Una década fotografiando el patrimonio español antes de convertirse en el mayor saqueador del país

“El señor Byne declaró que la impresión del libro en España costaría 8.000 dólares, con lo que se cubrirían todos los gastos, y que esperaba tener alguna remuneración para él. No hice ningún comentario al respecto, aunque es obvio que, habiendo recibido ya 10.000 dólares por el trabajo que ha estado haciendo, el manuscrito es propiedad de la Sociedad y no se le debe nada”. En una de las últimas anotaciones de 1920, el fundador de la Hispanic Society describe en su diario personal la visita de Arthur Byne a la institución neoyorquina para negociar un nuevo contrato por los textos, dibujos y fotografías que venía suministrando durante casi una década dentro de un proyecto de difusión del patrimonio español en Estados Unidos.

Archer Milton Huntington refleja con dolor expresiones como la citada “esperaba tener alguna remuneración para él”, que acabarían rompiendo la relación profesional. Byne y su esposa Mildred Stapley, ávidos de un mayor provecho económico, estaban a punto de dar el salto hacia un nuevo objetivo: convertirse en anticuarios para arrebatar a España algunas de sus mayores joyas artísticas.

En el archivo de la Hispanic Society —ubicada en un sobrio, pero elegante edificio en el Alto Manhattan de Nueva York—, el conservador de Fotografía de la institución, Patrick Lenaghan, selecciona algunas instantáneas de los pueblos españoles, entre las miles encargadas y coleccionadas por su promotor, desde 1904. De sus cajones, a más de 5.000 kilómetros de distancia, comienzan a cobrar vida delicadas fotografías en blanco y negro sobre la cultura y el patrimonio de remotos rincones en las provincias de Soria, Segovia o Zamora. Entre ellas, sorprendentes trabajos de la ermita de San Baudelio (Casillas de Berlanga, Soria), donde se aprecian las pinturas románicas originales, antes de ser arrancadas en 1926 por el anticuario León Levi, vendidas posteriormente a varios museos norteamericanos.

La paradoja no es menor: en el reverso de las imágenes de la “palmera” o de las icónicas pinturas de San Baudelio puede leerse la firma del autor: Arthur Byne. El hombre que “bajo su disfraz de hispanófilo e historiador del arte realizó en nuestro patrimonio artístico una de las más trágicas sangrías que imaginarse pueda” —según describen José Miguel Merino de Cáceres y María José Martínez Ruiz en La destrucción del patrimonio artístico español (Cátedra, 2012)— trabajó en España como fotógrafo desde su llegada, en 1910. Según los registros de la Hispanic, Byne suministró diferentes materiales del país entre los años 1914 y 1921, cuando se extinguió la colaboración. Aquellas fotografías y dibujos, junto a los textos que elaboraba su mujer, Mildred Stapley, nutrieron publicaciones sobre la rejería renacentista, la arquitectura del siglo XVI o los artesonados españoles, que alcanzaron una enorme difusión en Norteamérica.

No era una persona de fiar”

Aquella fructífera relación —Byne y Stapley llegaron a recibir de la Hispanic el título honorífico de “conservadores de arquitectura y artes asociadas”— se fue deteriorando, en la medida que Huntington detectó una ambición por parte de pareja que iba más allá del objetivo del filántropo norteamericano: la difusión de la cultura hispana en Estados Unidos. “Huntington se dio cuenta de que Byne, que confesó no haber cumplido su acuerdo con la Hispanic, no era una persona de fiar y quedó completamente desilusionado con él”, explica Patrick Lenaghan en una entrevista en Nueva York. “Además, a través del diario, se puede leer entre líneas que Huntington sospechaba que a Byne le interesaba más el dinero que la cultura”, analiza el responsable de Fotografía, quien añade: “Huntington apreció claramente que Byne quería aprovecharse de él y que manipulaba la verdad”.

Claro que, mientras la imagen del matrimonio se deterioraba en la institución americana, Byne y Stapley se labraban una inmaculada reputación en España como defensores y divulgadores del patrimonio local. A los libros editados junto a la Hispanic, siguieron otro tipo de trabajos “más rentables, pero con menos erudición”, precisa el conservador de Fotografía. Además, Byne publicó “un considerable número de artículos en diversas publicaciones americanas, todo lo cual le proporcionó una justa fama de historiador de nuestro arte, y como tal, le permitió figurar en los anales de nuestra historiografía, siendo totalmente desconocida su actividad mercantil”, escriben en su trabajo de investigación Martínez Ruiz y Merino de Cáceres.

Dicha “actividad mercantil” llegó precisamente tras romper Byne con Huntington a finales de 1920. Unos meses más tarde, en octubre de 1921, el falso hispanista comunicó a Randolph Hearst a través de una intermediaria —la arquitecta Julia Morgan, con quien había estudiado Stapley— que él y su mujer se habían convertido en anticuarios y que ponían sus servicios a las órdenes del magnate de la prensa americana. Hearst se encontraba, en efecto, abasteciendo de piezas del patrimonio español y europeo sus posesiones en California, con el rancho de San Simeón —en el que hoy se sitúa el castillo visitable del multimillonario— como piedra angular de su emergente (pero efímero) imperio. Sería a partir de entonces y hasta su muerte en trágico accidente de tráfico en 1935, cuando Byne pondría en jaque el legado español, enviando al exilio el claustro de Sacramenia (Segovia) o la sala capitular del monasterio de Santa María de Óvila (Guadalajara), por citar solo los ejemplos más grandilocuentes de su dañino currículo.

Byne se llevó los negativos

Con Byne establecido como anticuario en España, de forma independiente, y Huntington decepcionado por la avaricia del arquitecto, ¿qué fue de las fotografías? “Aunque Byne y Stapley deberían haber depositado los negativos, pues la Hispanic había sufragado los gastos de los viajes, Huntington les dejó llevárselos como parte del acuerdo de separación y aquí se quedaron dos ejemplares de cada fotografía”, explica Patrick Lenaghan. Una buena y una mala noticia al mismo tiempo: los valiosos negativos serían reutilizados por la pareja, pero, al menos, la Hispanic guarda hoy en sus cajones los positivos. Porque, tras revisar algunos de sus trabajos, da la impresión de que Byne era, además de un excelente dibujante, un notable fotógrafo. “Lamento decirlo, pero era un buen fotógrafo”, corrobora Lenaghan, quien confiesa que Huntington accedió a un acuerdo ventajoso para el anticuario, porque “quería lavarse las manos” tanto de la actividad de Byne, como de la de su esposa, a quien consideraba “la parte más ambiciosa de la pareja”.

Aunque se ha hablado y escrito mucho sobre el matrimonio Byne-Stapley, sobre todo a raíz de los trabajos elaborados por el recientemente fallecido José Miguel Merino de Cáceres, la relación con la Hispanic Society —la cara más amable del falso hispanista— había quedado en segundo plano. Los precisos datos que se conocen proceden del archivo de la institución neoyorquina, así como de los diarios de Huntington. “Los pequeños restos que conservamos de su diario dan fe de su carácter, reservado, pero astuto”, revela el responsable de Fotografía. El fundador de la Hispanic “tomó muy en serio su deseo de apoyar y promocionar la cultura, así que entregaba proyectos y dinero a muchas personas; en algunos casos, la gente lo timó, y cuando se dio cuenta, se calló, pero se cortó toda relación con ellos”, reconoce Lenaghan. Este fue el caso de Byne y Stapley.

De hecho, surgió también la paradoja de que tanto Huntington como Byne se convirtieron en compradores del patrimonio español, aunque con una notable diferencia. Byne lo hizo en calidad de intermediario para otras personas, principalmente Hearst, y sin ningún tipo de escrúpulo. Como cuando logró desmontar para el magnate de la prensa algunas partes esenciales del monasterio de Sacramenia, el “último” posible en una España que comenzaba a despertar de su letargo e ignorancia. Entretanto, Huntington evitó perjudicar, con sus adquisiciones, el patrimonio español. “Desde el principio, tuvo la práctica firme de no comprar obras de arte, en general pinturas, en España”, sostiene Lenaghan, quien cita una de las frases del filántropo en su diario para ilustrar esta convicción: “No compro cuadros en España, por ese tonto sentimentalismo de no molestar a las aves del paraíso en sus ramas; (…) a España no voy como saqueador”.

Esa convicción, expresada desde los primeros pasos de la Hispanic, fue la que distinguió el carácter de Archer Milton Huntington. Por eso, cuando se encontró en el camino con personajes codiciosos como Byne, su decepción fue notable y los apartó de su camino. “Los miraba con malos ojos por el egoísmo y el desprecio de la cultura que mostraban”, resume Patrick Lenaghan.

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