Desde el estreno de Leaving Neverland, el inquietante documental que desgrana la relación de Michael Jackson con dos niños pequeños, muchos seguidores del desaparecido cantante se han mostrado escépticos acerca de los presuntos abusos que su ídolo habría cometido sobre los menores.
Otros, por el contrario, contemplaron con horror las historias recopiladas desde los años ochenta y noventa. ¿Cómo pudo pasar? ¿Por qué los padres dejaban adentrarse a sus hijos en situaciones aparentemente tan peligrosas? ¿Por qué los hechos no salieron a la luz en aquel momento? Estas son algunas de las preguntas que se formulan los espectadores.
Mi intención no es especular sobre la exactitud de los testimonios revelados por los dos hombres. Sean ciertos o no, han puesto sobre la mesa asuntos importantes que necesitamos comprender para evitar que ocurran casos de abuso infantil.
Tradicionalmente, nos ha resultado muy complicado como sociedad creer ciertos testimonios o reconocer las señales que indican la existencia de un caso de abuso sexual a menores. Se han expuesto varias explicaciones teóricas, algunas de las cuales defienden la existencia de una necesidad colectiva de mantener la fe en un mundo justo en el que los adultos no sean capaces de hacer este tipo de cosas a los niños. La creencia en la rectitud del mundo nos incita a seguir las reglas y normas de nuestras comunidades, ya que confiamos en que seremos recompensados con una existencia pacífica y ordenada para nosotros y nuestras familias. Por lo tanto, nos cuesta comprender que aquellos que no lo merecen puedan verse envueltos en situaciones tan terribles.
Hay ciertas ideas equivocadas que pueden restar credibilidad a las acusaciones de abusos sexuales a niños. Por ejemplo, está muy extendida la idea de que los agresores son monstruos que utilizan la violencia para asustar a los niños. De igual manera, tendemos a pensar que los padres sabían que sus hijos estaban siendo víctimas de abuso, o que los niños se lo contaron a alguien inmediatamente y mostraron un miedo atroz hacia el agresor. No deja de ser común (y, habitualmente, erróneo) creer que la declaración de un niño sobre su experiencia como víctima de abusos mantiene la coherencia a lo largo del tiempo.
‘Mejores amigos’, no ‘monstruos’
Es natural percibir a los acosadores sexuales como unos seres monstruosos que intimidan y asustan a los niños a los que torturan. Sin embargo, aunque existen varios tipos de pederastas, muchos de ellos son capaces de ganarse la confianza de los niños gracias a su habilidad para atraerlos y para conectar con ellos a nivel emocional y social.
Este tipo de abusadores tienden a acercarse a niños tímidos, retraídos, solitarios y rechazados por sus iguales, tratan de crear un vínculo emocional en el que se muestran como sus “mejores amigos” y les hacen sentirse “especiales”. De esta manera, el niño desarrolla una dependencia emocional hacia el pederasta, que aumenta gracias al aislamiento del pequeño.
El proceso en el que se prepara el terreno para el abuso puede llevar días e incluso meses, y el elemento sexual se introduce habitualmente de manera progresiva al desensibilizar al niño con acciones tan inocentes como darle abrazos, pelear de broma o hacerle cosquillas. Es muy poco habitual que el abuso sexual a menores se practique por medio de la violencia y de amenazas físicas. Más bien, las coacciones suelen apuntar a las consecuencias que podría acarrear el “ser descubiertos” en su relación.
Cuando los delincuentes sexuales no tienen una razón de peso para disfrutar de la compañía no supervisada de su objeto de deseo, o el niño es tan pequeño que no tiene autonomía fuera de la familia, trabajarán también para ganarse con la confianza de los padres. De hecho, parece ser que estos son convencidos antes que los propios niños. El abusador se mostrará cercano y les hará pequeños favores para crear un vínculo emocional con ellos, desplegando estrategias simples, como ofrecerse a cuidar de los niños para que ellos descansen y compartir información personal, especialmente aquella que, al ser revelada, los convierte en vulnerables. Su relación con la familia se afianza de manera natural y normal, y su aparición suele ser muy bien recibida. Algunos, incluso, son vistos como los salvadores de la familia.
Esto significa que la lógica alerta natural que los padres mantienen contra los “extraños” que se acercan a sus hijos se vea reducida, si no eliminada. Cualquier sospecha que pueda surgir será automáticamente descartada o bien se encontrará una explicación, ya que los padres no son capaces de comprender cómo alguien tan maravilloso podría llevar a cabo una acción tan despreciable.
¿Por qué los niños no lo cuentan?
Muy pocos niños revelan sufrir abusos sexuales en el momento en que están ocurriendo. Los testimonios que salen a la luz suelen ser casos en los que el abuso se constituye como un incidente aislado perpetrado con poca preparación por un desconocido. En esta tesitura, el abuso es concebido como una agresión no deseada, tanto por el niño como por aquellos a los que el pequeño confiesa lo sucedido.
Hay muchos motivos por los que los niños no denuncian los abusos que sufren o han sufrido. Uno de ellos, expuesto por adultos que sufrieron abusos cuando eran pequeños, es que desconocían que lo que estaban viviendo era incorrecto. Algunos niños, al finalizar los abusos, pueden sentirse heridos y experimentar un sentimiento de rechazo. Muchos de ellos no se dan cuenta de que las situaciones por las que pasaron eran abusos hasta alcanzar la edad adulta, que es cuando pueden analizar lo ocurrido desde una perspectiva totalmente diferente. En ese punto, las víctimas pueden percibir su experiencia como un abuso de confianza por parte del agresor, y este reconocimiento puede derivar en un trauma incluso años después del fin del maltrato.
A pesar de la nueva percepción de la naturaleza abusiva de la relación, no es extraño que los adultos que sufrieron episodios de abuso sexual de pequeños manifiesten tener un sentimiento de amor por el delincuente. Este hecho contradictorio se relaciona con el síndrome de Estocolmo, que surge cuando en un secuestro la víctima establece un vínculo profundo con el secuestrador. Es natural, pues, que quien ha sufrido los abusos sea reticente a contarlo y que, cuando lo hace, tenga sentimientos de culpa. Incluso, en ocasiones, las víctimas se retractan de sus propias declaraciones, lo que se relaciona con un fenómeno conocido como el síndrome de Acomodación al Abuso Sexual Infantil.
Como dije anteriormente, no nos estamos refiriendo a ningún caso en particular. Sin embargo, en mi experiencia, los horrores descritos en Leaving Neverland (que la familia de Michael Jackson niega rotundamente) encajan en la información que aquí se detalla. Pero si algo está claro es que los traumas causados por experiencias como estas pueden tardar en salir a la superficie años y perdurar toda la vida.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original aquí.The ConversationLea el original aquí