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Snow y Whitehead, los detectives del cólera en el Londres del siglo XIX

Una de las razones del deterioro de la salud publica en el Londres del siglo XIX fue paradójicamente la extensión del uso del inodoro. Una buena parte de su población no tenía ya que buscar un lugar poco concurrido entre casas para evacuar sus intestinos ni hacerlo en un cubo cuyo contenido se lanzaba luego por la ventana. No cabe duda de que había una demanda inagotable para el artilugio. 827.000 personas utilizaron los inodoros portátiles instalados en Hyde Park durante la Exposición Universal de 1851.

Sin embargo, no había una red de alcantarillado que pudiera absorber ese río de desechos. Todos acababan depositados en los pozos negros que ya existían y que se vaciaban de forma periódica. El riesgo de que acabaran contaminando el suministro de agua potable era muy real, como se pudo comprobar a mediados de siglo con la epidemia de cólera de 1856. Claro que en esa época nadie pensaba que una enfermedad infecciosa pudiera propagarse a través del agua.

Londres era entonces una gran montaña de mierda, dicho en términos directos. Era el resultado de un gran crecimiento demográfico –2,4 millones de habitantes en el censo de 1851, la mayor ciudad del planeta– y de las pavorosas condiciones de vida de su población más pobre. Ni siquiera había espacio para los muertos. En Islington, barrio de la zona norte, un cementerio con capacidad para unos 3.000 cadáveres albergaba 80.000. Londres “se estaba ahogando en su propia inmundicia”, escribe Steven Johnson en el libro 'El mapa fantasma', publicado en España por Capitán Swing.

A lo largo de su historia, Londres había conocido varias epidemias ante las que la única solución segura para sobrevivir era huir de la ciudad. Es lo que hacía Enrique VIII cada vez que la peste volvía a la capital de su reino, y lo hacía con frecuencia. El siglo XIX fue una época de constantes avances científicos y tecnológicos, pero la ciencia discurría aún entonces por caminos sinuosos. La epidemia de cólera de 1854 fue un momento esencial no por el número de muertos –había sufrido muchas peores–, sino porque finalmente obligó a cambiar la visión establecida sobre el origen de la enfermedad. Ese gran salto científico fue posible gracias a dos hombres, el médico anestesista John Snow y el reverendo Henry Whitehead, protagonistas principales del libro.

Steven Johnson explica que la medicina victoriana no era muy partidaria del método científico. Había asumido como dogma que una enfermedad como el cólera se transmitía por el aire, una especie de antecedente fallido de la forma de contagio de otros patógenos no conocidos entonces. Las denominadas miasmas pasaban por ser los efluvios letales que surgían de la concentración de residuos humanos y animales, perfectamente distinguibles por el olfato, que se convertía así en la principal herramienta de diagnóstico. Las terribles condiciones de vida y de higiene de los londinenses más desfavorecidos parecían confirmar esa hipótesis. “Purificar el aire de la habitación del enfermo” era uno de los remedios que se publicitaban en la prensa de la época, que contaba con una abundante fuente de ingresos en la publicidad de seudomedicamentos milagrosos. La ciencia con mayúsculas tampoco era muy exigente. “La frase más repetida entre los médicos victorianos era sencillamente: 'Tómese un par de dosis de opio y llámeme por la mañana'”.

Es lo que ocurrió cuando se desató la epidemia de 1854. Johnson nos sitúa en la casa de Thomas y Sarah Lewis cuando su segunda hija, un bebé de seis meses, comienza a ponerse enferma. No se conocen muchos detalles del caso, pero sí los suficientes para encontrar una explicación al origen del brote: “Mientras lo esperaba (al médico), la mujer remojó los pañales sucios en un cubo de agua tibia. Sarah Lewis aprovechaba los pocos momentos en que la niña se dormía para bajar al sótano de la casa y tirar el agua sucia al pozo negro situado en la parte delantera”.

El doctor John Snow era un médico apasionado por la investigación. Su papel fue crucial para encontrar la mejor manera de administrar el éter y después el cloroformo en las operaciones. Como anestesista, se convirtió casi en una celebridad. La reina Victoria solicitó su presencia en el parto de su octavo hijo. Había alcanzado lo más alto de su carrera profesional, pero decidió ir más allá. Pasó a ocuparse de una actividad que en esa época aún no existía: la epidemiología.

Observó la epidemia de cólera de 1848 –50.000 muertos en dos años– y llegó a la conclusión de que el agente patógeno no podía estar en el aire y que no se transmitía por simple proximidad. “Era ingerido por las víctimas, ya fuera a través del contacto directo con las aguas fecales de otros enfermos o, con mayor probabilidad, a través del agua contaminada con esos desechos”. La labor de investigación de John Snow sobre el terreno le permitió descubrir que dos casas cercanas con familias con ocupantes de condiciones sociales similares sufrieron una incidencia muy diferente de la enfermedad. La razón estribaba en que “obtenían agua de fuentes diferentes”.

La reacción en la comunidad científica a las nuevas ideas de Snow “fue positiva, pero escéptica”, escribe Johnson. Necesitaba más pruebas. Para obtenerlas, tuvo que esperar al brote de 1854, originado a diez manzanas de su despacho. El médico repitió su labor de investigación, penetró en el Soho –un lugar al que no se atrevían a entrar los londinenses de clase alta– y empezó a fijarse en la fuente de agua de Broad Street. Esa agua de aspecto cristalino y de gran calidad era consumida por muchos vecinos de esa zona.

Snow comenzó a acumular hechos reveladores. Un asilo para pobres en la zona en el que nadie había enfermado, porque tenía un suministro privado de agua que le llegaba de una compañía que Snow sabía que era fiable. Una fábrica de cerveza que disponía de su propio pozo privado y en la que además los trabajadores no bebían mucha agua en sus turnos al contar con cerveza de sobra en las instalaciones. Dos mujeres que vivían lejos de la zona y que murieron por el cólera, porque recibían el agua que consumían de un familiar que la recogía de la fuente de Broad Street.

Al mismo tiempo que Snow añadía nuevas pruebas, también intervenía en esta historia el reverendo Henry Whitehead, un sacerdote acostumbrado a patear el Soho para conocer cómo vivían sus feligreses. En ese sentido, era un investigador accidental, sin formación científica pero con un agudo sentido de observación y capacidad de escuchar a los pacientes. Inicialmente, no compartió las opiniones de Snow, aunque pronto vio que concordaban con lo que él estaba observando en las calles. La labor del sacerdote, incluida una monografía que escribió, fue importante para que la Junta Parroquial de la zona decidiera formar un comité para la investigación del brote de Broad Street que llevó a cabo un trabajo de campo en el barrio con un cuestionario que deberían rellenar los vecinos.

Al igual que ahora, pusieron a trabajar a los rastreadores. Fue entonces cuando Whitehead fue consciente de que las ancianas viudas que habían sobrevivido a la epidemia debían su vida a que “no tenían a nadie que les fuera a buscar agua” del surtidor de Broad Street. Nuevos datos llevaron a que se investigara el estado del pozo negro que usaba la familia Lewis que había perdido a su hija Sarah tres días antes del inicio del brote. Allí descubrieron que la mala calidad de su construcción había impedido que evacuara su contenido hacia una cloaca y lo había puesto en contacto con el pozo de Broad Street del que salía el agua de la fuente.

Snow aún tuvo tiempo de protagonizar otra innovación. Con sus datos y los de otras fuentes, elaboró un mapa, del que hizo varias versiones, para incluir la localización de los surtidores de agua y el número de casas donde se habían producido casos de cólera. “El impacto visual de aquel mapa era asombroso”, dice Johnson, al mostrar que el cólera “había sido irradiado desde un único punto”. Snow también fue un pionero de la infografía y la explicación visual de datos.

Todos sus descubrimientos y los de Whitehead podrían haber tenido un éxito inmediato, pero ir contra el pensamiento mayoritario no suele conceder tales satisfacciones. “¿Acaso cuenta con hechos que demuestren la validez de su teoría? ¡No!”, respondió un editorial de The Lancet. La corriente miasmática estaba firmemente asentada en las élites políticas y científicas, y estas no iban a ceder fácilmente.

Tuvo que producirse El Gran Hedor de 1858 –unas semanas de olor espantoso que surgía del Támesis y que obligó a cerrar el Parlamento– para que la teoría de las miasmas se viera ampliamente cuestionado. Toda esa pestilencia no originó ningún aumento de la mortalidad. Snow no pudo cantar victoria. Falleció en esas mismas fechas de un derrame cerebral con 45 años. La investigación de una posterior y más grave epidemia de cólera en 1866 terminó por confirmar las conclusiones del trabajo de Snow.

La ciencia depara a veces triunfos evidentes. Hace unas semanas, la OMS ha declarado a África libre de la polio. Sin embargo, las condiciones sociales y económicas juegan un papel básico, y ahí la ciencia no es suficiente. “Es posible que ninguno de los dos vivamos para presenciar el día y que ya no se recuerde mi nombre para cuando llegue”, contó Snow a Whitehead en una conversación“, ”pero llegará el día en que los grandes brotes de cólera serán asuntos del pasado, y es el conocimiento del modo en que se propaga la enfermedad lo que determinará su desaparición“.

Steven Johnson recuerda en el libro que hoy más de mil millones de personas no tienen acceso a agua potable segura en todo el planeta, lo que es origen de muchas enfermedades, entre ellas el cólera. Al sueño de John Snow le queda aún mucho tiempo para cumplirse.