió un buen puñado de libros valientes. Periodismo de investigación del auténtico, de ese que alumbra los rincones oscuros de nuestro pasado y hace que veamos nuestro presente con la lucidez que trae la conciencia crítica. Los franquistas y sus herederos nunca se lo perdonarán.
Entre unas cosas y otras, que siempre fueron las mismas, Alfredo Grimaldos escribió uno de los trabajos más singulares acerca del arte flamenco. Lo tituló “Historia social del flamenco” y lo publicó Península hace diez años, tiempos en los que el bueno de Manuel Fernández Cuesta fue director editorial. Manuel también nos dejó hace ya algunos años. Hay momentos en los que uno se siente rodeado de ausencias y este es uno de esos momentos. Los asaltos del recuerdo se suceden, atropellándose unos a otros. Pero son cosas personales, no vine aquí a llorar.
Tan sólo vine hasta aquí para recomendar el libro “Historia social del flamenco”, donde Alfredo Grimaldos hace un recorrido por la expresión flamenca como denuncia de la explotación laboral. De hecho, tal y como él mismo lo recoge, en la soleá, en la seguiriya, en el fandango o en la minera, pueden encontrarse quejas íntimas, duquelas del explotado. Porque el flamenco es cante de fatiga.
Grimaldos nos pone sobre el mapa de nuestra historia cuando Napoleón Bonaparte llegó a Cádiz y le hicieron la guerra al compás de alegrías gaditanas, como si la guerra fuera una farsa. La segunda vez que los franceses cercaron Cádiz fue con los 100.000 hijos de San Luis, una especie de OTAN de los tiempos, a decir de Grimaldos, de forma muy certera. A diferencia de la primera vez, el pueblo gaditano respondió con un palo trágico, es decir, lo hizo adaptando las letras a la seguiriya.
“En Cádiz llevaron la contraria a Marx, cuando, a partir de Hegel, afirmó que todos los grandes hechos y personajes de la Historia Universal se producen dos veces, la primera vez como tragedia y la segunda como farsa. En Cádiz sucedió al contrario, primero fue la farsa y luego vino la tragedia, y eso mismo puede estudiarse en la expresión del flamenco cuando lo del asedio”, contaba Grimaldos, mientras se pedía el siguiente gintonic.
Nadie como él llegó tan lejos en lo que se refiere a tratar la parte social del arte flamenco, desde los lejanos tiempos de la Guerra de la Independencia hasta nuestros días, con cantaores como El Lebrijano, José Meneses, Rancapino o Manuel Gerena; artistas castigados por el interés político de las clases dominantes después de haber sido utilizados. Destaca el capítulo dedicado a El Cabrero, cantaor auténtico e insobornable, de los que no se rinden.
Por todo ello, el mejor homenaje que podemos hacer al amigo Grimaldos es leer y releer su “Historia social del flamenco”. Yo es lo que hago en estos días, en los que el recuerdo asalta. Porque hay personas que no deberían morir jamás y Alfredo Grimaldos fue una de esas personas.