España encontró en América la razón de su propia existencia hace dos siglos. Carente en su propia historia de una referencia tan común como para considerarla fundacional de la identidad española, acudió al doce de octubre para convertirla en fiesta del ensueño neocolonial. América es, por tanto, la descubridora de lo español. Esta es la paradoja nacionalista que desveló hace años el hispanista Carlos Serrano (1943-2001) en un extraordinario ensayo ya descatalogado: El nacimiento de Carmen. Símbolos, mitos y nación (Taurus, 1999). Uno de los seguidores de estos estudios culturales es Javier Moreno Luzón (Hellín, 1967), que acaba de publicar Centenariomanía. Conmemoraciones hispanas y nacionalismo español (Marcial Pons), en el que analiza cómo se ha construido el mito de la hispanidad, que se usa incluso para bautizar colegios públicos.
Luzón explica que el españolismo surgió con “el desastre” de 1898 (fulminante derrota española en la guerra con EEUU), en un país pobre y atrasado, que había perdido su lugar preeminente en Europa y que, en medio de la fiebre nacionalista de la belle époque, había que reflotar para cohesionar a la sociedad. “El regeneracionismo fue, no cabe duda, la versión española del nacionalismo de la época”, sostiene el historiador. “A los españoles, conscientes de que no podían aspirar a un papel político o económico de primera fila, les gustaba presentarse como cabeza de una gran comunidad basada en la lengua y la cultura. Una especie de imperio de sustitución”, añade sobre la celebración nacionalista de la hispanidad.
Moreno Luzón da la fecha de inauguración de esta nueva tradición fundada en el complejo de inferioridad: 1918, gracias a un gobierno pluripartidista. Desde entonces ha sido día festivo y desde 1987, la fiesta nacional. Esto quiere decir que se convirtió en el mínimo común denominador de todas las fuerzas españolistas, de derecha y de izquierda, monárquicas y republicanas, democráticas y autoritarias. Todas se abrazaron a la construcción del relato de la importancia de la empresa americana como lo más grande que España había hecho en su historia. Y desde hace un siglo hemos preferido no buscar un hito propio para celebrar el nacimiento de la nación, a pesar de uno muy evidente: “La Transición pudo desembocar en otra fiesta nacional muy distinta, la de la Constitución cada 6 de diciembre, más cívica y menos esencialista, pero no hubo consenso al respecto. Con todos sus defectos, y son muchos, es lo que tenemos”, dice el historiador.
Hitos que son mitos
Sin las conmemoraciones desaparecerían esas identidades nacionales construidas. “Todos los movimientos nacionalistas señalan fechas en rojo en el calendario. Las fiestas conmemorativas sintetizan lo que quieren transmitir a la población, esa memoria nacional compartida”, indica Moreno Luzón. Junto con las banderas y los himnos, las fiestas resultan imprescindibles en la caja de herramientas de los nacionalismos. Las sociedades de masas crearon nuevas fórmulas para renovar las mitologías patrias como grandes exposiciones, monumentos en plazas, desfiles, discursos y reportajes.
Y ahí surge la centenariomanía, el afán por conmemorar los hitos fundamentales de la nación española, desde Miguel de Cervantes y el Quijote, convertido en la Biblia nacional. También la Guerra de la Independencia, la lucha patriótica contra Napoleón. Moreno Luzón reflexiona sobre estas celebraciones, con las que se reafirma la existencia de una gran nación y se responde a quienes dudan de ella.
Pero es innegable la fractura española sobre sus símbolos. En el caso español, explica el historiador, las versiones del nacionalismo estatal se agruparon en dos familias: la liberal-republicana-democrática y la conservadora-católica-autoritaria. La dictadura franquista se apropió de los símbolos y mitos del españolismo. Sus enemigos rechazaron cualquier exaltación de la identidad española. “Durante un par de décadas, pareció que esa fractura se cerraba, con la Transición como relato fundador de una comunidad política renovada, conforme al marco constitucional de 1978 y con la corona al frente de un país moderno y europeo”, indica.
Pegamento Quijote
La Transición fue un idilio pasajero del que quedan algunos elementos fundamentales, que todavía actúan como pegamento identitario. Moreno Luzón señala los éxitos deportivos y Cervantes. “El Quijote es el ingrediente más transversal y compartido dentro de la receta identitaria hispánica, que además se celebra en América. Se trata de un elemento cultural, asociado a la lengua castellana en un país plurilingüe, pero apenas se ha politizado y aún funciona”, asegura el historiador a este periódico.
Las naciones, como mejor invento político de más peso en el mundo contemporáneo, son un rodillo de elaboración y difusión de este tipo de relatos mitológicos. Las naciones son fenómenos culturales, alimentadas por toda clase de representaciones. Y en este proceso de construcción, dice Moreno Luzón, que participan los gobernantes y los políticos, pero también la sociedad civil. Además, los sistemas educativos forman ciudadanos nacionalizados, indica el historiador, que aprenden los mitos en la lengua nacional. “La identidad nacional puede hacerse tan cotidiana que apenas si nos damos cuenta de su ubicuidad, es como el aire que respiramos”, cuenta.
“Uno de los primeros propósitos de todo nacionalismo consiste en levantar una completa cultura nacional, donde la idea de nación impregne y dé sentido a múltiples manifestaciones. Por ejemplo, la pintura ilustra episodios históricos de la patria, sus paisajes o sus tipos humanos, la escultura moldea a los héroes y próceres, la música recoge y recrea los aires folclóricos nacionales, la arquitectura sus estilos peculiares, etcétera. Y lo mismo pasa con la literatura, o con materias académicas como la geografía y, desde luego, con la historia, cuyo surgimiento como disciplina no se entiende sin el nacionalismo”, subraya Moreno Luzón.
La guerra de la historia
En esta perversa relación entre cultura y política, una ilustra las necesidades que la otra paga. Para encauzar los intereses nacionales se invierten abundantes recursos económicos en la cultura que interesa. “Pensemos por ejemplo en los museos nacionales, que establecían el canon artístico oficial, o en las exposiciones de bellas artes, que premiaban a unos artistas y no a otros. Los encargos de las administraciones públicas, guiados a menudo por las políticas de la memoria nacional, son imanes para los profesionales de la cultura”, dice el autor de Centenariomanía. Conmemoraciones hispanas y nacionalismo español.
Seguimos padeciendo la bulimia conmemorativa y los historiadores trabajan, con frecuencia, a golpe de centenario. Por eso Moreno Luzón prefiere aprovechar los centenarios para renovar los debates historiográficos, “para poner al día y divulgar las investigaciones solventes”. Lo contrario es ponerse al servicio de los intereses políticos que pagan los fastos. “Hemos visto algunos colegas hacer esto último, para legitimar a un nacionalismo o a otro y da cierta vergüenza constatarlo”, reconoce.
Este fructífero cruce entre historia política e historia cultural, que con tanto acierto practica Moreno Luzón desde hace años, ofrece una mirada que la parte más conservadora de la sociedad descalifica como “presentismo”. De esta manera, tratan de cancelar las preguntas que los historiadores hacen a las fuentes y los temas de investigación. “Hace unos años habría sido inimaginable el desarrollo actual de la perspectiva de género en los trabajos historiográficos”, indica. “No podemos saltarnos las reglas del oficio, por supuesto, y cada afirmación debe sustentarse en bases documentales que cualquiera pueda comprobar, pero los enfoques y los intereses cambian en función de las preocupaciones del presente”, zanja.