“En la vida o eres el payaso tonto o el triste, no hay más”, dijo el director de Balada triste de trompeta. Los dos ejemplos de Álex de la Iglesia parecen estar condenados a hacer reír con su desgracia, ya sea como espectáculo o como terapia. Este puente entre la chispa del humor y la depresión fue bautizado por los psiquiatras como el síndrome del payaso triste. Cuando el famoso mantra de “reírse de la propia desgracia” se lleva al máximo exponente, puede esconder trastornos inimaginables para el que aplaude desde la grada.
La historia está plagada de ejemplos que sorprendieron al público con una mezcla de pena y desconcierto. ¿Cómo puede ser depresivo alguien que vive de hacer felices a los demás? Esta pregunta se repitió una y otra vez tras el suicidio de Robin Williams hace exactamente dos veranos. Su pasado tormentoso unido a las adicciones le persiguió durante toda su vida, hasta que encontró en la comedia un antídoto para esas sombras pretéritas. Pero, como en su caso, el humor fue solo un remedio temporal también para Freddie Prinze o Charles Rocket, de Saturday Night Live.
Estas sonrisas eternas se convertían en su némesis cuando bajaban de las tablas. Los chistes infantiles daban paso a las noches de excesos y el optimismo se apagaba con el último foco del escenario. Más famosos fueron los casos de John Belushi y Lenny Bruce, cuyo humor era el reflejo de la rabia y el descaro de su día a día. O Richard Pryor, que se prendió fuego mientras fumaba cocaína y bebía alcohol. Dos años después convirtió el suceso en un monólogo diciendo que había estallado al mojar una galletita en un vaso de leche pasteurizada.
“Para hacer reír de verdad tienes que ser capaz de coger tu dolor y jugar con él”, dijo en una ocasión Charles Chaplin. Esta fragilidad del humorista es la espina central del documental Misery Loves Comedy. En el proyecto de Kevin Pollack, los 50 cómicos modernos más influyentes hablan de su profesión unida a una historia de fondo trágica e incómoda. El problema es que solo aparecen los testimonios de cinco mujeres en todo el metraje. Una de ellas es Amy Schumer, que no ha tenido problemas en confesar sus dramas familiares y un pasado de violencia machista.
Graciosas y torturadas
Las mujeres siguen peleando una posición central en los escenarios y no como elemento decorativo al lado del cómico de turno. Cuando parecía que Tina Fey, Amy Poehler, Malena Pichot o Ellen Degeneres habían allanado el camino para las demás, llegó Michael Eisner. El exconsejero delegado de Disney le decía el año pasado a la actriz Goldie Hawn que “el artista más difícil de encontrar es una mujer hermosa y divertida”.
Eisner recogía el testigo de Christopher Hitchens y su incendiario artículo en el que equiparaba el humor del hombre con la belleza de la mujer. “Ellas no tienen una necesidad correspondiente de caerles en gracia a los hombres. Ya son de por sí atractivas para los hombres”, escribía en Por qué las mujeres no son graciosas, de Vanity Fair. Además de una salida del tiesto, estas declaraciones perpetúan la crítica a las mujeres, cómicas o no, por su aspecto físico y no por su talento.
En tal atmósfera, no es de extrañar que el perfil común de las nuevas cómicas sea el de feroz e impasible ante los reproches. Parecería que admitir una flaqueza pudiese desacreditar su estatus en el sector. Pero igual que ellos, a veces ellas también son payasas tristes. Y por eso las memorias recién estrenadas de Amy Schumer son una adictiva mezcla de humor guerrero y pasajes oscuros.
The Girl with the Lower Back Tattoo es un deliberado homenaje a la heroína ficticia del nuevo feminismo, Lisbeth Salander. Como ella, la Schumer adulta también se ha construido sobre varios episodios de abusos y violencia que han pillado por sorpresa a los críticos.
La actriz ya había hablado en alguna ocasión de su familia, las infidelidades constantes en su casa y la esclerosis múltiple de su padre. Lo que había mantenido en secreto es que perdió la virginidad sin consentimiento y que, a los 20 años, tuvo una relación traumática a nivel físico y psicológico.
El pasaje dedicado a su exnovio Dan es una llamada de atención para minimizar la tolerancia con el abuso machista. “Le pedí a gritos que parase, pero en vez de eso abrió un cajón de la cocina y sacó un cuchillo de carnicero”, relata Schumer en el capítulo La peor noche de mi vida.
Esta honestidad ha tardado poco en pasarle factura. Hace unos días, un guionista de la serie Inside Amy Schumer y amigo de la cómica escribió un post en Facebook criticando la “cultura del victimismo”. Schumer condenó en público inmediatamente a Kurt Metzger por mofarse de las víctimas de violaciones. Sin embargo, los detractores de la actriz encontraron la percha perfecta para arremeter contra estas partes de su autobiografía.
El disfraz de payaso
Desde su primera aparición en pantalla, Amy Schumer ha sido víctima de una campaña exacerbada contra su físico. “Es muy graciosa, pero es imposible que sea el objeto de deseo de nadie en la vida real o en la ficción”, escribía el crítico de cine Jeffrey Wells tras el estreno de Trainwreck. Estos insultos resultaron ser el material perfecto para abanderar un humor de denuncia centrado en sus supuestos defectos. Aunque frente a los micrófonos aparenta una actitud despreocupada, en sus memorias reconoce que ha estado realmente atormentada por su cuerpo.
Sus novios también contribuyeron a minar su moral y, en consecuencia, Schumer admite haberse convertido en una persona extremadamente introvertida. “Cuando eres así, las personas son como vampiros de la energía. No los odias, pero debes tener una estrategia sobre cómo y cuándo exponerte a ellos”, explica en el libro.
No es la primera en reivindicar que por ser humorista no tienes “que estar a tope todo el rato”. Pueden ser gente solitaria que solo gusta de un baño de multitudes cuando se viste el disfraz de payaso. Ahí está Lina Morgan, que confesó en varias entrevistas sentirse incómoda con la atención mediática. Sin embargo, la actriz no reconoció sus muchos pozos negros hasta bien entrada en años, cuando ya no tenía que fingir una sonrisa constante.
Poco a poco otras cómicas fueron rompiendo el tabú de hablar de sus vidas privadas y desnudar su personalidad fuera del microscopio. Caitlin Moran, Lena Dunham y Tina Fey lanzaron sus autobiografías bajo un nuevo género llamado tits and wits, que se reía de las “cosas de chicas”. No solo utilizaban los típicos chistes sobre cartucheras, el ligoteo a los cuarenta o los motes de sus amantes en la cama, también examinaban su lado más oscuro.
Moran habla de su infancia en una vivienda de protección oficial cochambrosa y de sus trastornos alimenticios. Dunham también contó varias anécdotas íntimas en Not that kind of girl que molestaron a buena parte de sus lectores. Pero, como escribió Tina Fey en sus memorias, “las humoristas no estamos aquí para agradar y para ser bonitas”. Y una buena muestra de ello es la contestación de Joan Rivers, siempre incómoda y fantástica, a un oyente enfadado en un monólogo. “¡Déjame decirte de qué va esto de la comedia, gilipollas. La comedia está para hacer reír a la gente y hacer que podamos lidiar con nuestros traumas, idiota!”.