En Portbou hace 80 años, buscando la libertad, se apagó la luz de una de las figuras fundamentales del pensamiento del siglo XX contra la intolerancia. La muerte de Walter Benjamin la noche del 26 de septiembre de 1940 dejó una maleta perdida, un mito sobre su suicidio y la desaparición de una de las mentes más preclaras en la lucha contra el totalitarismo. En tiempos de tenebrismo con similitudes a las que acabaron con su vida es necesario recuperar, admirar y ubicar como un referente necesario, a la altura de sus amigos y compatriotas Bertolt Brecht y Theodore Adorno. Benjamin conducía su pluma con un pensamiento difuminado y etéreo por todas las áreas de pensamiento, con una capacidad de evocación sutil que le aleja de los intelectuales marxistas y que decepciona a quien acude a él buscando un soldado de la palabra. Porque Benjamin era delicado, matizado y profundo. Nada dogmático y sin soflamas incendiarias. Un orfebre del pensamiento socialista más próximo a los utópicos que a los que por su tiempo le pertenecerían.
Benji, como le llamaba su amiga Hanna Arendt, era un hombre con miedo, con mucho miedo, a pesar de haber dado su vida a luchar contra el nazismo que había arrebatado la vida a su familia, burguesa y judía y criada en Berlín. Le aterrorizaba la guerra, huía de ella aterido, con el alma encogida. Pero su miedo no le impedía luchar con su pluma, palabra y obra contra el totalitarismo nazi defendiendo la justicia social y la importancia del socialismo como corpus que mantuviese en pie el trilema de libertad, igualdad y fraternidad. Los años 20 del siglo pasado los ocupó alertando de la capacidad performativa del odio que el lobo nazi construía primero con frases y discursos y después con leyes y sentencias porque, como dejó escrito en sus últimos días con su lucidez preclara, “no hay documento de cultura que no lo sea al tiempo de barbarie”. Judío, socialista y valedor del humanismo como clave de bóveda fundamental. Era el tótem perfecto para el odio nazi.
Walter Benjamin era una estrella errante, en la vida y en en su obra. Un humanista que sin especializarse trazó una pléyade de pensamiento vagando de una disciplina a otra como lo hacía con su propia existencia. Transitó el conocimiento por sus múltiples y diversas doctrinas: sociología, filosofía, comunicación, estética, cultura y política. Brillando en cada área que le ocupaba, dejando un fulgor persistente que dibujaba la constelación Benjamin. Un humanista en tiempos de barbarie que nació en un tiempo que no era el suyo y que murió queriendo cruzar España huyendo de aquella época que le privó de ser uno de los grandes intelectuales contemporáneos. El filósofo alemán se suicidó con la morfina que llevaba en el intento de huida a EEUU a través de España y Portugal, tratando de escapar de la Francia ocupada por los nazis. Un suicidio mitificado por la presencia de la Gestapo en la frontera franco-hispana y que la historia envolvió en un halo de misterio para acusar de un asesinato jamás probado a los médicos falangistas de la población gerundense y la temible policía secreta alemana.
El suicidio de Benjamin fue la culminación de una azarosa vida de prófugo sin delito. Un prisionero encarcelado en su propia existencia, consciente de su jaula. En sus escritos mostraba una especie de pesadumbre por su propia condición de cuna privilegiada que solo conocía la pobreza en forma de mendigo. Su origen acomodado no le impidió defender una sociedad más justa e igualitaria y oponerse de manera frontal a las teorías del nazismo y a Adolf Hitler, lo que hizo que tuviera que abandonar su país y vagara durante siete años por países europeos hasta acabar en Francia, donde la pesadumbre y una vida de tormento le llevaron a intentar escapar a EEUU para por fin tener paz y descanso. La huida terminaría en Portbou, en la localidad de Girona fronteriza con España en el Hotel Francia, que ahora se llama Casa Alejandro y ofrece paellas a los turistas.
Walter Benjamin partió de Francia junto con varios exiliados más. Agotados tras una caminata por la montaña de más de siete horas llegaron a Portbou. Según cuenta Hanna Arendt, todos quemaron sus documentos de residencia franceses, lo que les impediría volver en caso de fracasar en su intento de cruzar a España. La frontera se cerró y Walter Benjamin quedó a la espera de un documento que le permitiera seguir su camino a Portugal. La fragilidad que el filósofo ya había mostrado antes de la última etapa de su viaje no hacía prever más que un final dramático. En su cama del hotel no aguantó más seguir huyendo y la morfina endulzó su último hálito. Si tan solo hubiera esperado una noche más, aquellos papeles del consulado americano que necesitaba habrían llegado. Pero el destino trágico de un pensador como Benjamin estaba sellado antes que su pasaporte.
En la habitación donde se suicidó dejó una maleta que las autoridades consignaron en el juzgado después de certificar su muerte. En el último retazo de vida de Benjamin quedaron un reloj de oro, unas cartas, una pipa, unas gafas, una radiografía y algo de dinero con el que se pagó su sepultura en el cementerio aterrazado de Portbou junto al Mediterráneo, al que su amiga Hanna Arendt llamó el “lugar más bonito del mundo”. Entre esas pertenencias dejadas por Benjamin en la maleta de Portbou estaría el manuscrito de la última obra del filósofo de Berlín. O quizás, como su vida, fue solo la última estrella fugaz desaparecida que dejó inerte la constelación Benjamin.