Ángeles Oliva

19 de febrero de 2022 22:43 h

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“A principios de noviembre de 1975, cuando Franco agonizaba en El Pardo, los periodistas nos concentrábamos junto a las tapias del palacio, en los bares que había allí, La Marquesita o el Mesón El Gamo, y se montaban unas colas tremendas para usar los teléfonos públicos. La Telefónica puso entonces un remolque compartimentado en cabinas de teléfonos, y allí íbamos a dictar la crónica para que la grabaran o un taquígrafo la tomara”. Lo cuenta el periodista Miguel Ángel Aguilar, que recuerda las carreras por conseguir una cabina libre en la puerta del hospital La Paz, donde se trasladó a Franco unos días después.

Las cabinas telefónicas fueron la única manera posible de comunicarse desde fuera de casa en un mundo sin móviles. Con fichas primero, con monedas o con tarjetas después, se usaron para dejar recados, hablar con amores furtivos o con la familia que estaba lejos, gastar bromas anónimas o contar que ya había acabado la película, como pasaba los sábados por la tarde en la Gran Vía madrileña, cuando se colapsaban las líneas a la salida de los cines.

Las cabinas guardan miles de historias entre su estructura de aluminio y cristal, y evocan un pasado de país de blanco y negro que empezaba a ser moderno. En solo unas décadas, la llegada de la telefonía móvil hizo que se fueran borrando poco a poco del paisaje, y según datos del Eurobarómetro de 2014, el 88% de la población reconoce no haber usado nunca una cabina, lo que sitúa a España al nivel de la media europea. Según datos de Telefónica, al cierre de 2020, había algo menos de 15.000 cabinas de teléfono que registraron una media de 0,17 llamadas al día, lo que equivale a menos de una llamada a la semana como media. El 1 de enero de 2022 el camino hacia su final dió un paso más: Telefónica dejó de ser el operador encargado del mantenimiento de las cabinas, consideradas un servicio universal. En la práctica, esto supone su desaparición ya que son un servicio deficitario para cualquier operador.

La primera cabina de España

Que la ficción Las chicas del cable arranque en 1928 en Madrid no es casual. La primera cabina telefónica de España se instaló ese año en el parque del Retiro de Madrid, en lo que ahora es la sala de fiestas Florida Park, entonces el Viena Park. Era un aparato metido dentro de una especie de cajetín y funcionaba con fichas. Tenía una novedad importante: no necesitaba que una operadora estuviera delante del teléfono y controlara la duración de la llamada.

Blanca Goyeneche, de 84 años, recuerda cómo en su pueblo, Mendivil, en Navarra, había un teléfono público de ese tipo dentro de la casa de la familia Flamarique, que daba servicio a Mendivil y a varios pueblos cercanos. También lo usaban coches y camiones de paso que paraban para llamar a sus familias. El teléfono tenía que estar siempre atendido por alguna de las mujeres de la familia. Vitori Flamarique fue la encargada durante mucho tiempo y explica que cada pueblo emitía una señal distinta al llamar, y ella sabía de donde llamaban antes de descolgar. Según recoge una publicación de Mendivil, “el teléfono público se inauguró con gran solemnidad, el 13 de septiembre de 1956”. En la foto se puede ver cómo el párroco bendijo el teléfono el día que lo instalaron acompañado del alcalde, un monaguillo y dos empleados de Telefónica, una práctica que se repitió en muchos pueblos.

Bromas y crónicas

Las cabinas españolas, como las de las películas, podían recibir llamadas. Había quien averiguaba el número y así lo usaba como oficina para recibir comunicaciones, o quien lo aprovechaba para gastar bromas. Esther Pino, de 40 años, recuerda cómo en los veranos de su infancia gaditana, la familia vigilaba la cabina de la urbanización desde la ventana y llamaba en cuanto alguien pasaba cerca. A quien descolgara le decían que había ganado un concurso de la radio.

Jennifer Margot tiene grabado cómo se enteró de que era tía con solo 12 años. Pasaba la semana santa en un pueblo de Toledo con su familia, y como no tenían teléfono, sus padres llamaban desde la cabina a la hija mayor que vivía en Suiza y había salido de cuentas. Las llamadas eran día sí, y día no, porque aquello era muy caro. Y el 1 de abril de 1988, que era viernes santo, les dieron al fin la noticia: había nacido, era niño, y todos estaban bien.

Desde esas cabinas en las costas o en los pueblos se narraban las vacaciones a familiares y amistades. Las colas se formaban a partir de las diez de la noche, cuando era más barato, aunque eran siempre llamadas breves, porque aquello era “conferencia”.

La periodista Nativel Preciado vivió esas colas cuando le tocó mandar crónicas en los años 80 desde Chile y, aunque ella usaba otra reliquia, el telex, cuenta cómo “los reporteros hacían cola en las cabinas en la calle o en los hoteles para dictar las crónicas a una secretaria con todo tipo de indicaciones ortográficas”. Si no había una cabina o un teléfono cerca, las cosas no podían contarse.

Miguel Ángel Aguilar, que hoy sigue sin tener teléfono móvil, recuerda que “la noche del 27 septiembre de 1975 estaba, junto a otros periodistas, en la puerta de la cárcel de Carabanchel, y veíamos cómo llegaban los familiares de las personas que iban a fusilar al amanecer”. Se refiere Aguilar a los últimos fusilamientos del franquismo. “Llegaban a despedirse de ellos. Sin cabinas, no había cómo contarlo, tenía que contarse al día siguiente”.

El origen de las cabinas en el mundo

En 1889, William Gray recorrió toda su ciudad, Hartford, en Connecticut, Estados Unidos, y no consiguió que nadie le dejara usar su teléfono para llamar a un médico que atendiera a su mujer enferma. Decidió impulsar un teléfono público y después de varias pruebas, consiguió que el primero se instalara en un banco de la ciudad. Aquello fue un éxito, enseguida empezaron a instalarse teléfonos dentro de comercios y en 1905 se instaló el primero en la calle, en la ciudad de Cincinnati. Gray acabó montando una empresa telefónica y ganó mucho dinero con ello: en tres años instaló más de 80.000 aparatos de teléfono de uso público en Estados Unidos.

En España, las icónicas cabinas de aluminio y cristal empezaron a fabricarse en los años 60 en la empresa Aluminio Ibérico, de Alicante, y desde ahí se distribuyeron por el país. Al principio tenían una parte abatible en la repisa de la que se colgaban los tomos de las guías telefónicas. Esos habitáculos con puertas abatibles sirvieron de refugio a amantes que ansiaban privacidad y algo más tarde a drogodependientes que buscaban dónde ponerse una dosis. Belisa Gadea recuerda cuando en 1993, recién llegada a España desde Perú, vivía en el barrio madrileño de Carabanchel y un día se olvidó las llaves de casa. Era medianoche, no había móviles, entró a una cabina para avisar y detrás de ella se metió un chico con una jeringuilla que le robó el dinero del alquiler mientras sus compañeras de piso escucharon al otro lado del auricular todo el asalto como si fuera una película.

Pablo Herrero, de 57 años, tenía 20 cuando decidió irse en autostop de Oviedo a Valencia para disfrutar las Fallas. El último coche le dejó en una gasolinera a las afueras de Madrid y como nadie paraba se metió en una cabina para no pasar frío. En la gasolinera había un perro que se tumbó en la puerta de la cabina. Cada vez que un coche paraba a repostar, él intentaba salir, pero los ladridos del perro le paralizaban. Pasó más de tres horas metido en esa cabina, la luz se encendió y se puso a leer a Larra, hasta que decidió llamar desde la cabina a un taxi que lo llevara a dormir a casa de un amigo a Madrid.

Trucos, timos y robos

Era común pasearse por las cabinas metiendo la mano a ver si alguien se había olvidado el cambio. Y la imaginación desplegó todo tipo de artimañas para que la cabina no se tragara el dinero y poder llamar gratis: desde las monedas de 25 pesetas a las que se les hacía un agujero para sujetarlas con un hilo de pescar, a echar un poco de cerveza por la ranura de introducción de monedas. Algunas personas sabían que si al llamar, justo en el momento en que descolgaban del otro lado, se le daban tres toques fuertes al gancho del teléfono, se podía hablar sin pagar el equivalente a cinco pesetas, un duro de la época.

El timo más grande fue el truco del Magiclick, un encendedor eléctrico de cocina que aplicado en el cable del teléfono permitía mantener comunicaciones gratuitas con cualquier parte del mundo, y por el que Telefónica sufrió pérdidas millonarias.

También fueron numerosos los robos en cabinas, con técnicas más rudimentarias, como poner tapones de plástico de botellas en la hucha para que el dinero cayera en él, a otras más sofisticadas, como el “método del taladro”, que utilizaron grupos organizados que viajaban por todo el país para robar en cabinas Consistía en hacer un agujero con el taladro en el arca de la cabina después de comprobar que la hucha estuviera llena, abrirla utilizando llaves de coche adaptadas y después tapar los agujeros hechos con el taladro con masilla negra o gris, según fuera la cabina, para no dejar huella.

Los robos a cabinas aumentaron muchísimo con la crisis de 2008 y obligaron a Telefónica a incorporar nuevos sistemas de seguridad.

Aquella cabina roja

La imagen de José Luis López Vázquez atrapado en un cubículo de cristal y hierro rojo pertenece al imaginario cultural de una generación. La cabina, dirigida por Antonio Mercero, se emitió en Televisión Española en 1972. Mercero la escribió con José Luis Garci, y aunque los dos dijeron que era un acercamiento al cine de terror y de ciencia ficción, se interpretó entonces como una crítica al aislamiento y la violencia del régimen franquista. La película se emitió en todo el mundo y consiguió muchos premios, entre ellos un Emmy al mejor telefilme.

Aunque las cabinas españolas nunca fueron rojas, la película hizo que muchos espectadores tuvieran miedo a quedarse encerrados en las cabinas.Telefónica cambió el sistema de las puertas, que pasaron a ser abatibles, y pidió a José Luis López Vázquez que participara en anuncios de las acciones de la empresa. En uno de ellos se quedaba encerrado en la cabina, pero finalmente conseguía salir.

En diciembre de 2021 se inauguró en Madrid una réplica, realizada por Telefónica, de la famosa cabina roja como homenaje a la película y a su director, muy cerca de donde se realizó el rodaje.

Hacia la desaparición

Las cabinas caminan lentamente hacia su desaparición y tienen sus seguidores y fanáticos. Manuel Tinoco, orgulloso de ser tercera generación de telefónicos, gestiona el museo telefónico de Extremadura. “Lo monté hace cinco años para preservar el patrimonio histórico de Telefónica. He trabajado 33 años en la empresa, mi madre era operadora en el pueblo, y atendía el teléfono mientras ordeñaba a las vacas y yo empecé de empalmador”, cuenta. Ahora es auditor de Telefónica y en el museo donde han recreado un locutorio original y tienen mesas llenas de cables y clavijas como las de las películas, guardan cinco cabinas de diferentes modelos.

En el año 2000 había más de 100.000 cabinas en el país. Hoy, quedan unas 15.000. La mayoría son postes con marquesina, 1.250 son cubículos de aluminio y cristal, y solo unas 20 mantienen la puerta. Una de ellas está en la Casa-Museo Dalí de Port Lligat, en Cadaqués, donde Dalí recogió y colocó en su jardín una cabina telefónica entre árboles y arte pop.

Vandalizadas y abandonadas, y ya sin apenas uso, se han convertido en parte del mobiliario urbano y en varias ciudades se experimenta con nuevos usos. Han sido puntos de wifi pública, como en Valencia durante las Fallas, puntos de carga para móviles y vehículos eléctricos, botones de emergencias o pantallas táctiles con información ciudadana. En A Coruña y algunos barrios de Madrid colectivos vecinales y culturales las han convertido en bibliocabinas, en una variante del crossbooking, donde dejar y coger libros.

Usos efímeros que difícilmente pararán su final. Hay generaciones enteras que nunca han usado una cabina. En 2022, en un pueblo de Madrid, un niño de seis años vió una de las supervivientes de cristal y le dijo a su madre: Mira, mamá, un vestuario de Superman.