En 1985, La Polla Records ya cantaba que el sitio en el que vivimos es muy tranquilo. Más de 30 años después, lo sigue siendo. En el sitio en que vivimos, unos titiriteros contratados por un ayuntamiento fueron encarcelados por enaltecimiento del terrorismo. En este sitio, estuvimos punto de meternos en una guerra civil a causa de los trajes de unos reyes magos. Aquí, en el otro bando, se celebran unos conciertos de Nacho Vegas y Manu Chao en una plaza mayor como una victoria. Las guerras culturales son batallas -que no puedes encontrar en los mapas, que decía Kortatu- políticas pero también económicas. Luchas que nos distraen de lo esencial a través de debates sobre el contenido, que es la manera en que participamos de esa cultura.
De todo esto y más habla Jaron Rowan en Cultura libre de Estado (Traficantes de Sueños, 2016), un libro que reflexiona y apunta líneas sobre el papel de la cultura en un momento que parece ser de cambio y en una sociedad que ya no es tanto del espectáculo como del evento, en la que a veces parece que importa mucho más el estar que el hacer. La cultura de los comunes puede ser la manera de cambiar de verdad, según Rowan, colaborador habitual de eldiario.es investigador, cofundador de YProductions, integrante del Free Culture Forum, jefe del departamento de arte en BAU, el Centro Universitario de Diseño de Barcelona y autor de libros como Emprendizajes en cultura (Traficantes de Sueños, 2010) y La tragedia del Copyright (Virus editorial, 2013). El objetivo, uno de ellos: “Conseguir que las instituciones culturales dejen de dedicarse a la promoción urbana, a la atracción del turismo, a la producción de marca, y devolver las instituciones culturales a la cultura”.
Señalas que la clave está en despersonalizar las instituciones, confiar en ellas y en los métodos más que en las personas, hacerlas nuestras. ¿Cómo?
Hemos visto que en ocasiones las personas al cargo de ciertas instituciones públicas han confundido los intereses públicos con los privados. Esto ha propiciado tramas de corrupción, contrataciones opacas, designaciones a dedo, gastos y compras difíciles de justificar. Por eso, en un momento de democratización de nuestras instituciones como el que vivimos, no sólo es importante cambiar a las personas que las regentan, es necesario rediseñar sus normativas, introducir mecanismos que garanticen la transparencia, establecer fórmulas que faciliten el control ciudadano, crear espacios y protocolos que permitan auditorías ciudadanas del trabajo y la dirección que están tomando nuestras instituciones. En una democracia es mejor poder confiar en las instituciones que en las personas.
Uno de los puntos esenciales está, como explicas, en que la cultura popular, entendida como la creada por la gente, fue sustituida por la cultura pop, la de masas. ¿Nos hemos convertido en meros espectadores? ¿Queremos de verdad dejar de serlo?
Todos somos consumidores de cultura popular, para mí eso no es un problema. Pero es importante prestar atención y cuidar los espacios, físicos o virtuales, en los que la ciudadanía puede crear, remezclar, compartir y diseñar sus propios imaginarios. La red es muy significativa en ese aspecto, la cantidad de expresiones de folclore digital que se están dando, las formas de reinterpretar contenidos y producir otros nuevos, son manifestaciones de cultura popular que debemos valorar. De igual manera, estamos viviendo un momento importante de reinterpretación de la cultura popular tradicional, con las fallas populares y combativas en Valencia, los espacios para repensar los sanfermines en Pamplona o artistas como Maria Arnal y Marcel Bagés reelaborando y experimentando con música popular, por poner unos pocos ejemplos.
¿Qué es la cultura de los comunes?
Hablamos de cultura común para hablar de aquellos espacios o manifestaciones culturales que se producen y gestionan de forma comunitaria. En el Estado español conocíamos la cultura pública, la financiada y gestionada por las administraciones que deben facilitar el acceso a los ciudadanos. También conocíamos la cultura privada, la producida por empresas y pensada como recurso económico. La cultura entendida como un común se sitúa en un sitio diferente. Parte de la premisa que la cultura puede ser una fuente de riqueza colectiva, que produce identidades, imaginarios y es un buen lugar para experimentar y elaborar la crítica.
A veces da la sensación de que la cultura de los comunes es también elitista, ¿por qué ese empeño en comunicarla para enterados?
Cualquier comunidad que pase suficiente tiempo junta desarrollará una serie de expresiones, chistes internos, gestos, tics, que la diferenciarán de las demás. Desde fuera puede leerse como una forma de elitismo, personalmente creo que es sólo un síntoma de que han pasado demasiado tiempo juntos.
Pero si se trata de que los ciudadanos puedan gestionar en común la cultura, igual estaría bien que se les explicase de forma comprensible.
Hasta ahora estos espacios comunes han sido creados por grupos de resistencia. El problema viene cuando se empiezan a impulsar desde los ayuntamientos. Hay que ver qué instituciones pueden ser gestionadas así, cuáles son los mecanismos... Pero es verdad que faltan mediaciones, que los mecanismos de acceso sean más claros, que el lenguaje sea comprensible por la gente.
¿Puedes dar algún ejemplo de buenas prácticas en este ámbito de lo común?
Es difícil hablar de buenas prácticas de algo que aún no ha pasado. La Casa Invisible de Málaga, el Patio Maravillas de Madrid o Can Batlló en Barcelona son ejemplos de cómo desde abajo la ciudadanía se ha apropiado de recursos. Pero no hay tantos de cómo fomentarlo desde arriba.
¿Y Tabacalera?
En mi opinión, la forma de ceder y gestionar de Tabacalera fue muy opaca y los resultados no han sido los esperados.
Dices que vivimos en las ruinas del viejo paradigma, ¿no estás siendo muy optimista?
El paradigma es el de las denominadas industrias culturales o creativas, en el que había una gran inversión pública en infraestructuras culturales pero en la que se decía que la cultura no podía estar subvencionada y se promovía el emprendizaje en cultura. Las ruinas son los “aeropuertos sin aviones de la cultura”, es decir, grandes museos, auditorios, ciudades de la cultura, de mantenimiento costoso y que las administraciones no saben cómo gestionar. Por otro lado, nos encontramos las ruinas de los planes de promoción de emprendedores culturales, las organizaciones que se crearon para incubar empresas creativas, los programas de fomento que fracasaron y, lo más doloroso, los agentes que alentados por estos planes se hicieron empresa y no lograron sostener su actividad en un mercado muy precarizado.
¿Cómo solucionamos esa precariedad? No parece que los comunes puedan ser una vía.
Lo primero es reconocer y aceptar que ese modelo no ha funcionado. Desde el ámbito de la cultura libre se han hecho propuestas y explorado otros modelos. No creo que sean la solución, pero sí nos dan pistas de cómo podría ser otra economía de la cultura. Una economía capaz de entender que la cultura se mueve y produce valores muy diferentes, que no todos los objetos culturales pueden tratarse como una mercancía, que las ideas son siempre compartidas y la cultura se hace y vive en común.
¿Y no será que confundimos cultura libre con cultura gratuita? ¿No será, también, que no sabemos muy bien de qué hablamos cuando hablamos de cultura?
Un viejo chiste intenta alumbrar esta duda: “Cuando decimos libre hablamos en términos de libertad, no de barra libre”. Desde el ámbito de la cultura libre se han diseñado grandes infraestructuras para el conocimiento, como la Wikipedia, se han establecido protocolos que facilitan la difusión de saberes, como el movimiento open access de publicaciones académicas, se han diseñado organizaciones y sistemas para promover la transparencia y la rendición de cuentas. También se han producido herramientas y software que ha permitido a las comunidades organizarse y colaborar. El movimiento de la cultura libre y su interés por la cultura común y la creación colectiva estuvo muy presente en el 15M. Lamentablemente, su encaje institucional está siendo muy difícil. En el libro intento entender por qué esto ha sido así, por qué los ayuntamientos del cambio no han sabido tener un pensamiento cultural, por qué se ha dejado de lado uno de los elementos que propició el proceso de transformación democrática e institucional que estamos viviendo. Y sí, puede que no sepamos muy bien de qué hablamos cuando hablamos de cultura, pero que sea flexible, adaptable, mutante y promiscua creo que es una de las razones por las que la cultura es un elemento tan potente.
Las guerras culturales, ¿no se pierden desde el momento en que se quedan en el contenido y no en la forma de crearlo?
Cambiar, renegociar y establecer nuevos símbolos es síntoma de evolución. En el Estado español hay muchos símbolos que necesitan cambiar y repensarse. Un proceso de regeneración democrática debería ser capaz de establecer símbolos con los que toda la ciudadanía se sienta cómoda e identificada. Las guerras culturales paralizan estos procesos. Lo lamentable es que pasados unos meses ya nadie recuerda qué ha pasado con la túnica de los reyes magos o de qué color era una bandera o la otra. Aún así, el desgaste ha sido notable.
Pero cambiar los símbolos no es suficiente, ¿no? No vale con programar actuaciones de Manu Chao y Nacho Vegas y pensar que así se ha ganado algo.
Cualquier grupo que asuma el gobierno va a tener que decidir sobre símbolos e iconos, es lo normal. Cada política lleva su imaginario cultural. Pero si esto no va acompañado de cambios en la contratación y otras transformaciones materiales, la cosa dura lo que dura la legislatura. La hegemonía no se produce cambiando sólo contenidos, hay que cambiar las instituciones, las normativas, las herramientas.
Criticas el término Cultura de la Transición como un paquete sin matices que impide ver los detalles. Si la dicotomía es ser de la cultura de la transición o ser de los otros, ¿no estamos cayendo en el mismo error de uniformidad?
El problema del término es que mete en el mismo saco demasiadas cosas y problemáticas que aún no hemos resuelto. Hacer un ellos/nosotros siempre funciona puesto que hace que te sientas mejor que tu pasado reciente, pero no es muy útil a la hora de hacer un análisis riguroso de la realidad. Me molesta que la crítica cultural se vuelva moralista, cuando tiende a juzgar en lugar de intentar comprender por qué las cosas son o fueron de una manera determinada y no de otra. El límite del absurdo, algún artículo que salió juzgando la falta de posicionamiento político de los grupos del denominado rock radical vasco por haber sido miembros de la SGAE. A toro pasado es muy fácil juzgar las decisiones de las personas, entender cómo y porqué se tomaron en su momento es mucho más difícil. Es importante no confundir crítica cultural con superioridad moral o las más burda moralina.