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CRÍTICA

El lenguaje como herramienta sexista (y la hecatombre que profetizan algunos si se cambia)

La lengua española tiene sexo y es masculino. Se alinea con una visión del mundo que parte del hombre, y no del ser humano, como centro. Y esa cosmovisión se materializa en diccionarios y manuales de uso. Esta es la tesis de la filóloga y ensayista Yadira Calvo, que en su nuevo libro, De mujeres, palabras y alfileres aborda “el patriarcado en el lenguaje”, como indica el subtítulo del volumen.

Calvo, que ya trató los fundamentos machistas de la cultura occidental en La aritmética del patriarcadousa unas formas similares a las de su anterior ensayo: capítulos de lectura ágil, prosa abierta a la ironía y abundancia de citas que exponen las miserias de algunos discursos dominantes.

La naturaleza del lenguaje como instrumento de un grupo de poder (sexista, étnico, colonial) y como reflejo de este recorre el libro. También lo hace su capacidad de contribuir a la perpetuación de estereotipos. Al criticar el uso del género masculino para englobar a hombres y mujeres, Calvo afirma que sexo y género gramatical sí tienen relación. Para ello, cita estudios que evidencian que las personas tienden a asociar términos diferentes a una misma realidad, dependiendo del género gramatical de la palabra que la designa.

“La palabra llave tiene género masculino en alemán y femenino en castellano. Cuando en experimentos las personas tuvieron que describirla, quienes hablaban alemán empleaban con más frecuencia palabras como «duro», «pesado», «serrado», «metal», «útil». Quienes hablaban castellano empleaban términos como «dorada», «intrincada», «pequeña», «bonita», «brillante» y «minúscula»”, explica la autora.

Calvo cita más experimentos que sugieren que el lenguaje tiene capacidad de influencia en acciones concretas de los individuos. Por ejemplo, describe un estudio de la Universidad de Nueva York: los participantes eran expuestos a palabras con connotaciones más agresivas (fastidiar, molestar o intromisión, entre otras) o más apacibles (respeto, educado, cortés...). Después se les emplazaba a dirigirse a uno de los responsables, que charlaba con otra persona, para medir su reacción. Las personas expuestas a las palabras más agresivas tendían a tardar menos tiempo en interrumpir la conversación.

Por una lengua “que cuente otra historia”

En De mujeres, palabras y alfileres se afirma que el lenguaje refuerza la visión del hombre como referente del ser humano, e ideas sexistas como la identificación de masculinidad con fortaleza y feminidad con debilidad. No debe sorprender, por tanto, que su autora reclame cambios como el emprendido por la Academia Sueca, que ha recogido en el diccionario un pronombre personal neutro.

Calvo aboga por una lengua dinámica que se adapte al presente. Describe que el diccionario remite todavía a épocas previas a la normalización del trabajo asalariado desempeñado por mujeres. E incorpora acepciones y asimetrías (como la diferencia entre hombre público y mujer pública) con ecos misóginos.

Ante este deseo de modificaciones, de “una lengua que nos permita armar nuevos pensamientos y contar otra historia”, Calvo señala que existe una “policía de la lengua”. En diversas páginas del volumen aparecen comentarios de escritores como Arturo Pérez-Reverte, Javier Marías o Juan Manuel de Prada que ridiculizan las críticas o propuestas feministas.

Las voces de Pérez-Reverte y compañía optan por zanjar un debate o negar la posibilidad de este en aras de unas convenciones que se describen como inmutables. Si estas se modificasen, se produciría el caos y la incomprensión entre hablantes. Estos autores responden con desprecio a lo que consideran “chillidos histéricos” procedentes de “plastas” y “hembristas”. En opinión de Calvo, se trata de un inmovilismo ideológico que se disfraza de posicionamiento objetivo y técnico. Pérez-Reverte y Marías son, además, miembros de la Real Academia Española. La institución nombró a su primera miembro numeraria hace solo 39 años.

Las normas de un club históricamente masculino

La RAE es un árbitro principal en el uso de la lengua española. Durante sus 165  primeros años de existencia, la institución sólo admitió a una mujer como académica honoraria, en un extraño caso de precocidad y probable favoritismo entre aristócratas. La ausencia perdurable de mujeres en la Academia, un club masculino hasta fechas recientes, difícilmente favorece que sus miembros consideren el androcentrismo lingüístico como un problema contra el cual intervenir.

Calvo dedica algunas de las páginas más sangrantes de su ensayo a la discriminación de autoras como Emilia Pardo Bazán o Blanca de los Ríos, eternas candidatas que murieron sin entrar en la RAE. Clarín calificó la aspiración de Pardo Bazán, un debate recurrente en la escena literaria española de finales del siglo XIX y principios del siglo XX, como “la lucha del histerismo y del cretinismo”. Juan Valera escribió que “la Academia se convertiría en aquelarre” si abría la puerta a las mujeres.

Ya en el siglo XX, siguieron las escenas de discriminación sexista, a veces con chanzas públicas sobre la distracción que supondría para los miembros de la RAE tener compañeras femeninas. O sobre el prejuicio que la vida académica podría suponer a una mujer todavía por casar. En algunas ocasiones, se produjeron situaciones rocambolescas: el obispo Leopoldo Eijo y Garay propuso a Blanca de los Ríos como candidata al premio Nobel de Literatura, mientras se negaba a avalar su ingreso en la Academia y el de cualquier otra candidata: “Las únicas faldas que entrarán son las mías”, afirmó.

El sexismo no quedó enterrado con la incorporación de la primera académica numeraria, Carmen Conde, hace 39 años. Calvo recuerda que, ya en 1996, Fernando Lázaro Carreter afirmó que “jamás hubo actitud discriminatoria” contra las mujeres, a pesar de las amplias evidencias en forma de textos públicos o correspondencia de antiguos miembros.

En fechas recientes, la institución ha evidenciado su oposición a la búsqueda de un lenguaje menos sexista. A través de un informe sobre la materia (firmado por el académico Ignacio Bosque), se erigió en un imprevisto defensor del lenguaje real por encima del “lenguaje oficial”. Si se cumpliesen las recomendaciones de las guías de lenguaje inclusivo, “no se podría hablar”, afirmó Bosque.