Lo sabemos, durante casi cuatro décadas la cultura española estuvo secuestrada, controlada y censurada por la maquinaria del régimen franquista que se empeñó en producir un imaginario cultural nacional-católico adecuado a la idea de españolidad que querían normalizar y difundir. Como en todo contexto de opresión existieron figuras críticas, exilios y producciones culturales que desafiaban al régimen, pero estas, por motivos obvios eran minoritarias y no llegaban al grueso de la población que recordemos, hasta bien entrada la década de los sesenta, era inminentemente rural y presentaba niveles de analfabetismo alarmantes comparado con sus vecinos europeos. Uno de los elementos más importantes del programa de políticas culturales públicas que se diseñó se centró en promover una ‘cultura popular’ acorde con el ideario franquista y capaz de permear el grueso de la sociedad, en ese sentido una de las áreas de trabajo del Ministerio de Información y Turismo se centró en la producción de esta nueva cultura popular que como bien señala Giulia Quaggio en su libro La cultura en transición, con esta noción no se entendía la cultura que “salía del pueblo, sino la cultura para el pueblo”. La cultura popular diseñada desde despachos, no generada en las calles.
Las instituciones se pusieron en funcionamiento para confeccionar una cultura popular y tradicional española, que desafiaba y ocultaba la pluralidad cultural y lingüística del Estado. Cual patchwork, extrajo de contexto diferentes prácticas y tradiciones culturales y las enhebró con un nuevo discurso moral creando un imaginario aceptable para el régimen y suficientemente parecido a la cultura que ya circulaba, para facilitar así su difusión. En este sentido podríamos decir que la cultura popular española es sincrética, pues reelabora elementos ya existentes vaciándolos de significados políticos y extrayendolos de su contexto. Se premió lo folclórico, expoliando la cultura tradicional andaluza para posteriormente reelaborarla como cultura nacional, a la que se añadió tintes de casticismo madrileño, la banda sonora la puso la copla y lo que se vino a llamar la canción española. No faltaron niños prodigio que trinaban en los cines y en las radios. Así se generó una cultura popular conservadora y de fácil consumo, neutralizando todo su potencial político, experimental o crítico, se impuso una versión edulcorada y reaccionaria.
Los partidos políticos de la transición, que podrían haberse enfrentado a esta realidad, decidieron, como en muchos otros aspectos, mirar hacia adelante con las esperanzas puestas en que la supuesta modernización del país resolviera muchos de los problemas y contradicciones a las que se enfrentaban. Así nos quedamos con una cultura popular inventada y diseñada desde un Ministerio franquista. La transición era el momento adecuado para apropiarse de los símbolos e identidades que habían sido sustraídos del imaginario común. En parte se intentó, tanto el PSOE como el PCE elaboraron ambiciosos discursos en torno al papel de la cultura como elemento de transformación y organizaron congresos para promover este cambio. Como escribe Quaggio “la cultura andaluza había sido ‘expropiada’ por las instituciones franquistas que vieron en ella el corpus simbólico sobre el que erigir una identidad española de fácil exportación y consumo; sin embargo había llegado el momento, con el advenimiento democrático, en el que sería la propia sociedad española quien, partiendo desde la base de los propios movimientos civiles, se apoderase, reinterpretándolos y renovándolos, de cualesquier símbolos y signos identitarios que le pertenecieron por derecho”. Lamentablemente esto no pasó, o no del todo.
Por su parte “la movida” y otros fenómenos culturales urbanos, en lugar de mirar hacia adentro miraron hacia afuera, reinterpretaron la cultura estadounidense y británica dándoles algunos toques castizos, contribuyendo más si cabe, a banalizar el folclore y las culturas populares. Y si bien algunos autores como Luis Mateo Díez, Juan Marsé, Bernardo Atxaga, etc., tal y como nos recuerda Moreno-Caballud, intentaron trabajar a partir de una cultura popular regionalista y adaptarla a la dirección en la que se movía la vanguardia literaria, estos proyectos eran minoritarios en una cultura de la transición que se quería ver moderna, festiva y desprendida del pasado. Las políticas culturales optaron por dejar las cosas como estaban y aceptar la versión de cultura popular que les venía dada, mejor no remover.
Cultura post-15M
Recientemente Emmanuel Rodriguez e Isidro López cuestionaban el sueño de estar viviendo en una segunda transición política, o por lo menos excluían “la posibilidad de un cierre feliz del ciclo”. Sin embargo si miramos al ámbito de la cultura están pasando cosas interesantes que creo debemos analizar. Tras el 15M estamos viendo consolidarse y crecer proyectos culturales que muestran una clara vertiente experimental y crítica pero buscan en todo momento el diálogo con las culturas populares, explorando sus límites y posibilidades. Es bajo esta luz que podríamos comprender el fenómeno de El Niño de Elche, capaz de poner a dialogar el cante jondo y lo queer, la crítica política y la experimentación sonora y de ofrecer una de las actuaciones más notables del Sonar junto a unos ruidistas sevillanos. Al hablar de el Niño de Elche obviamente hablo de una constelación de agentes y prácticas que Pedro G. Romero bautizó como La Hermandad de Los Niños Perdidos, “Pony Bravo, Los voluble, Flo6x8, Isaías Griñolo & Los Flamencos, Zemos98, Israel Galván, Celia Macías, Rocío Márquez, Bulos y Tanguerías…”. Todo tiene su contexto.
Es importante también prestar atención al crecimiento de las fallas alternativas y a los colectivos que desafían el modelo de organización piramidal con el que se han venido gestionando estas festividades heredero de 1939. Este movimiento no tan sólo pone en crisis el modelo organizativo sino también el imaginario fallero, y su vinculación con la iglesia católica. Con ello vemos un interesante caso de recuperación de un fenómeno popular, que fue secuestrado y resimbolizado por el franquismo. En Barcelona colectivos como Compartir Dona Gustet también trabajan para la regeneración del imaginario de la cultura popular, politizando y vinculando a vecinos y vecinas en la producción de un nuevo imaginario de lo que pueden ser fiestas populares y reforzando su gestión comunitaria. Por su parte la Fundación Robo ha contribuido a la producción musical crítica capaz de desvincular la idea de música política de la canción protesta, explorando sonidos, formatos y modelos musicales que buscan poner en diálogo la música popular con la crítica y el posicionamiento político. Esto constituye tan sólo un puñado de ejemplos entre muchos otros como podrían ser La Universidad Popular de Verano-Campus de la Cebada, el trabajo en torno al lenguaje de las Euracas, o la impresionante deconstrucción del flamenco que hace Israel Galván.
En definitiva, ya tenemos pistas e indicios de lo que podría una segunda transición cultural. Una transición que no teme revisar y enfrentarse al franquismo ni a sus consecuencias pero que tampoco es tímida en explorar nuevos lenguajes ni identidades. No teme vincular lo crítico con lo popular. Que asume que para cambiar de ciclo hay que reinventar hegemonías pero que evita lo panfletario y lo partidista. En definitiva, vemos los inicios de una cultura popular experimental y política, que busca engancharse con su pasado pero no por ello, reniega de ayudarnos a pensar en el ahora. Esperemos que los nuevos partidos políticos estén a la altura y acepten el reto que supone esta cultura popular experimental y no caigan en el paternalismo, como ya pasó en la transición y el franquismo, y que sus políticas no sean para la cultura popular, sino que sean con la cultura popular.